Siempre nos hemos imaginado a todos los indígenas brasileños como hombres muy primitivos, reunidos en pequeñas aldeas formadas por chozas cubiertas de paja aisladas unas de otras, y listos para salir en busca de un nuevo asiento cuando las condiciones de caza, pesca y recolección de frutos del sitio en el que estaban establecidos se deteriorasen. Civilizaciones más avanzadas en la América precolombina únicamente eran las de los mayas y los aztecas, por encima del Ecuador, y la de los incas, en los Andes. Éramos de este modo capaces de transportarnos boquiabiertos y llenos de envidia al vasto imperio azteca, en guerra contra los invasores españoles comandados por Hernán Cortez, de la mano de Salvador de Madariaga, por ejemplo, que nos ofrecía los cuatro tomos de No Coração da Pedra Verde [En el Corazón de la Piedra Verde], escrito en los años 40 del siglo pasado. Para contraponerse a la riqueza y el esplendor con que éste atizaba nuestra imaginación, apenas unas pocas leyendas, como la de Iara y la de la india Maní.
Sin embargo, el artículo que aparece en la portada de esta edición nos indica que las cosas no fueron exactamente así – y podemos, por lo tanto, dejar a un lado aquel feo sentimiento de envidia. Descubrimientos arqueológicos recientes, realizado al menos en dos diferentes puntos de la Amazonia brasileña (como informa el reportero especial Marcos Pivetta a partir de la página 82), sugieren la existencia de grandes y refinados asentamientos humanos, habitados por miles de personas, hace 500 años o quizás más, en el Alto Xingú, norte de Mato Grosso, y en la confluencia de los ríos Negro y Solimões, a unos de 30 kilómetros de Manaos, estado de Amazonas. Estos hallazgos aparecieron en la edición del 19 de septiembre pasado de la revista estadounidense Science; y lo que es mejor, en un artículo científico que tuvo la rara particularidad de contar entre sus autores con dos indios kuikuro de Brasil, junto a tres investigadores de la Universidad de Florida y dos del Museo Nacional de Río de Janeiro. Es una lectura que con seguridad vale la pena.
Merece también una mención especial en esta edición el reportaje referente a los resultados del proyecto Genoma del Schistosoma mansoni, que fueron publicados en un artículo científico en la edición de octubre de la revista británica Nature Genetics, y anunciados por el gobernador Geraldo Alckmin, en el marco de una ceremonia llevada a cabo en el Palacio dos Bandeirantes, sede del gobierno paulista, el pasado 15 de septiembre. Los investigadores responsables de este proyecto lograron determinar en forma íntegra o parcial las secuencias del 92% de los estimados 14 mil genes del parásito analizado y, por analogía con el material genético de otros organismos secuenciados, descubrieron la función del 45% de los genes del helminto que infecta a alrededor de 10 millones de brasileños. Una consecuencia práctica de este hermoso trabajo es el desarrollo de nuevas formas de tratamiento contra la esquistosomiasis, conocida popularmente en Brasil como “barriga-d’água”. Es posible que más adelante surja una vacuna contra la enfermedad, producto de todo este esfuerzo científico.
Otro punto destacado es el artículo sobre el programa espacial brasileño, puesto en jaque desde el luctuoso accidente ocurrido en la Base de Alcântara el pasado 22 de agosto, cuando un incendio destruyó completamente el tercer prototipo del Vehículo Lanzador de Satélites (VLS), provocando la muerte de 21 técnicos y causando pérdidas materiales estimadas en 36 millones de reales. Las fragilidades, los avances e impasses del programa aparecen minuciosamente detallados en un excelente texto de Carlos Fioravanti, editor de Ciencia. Para finalizar, destacamos el reportaje de Fabrício Marques referente a las conclusiones del primer relevamiento nacional sobre las alteraciones del perfil de la costa brasileña. Que son preocupantes, cabe acotar. En la actualidad, el 40% de las playas brasileñas sufre el azote de algún proceso de erosión, perdiendo por eso terreno ante el avance del mar, mientras que en un 10% de la costa sucede lo contrario: la arena avanza sobre el océano. En otras palabras, esto significa que la estabilidad de la silueta de buena parte de los ocho mil kilómetros de la costa brasileña no pasa de ser una mera referencia de los mapas escolares, tal como el reportero explica. Buena lectura entonces.
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