Los muros pueden caer, muchos pueden negar lo que escribieron, pero a él eso no le importa. “La filosofía es un campo de resistencia que no se pregunta para qué sirve una determinada teoría, sino cuál es su verdad”. La definición es de Leandro Konder, profesor titular de Departamento de Educación de la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (PUC-Río), que acaba de presentar su nuevo libro: Questão de Ideologia (Cuestión de Ideología). Este sexagenario, afirma que su convivencia con los límites se fue desarrollando con el correr del tiempo y se dice perplejo hoy en día ante la incertidumbre vivida por el hombre en este comienzo del siglo XXI. Lea a continuación tramos de la entrevista.
Su último libro se llama Questão de Ideologia. ¿El análisis que usted hace en esa obra es también sobre la polémica referente al fin de las ideologías?
—Mi idea es que Marx vislumbró genialmente una cuestión que se hace presente y se impone cada vez más, que es la ideología. Marx pensó que la había resuelto; yo creo que no. Debemos retomar esta cuestión hoy en día desde un ángulo que ya no es más exactamente aquél del pensador alemán, sino que se vale de sus contribuciones decisivas, críticas, pero insuficientemente autocríticas. Procuro contribuir para que exista una revisión capaz de fortalecer a los pensadores marxistas, retomando aquello que el concepto nos aporta, que permita que observemos desde una óptica más crítica. No pretendo crear un nuevo concepto de ideología.
¿Usted considera actualmente al marxismo como una ciencia?
—No una ciencia, sino un horizonte filosófico, que probablemente sea el más riguroso y el más rico de nuestro tiempo.
Usted publicó el libro Intelectuais Brasileiros e Marxismo en 1990, y sostuvo que no se puede escribir sobre la historia del pensamiento brasileño del siglo XX sin mencionar al marxismo.
—Y esa observación continua siendo válida. Posiblemente yo escriba textos que pienso que envejecen, pero no es verdad. Bien o mal, el marxismo es un hito en la historia. Al fin de cuentas, también presenta ciertas limitaciones, típicas del pensamiento de una sociología de la cultura brasileña, y encontraríamos esas limitaciones también en el pensamiento de la derecha y de la izquierda.
¿Y cuáles son esas limitaciones del marxismo?
—Acá en Brasil el marxismo asumió una forma muy doctrinaria. Cedimos ante la tentación de hacer del pensamiento una doctrina, y ésa es una forma de expresión del pensamiento que aprisiona, que genera cuestionamientos. Enseguida aparecen los patrulleros de la doctrina, y eso crea una dificultad de apertura hacia lo nuevo. Tanto el pensamiento de izquierda como el de derecha, e incluso el pensamiento liberal y el centrista se dejan revestir con una forma doctrinaria.
Usted participó de las conmemoraciones de los cien años del Manifiesto Comunista en París hace cuatro años. ¿Las ideas del socialismo han sido incorporadas por el capitalismo? ¿Usted todavía es socialista?
—Las dos cosas: todavía soy socialista y las ideas del socialismo son utilizadas por el capitalismo; pero siempre e inevitablemente de manera deformada. El capitalismo es incompatible con el socialismo. El capitalismo intenta aprovechar elementos del socialismo de manera más o menos oportunista, a veces con habilidad, otras sin ella. Continuo creyendo que el socialismo es el reemplazo de un sistema por otro. De qué manera eso va a suceder, no lo sé. No soy un campeón del pensamiento político, no tengo la pretensión de dictar e indicar caminos; empero, existe una dirección en la cual esa búsqueda es posible. Una dirección que corresponde a una demanda tradicional de conjugar la democracia con la libertad y la justicia social, cosa que el liberalismo no logra plasmar. Tenemos consciencia de que podemos hacer eso, pero aún no sabemos de qué modo.
¿Por qué usted cree que la ciencia política no existe?
—Tengo la impresión de que aquello que se produjo en términos de ciencia política quizá no sea tan científico como aparenta. Aun cuando sea respetable y corresponda a una realidad nuestra, a nuestro esfuerzo por conocer la realidad de la política, ese saber no es un saber que podamos considerarlo pacíficamente como científico. Pero, de cualquier manera, intento participar en política y defender determinados valores, no solamente en el plano teórico, sino también en el terreno práctico. Recuerdo que un autor y teatrólogo del siglo XX, Bertold Brecht, muy respetado y al cual admiro mucho, decía lo siguiente: “La victoria de la razón solamente puede ser la victoria de las personas razonables, la razón no existe por sí misma, existe en la conducta, en la acción de las personas. Entonces, si las personas razonables no vencen, la razón no prevalece. La victoria de las ideas es la victoria de los portadores materiales de las ideas. Las personas razonables deben hacer política para que la razón prevalezca, porque no existe otro medio de prevalecer, a no ser por medio de la política hecha por las personas razonables”.
En la literatura brasileña, uno de sus autores preferidos es Carlos Drummond de Andrade. ¿Hubo entre ustedes una relación de amistad o esa predilección se debe exclusivamente a su admiración por el poeta de Itabira?
—El sentimiento de amistad es demasiado fuerte. A partir de un determinado momento le escribí a Drummond y él me respondió, entonces intercambiamos unas pocas cartas, unas cuatro o cinco. Fue muy generoso en las esquelitas que me mandó con motivo de un artículo que escribí cuando él cumplió 80 años. Yo dije: “Dejemos al poeta en paz, e intentemos no causar alboroto a su alrededor”. Sucede que Drummond era adverso a esas cosas. Él me agradeció mucho y comentó: “Ahora usted se ha convertido en un amigo”. No obstante, creo que eso era una manera de decir; evidentemente yo no era su amigo, no teníamos intimidad. Su importancia como poeta tiende a crecer y su obra será reconocida como una obra mayor con el correr del tiempo. Claro que Drummond tiene algunos poemas más significativos y otros menos, pero en líneas generales tiene una obra muy rica, y en su auge escribió poemas sencillamente geniales.
Era un poco parecido a usted. A usted no le gustan las polémicas, el alboroto…
—Machado de Assis decía: “Sufro de aburrimiento con las controversias”. Me gusta el diálogo, me gustan las diferencias, pero cuando éstas se manifiestan muy agresivamente, me falta paciencia. Es muy feo decirle a una persona: “Eres un idiota”. No me gusta decirles a los otros que son idiotas; al fin y al cabo, puedo estar equivocado, puede ser que haya inteligencia en aquel mundo de mi oponente agresivo, pues estaría entonces cometiendo una injusticia. Con todo, cuando estoy enfadado, puedo cometer injusticias más fácilmente.
Alberto, un zapatero anarquista, y Bartoloméia, que compone frases de autores famosos con una crítica voraz, son vecinos y son los personajes de sus crónicas. ¿Como es para un pensador marxista escribir sobre un anarquista?
—Yo simpatizo mucho con el anarquismo, aunque no me convenza sobre su precisión política. El anarquismo tiene una cierta grandeza de alma, pero una cierta ineficacia política notoria. Por eso yo quise crear un personaje con el cual pudiera identificarme, independientemente de nuestras divergencias políticas. Alberto es un personaje que tiene una integridad rebelde que me fascina mucho, es un poco un otro yo que me creé, libre de preocupaciones políticas, de la política más inmediata. Alberto es un radical, un combativo, pero puede incluso ser combativo precisamente por no ser muy eficiente, y hoy en día está haciendo falta esa combatividad. En la sociedad contemporánea medimos todo, incluso las pasiones. Creo que eso es un absurdo: la pasión, por ejemplo, es inconmensurable, no puede medirse, si se pudiera medirla no sería una pasión. Pero ahora han inventado las pasiones medidas, y Alberto es una reacción contra eso. Respecto a Bartoloméia, pensé en ella como una surrealista, que expresa un lado mío, con su enorme simpatía por el surrealismo como movimiento histórico artístico cultural.
Usted dice tener el inmenso gusto de dar clases a alumnos de grado universitarios, y éstos disputan cada rinconcito en las aulas colmadas de la PUC para escucharlo. Lo más común es que los intelectuales de su porte opten solamente por el posgrado.
—A mí me encanta dar clases. Cuando doy una buena clase y veo los ojos de los alumnos brillando, siento un placer inmenso. Es el momento en el que libero mi vanidad, y la gratificación por ello es enorme. Pero al mismo tiempo, soy consciente de que la enseñanza de grado “nos necesita”, pues ése es el momento en el que podemos ejercer una influencia especial sobre las convicciones de los alumnos. Por otra parte, también necesitamos la enseñanza de grado. Siento que la necesito, los alumnos de grado me ayudan incluso cuando no hablan, con sus expresiones, sus reacciones, sus fisionomías. Me doy cuenta cuándo una idea tiene más fuerza para ellos y cuándo no los toca. Así puedo repensarla e intentar profundizarla y desplegarla mediante otra argumentación, para ser más convincente. Creo que el nivel de grado universitario es un poco el Brasil real, y el posgrado es un Brasil artificial, precioso, pero limitado, que abarca a muy poca gente. Por eso a mí me agrada mucho la idea de la enseñanza de grado: abre el campo de comprensión y los horizontes del profesor.
Algunos pensadores sostienen que vivimos una crisis civilizatoria. ¿Cómo analiza este momento de la humanidad?
—Yo te confieso que a veces quedo medio perplejo. No tengo ni la firmeza, ni la autoridad, ni base como para brindar una respuesta muy positiva ni conclusiva. Estamos viviendo muchos hechos nuevos, que aún no han sido digeridos o sedimentados. El mundo ha cambiado demasiado en el área de la comunicación, por ejemplo. Los celulares, las computadoras, en una palabra, esa realidad invadió nuestro cotidiano, y es vidente que ella tiene efectos y consecuencias políticas que aún no hemos sido capaces de pensar en la izquierda, entre los socialistas. Esto nos coloca ante un desafío, nos exige que pensemos sobre lo nuevo, pero lo nuevo no surge puro, nítido, aparece impuro y confuso. Eso da muchísimo trabajo y creo que debemos afrontarlo. La respuesta a esa pregunta no saldrá de ningún teórico, de ninguna cabeza pensante, privilegiada, lúcida. Saldrá efectivamente de la experiencia de las masas.
La globalización se ha presentado como un fenómeno cada vez más excluyente en el mundo contemporáneo. ¿Qué reflexión le merece tal fenómeno?
—Yo creo que de alguna manera representa a la vieja teoría del imperialismo, que en varios aspectos está ampliamente superada, pero que a veces me parece que era como una especie de anticipación a esa desgracia que vino después. El imperialismo no sirve como explicación, pero es la manifestación de la percepción de un problema que se está creando y que se agravó desde comienzos del siglo XX en adelante: el problema de una mundialización muy deformada y controlada por algunos en detrimento de muchos.
Usted proviene de una familia tradicionalmente conocida de comunistas históricos. Su hermano, el escritor y periodista Rodolfo Konder, ha optado actualmente por caminos diferentes. ¿El afecto superó a las diferencias en la relación?
—Yo nunca peleé con mi hermano. Acepto su opción como una opción suya, que no es la mía. Siempre mantuvimos un diálogo muy fraterno, muy cariñoso. Es importante respetar las diferencias. Creo que una relación personal, una relación íntima y que se construye en el transcurso de muchos años, es preciosa. Las alianzas y contraalianzas, los acuerdos y desacuerdos de la política son muy inestables. Hoy estamos de acuerdo con una persona, mañana divergimos. Una de las malas características de la mentalidad doctrinaria consiste en que se transforma en un recetario de vida, y se aplica esa doctrina incluso en las relaciones afectivas, que son siempre más ricas que lo que cualquier doctrina jamás podrá reconocer.
¿Es usted un socialista ateo?
—Yo creo que sí. El papel de la religión debe ser repensado, la tradición marxista ha envejecido y debe ser revisada. La religión y la consciencia religiosa es más rica que aquello que Marx podía conocer. Marx no presenció ciertas formas de consciencia religiosa que no eran típicas de su tiempo. Pero mi revisión y mi revaluación positiva del papel de la consciencia religiosa no significa el abandono de mi descreimiento elemental como ateo. Recientemente tuve un encuentro con protestantes luteranos y fue una charla amena que al final ellos me preguntaron: ¿usted cree en Dios? Sintiendo aquello que había por detrás de esa preocupación que ellos habían manifestado –habíamos tenido coincidencias políticas importantes–, respondí: no creo en Dios, pero mantengo buenas relaciones con Él.
Al igual que el antropólogo Darcy Ribeiro (1922-1997), usted tiene interlocutores marxistas y católicos, como Leonardo Boff y Fray Betto. ¿Existe algún acoso de conversión?
—Con Leonardo Boff estuve muy pocas veces, pero con Fray Betto tengo más contacto, e incluso ya hemos viajado juntos a Cuba. Él es una persona sumamente agradable, increíblemente simpática. Me agradó mucho el haberlo conocido. Nos hicimos amigos, se creó entre nosotros un vínculo de afecto. Él dice algunas cosas muy cómicas, como por ejemplo, que le gustaría recibir la noticia de que ingresé a un convento y me convertí. Es una persona muy inteligente. Leonardo, Betto y algunos otros son personas que me han obligado a revisar mi concepción acerca de qué era la consciencia religiosa. Es necesario pensar en ello, en la existencia de personas como ésas. Significa que hay algo que no es precisamente aquello que el viejo Marx pensaba.
El filósofo Márcio Tavares do Amaral, de la UFRJ, tras pasar la mayor parte de su vida siendo ateo, se convirtió y actualmente es católico. ¿Ya ha pensado en esa posibilidad?
—Nunca debemos decir de este agua no he de beber. Pero, por lo que me conozco, sería algo artificial, muy poco convincente para mí mismo. Yo respeto, pero no me veo como un místico, como un religioso. No es mi inclinación natural, no forma parte de mi manera de ser.
¿Usted cree que las dificultades que vive Brasil, tales como la pobreza y el analfabetismo, podrán resolverse en este comienzo de siglo?
—Yo tengo esperanza de que sí. Sería imposible para mí continuar una vida normal si no creyese en un país mejor, si creyese que lo que está sucediendo continuará siendo así, que es definitivo. Creo que tenemos que luchar mucho, pero es una lucha con futuro. Una lucha difícil en el presente, pero que, por lo que todo indica, creará las condiciones para un movimiento de transformación, que seguramente superará esa sucesión de desgracias existente en el país. La sociedad brasileña es profundamente injusta, signada por desigualdades insoportables, y creo que ese movimiento ya está en marcha –no es un sueño. Es un movimiento complejo, que no se restringe a un solo partido y que puede notarse en varios partidos políticos. Un movimiento que pretende reunir el sentido de realidad, la comprensión de los límites y, al mismo tiempo, la disposición para hacer el cambio. Creo que esa cambio no se hará de acuerdo con el modelo antiguo, pero ya está en marcha. Espero que avance, y esto depende de la firmeza, de la convicción y de un gran sentido de realidad. Creo que ya hay gente que está haciéndolo. ¿Cuando se vio que un obrero podría tener la posibilidad de convertirse en presidente de Brasil? No sé cómo va a ser este proceso, pero es una situación que ya representa un cambio considerable en la historia brasileña.
Usted dice temerle mucho a la vanidad, pero ésta forma parte de la condición humana. ¿Como se las arregla con ese sentimiento?
—Soy un vanidoso prevenido, con la mira en mí mismo. Me gusto, pero no confío totalmente en mí. Mantengo una cierta desconfianza con relación a mis ideas positivas y favorables a lo que hago. En general noto que cuando escribo un texto lo observo de una manera más crítica con el correr del tiempo. En un primer momento, tiendo siempre a considerar que lo que escribí es mejor que lo que realmente es. Con el correr de los años, voy redimensionando el texto y observo que no está tan bueno como yo pensaba. Esos sentimientos exigen una cierta sedimentación, que solamente la vida nos aporta.