MICROGRAPHIA/ROBERT HOOKEDurante los cuatro años en que trabajó en la Escuela de Medicina de la Universidad Harvard, en Boston, Estados Unidos, y, posteriormente, como docente de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (USP) con sede Ribeirão Preto, Marcelo Damário Gomes hizo una inmersión en una línea de investigación que demostró que el núcleo celular y no sólo el citoplasma, la porción de la célula que envuelve el núcleo alberga compartimientos responsables de la destrucción de proteínas que no tuvieron éxito o que ya cumplieron su rol, antes de que lleven al organismo al caos. Con trabajos como éste, Gomes construyó una trayectoria personal que concilió la explotación de espacios científicos y existenciales, ora ínfimos, ora amplios, y le permitió contribuir tanto al refinamiento de la imagen del núcleo celular como al sueño de un viaje tripulado a Marte.
El empeño de éste y de otros grupos de investigación deshace la imagen más conocida del núcleo como el territorio exclusivo de los cromosomas, las largas estructuras de proteínas y de ADN, cuyas secuencias, los genes, regulan la producción de proteínas que forman los organismos. No está por allá solamente el nucleolo, una central de producción de uno de los tipos de la molécula de ARN que permite la producción de proteínas. Están también al menos otros diez compartimentos u organelas. Gomes descubrió uno de ellos, el fand. Presentado en febrero en Molecular Biology of the Cell, el fand, curiosamente, se limita por sí mismo, sin una membrana externa como la que separa el núcleo del citoplasma. En los fands se encuentran las proteínas llamadas ubiquitinas que, en conjunto con otras, deshacen las que no sirven más al organismo. Es una línea de desmontaje, compara Gomes, al explotar la senda abierta hace tres siglos por el naturalista, astrónomo y arquitecto inglés Robert Hooke, el primero en observar una célula bajo un rudimentario microscopio.
Nada está parado en el núcleo, asegura. Las proteínas que llegan o salen a todo momento controlan la división de los cromosomas, la cualidad y la recombinación de los genes y la formación de otras células en síntesis, la continuidad o el fin de los seres vivos. Seis años atrás, un equipo de la Universidad de Lisboa había identificado el primero de esos compartimentos del núcleo con proteínas que eliminan otras proteínas, llamado clastosoma y ocupado por proteínas específicas. Hasta entonces subestructuras similares habían sido encontradas solamente en el citoplasma, que envuelve el núcleo y otros compartimientos de la célula.
Conducido bajo la mirada, las recomendaciones y corazonadas de Alfred Lewis Goldberg, un bioquímico estadounidense que hace dos décadas descubrió uno de los mecanismos esenciales de destrucción selectiva de proteínas, el trabajo conjunto de Gomes y de dos médicos el estadounidense Stewart Harris Lecker y el inglés Thomas Jagoe resonó también en otros campos. En simultáneo a un grupo de una industria farmacéutica que llegó a los mismos resultados de modo independiente, ellos identificaron la enzima atrogina 1, que une las ubiquitinas a las proteínas del músculo, llevando a la pérdida de la masa muscular, común en algunos tipos de cáncer, enfermedades renales, diabetes y hasta cuando el brazo o la pierna permanecen enyesados durante semanas. En 2001, cuando este trabajo salió en una revista científica, Goldberg y su equipo ya habían ganado un premio de la Nasa, la agencia espacial estadounidense, por haber mostrado el origen de un problema cuya solución podría facilitar los anhelados vuelos tripulados para Marte, que toman 1 año para ir y otro para regresar. A causa de la ausencia de gravedad en el espacio, cuenta Gomes, un astronauta pierde un 5% de la masa muscular por semana.
Los estudios sobre esos mecanismos de degradación de proteínas se intensificaron especialmente después de 2004, cuando dos científicos de Israel y un de Estados Unidos compartieron el Premio Nobel de Química por haber evidenciado el papel de la ubiquitina en la destrucción selectiva de proteínas de plantas y de animales. Llamado proteasoma, ese mecanismo de limpieza sólo entra en acción al identificar proteínas que cargan por lo menos cuatro ubiquitinas encadenadas. Las ubiquitinas, así llamadas por ser ubicuas u omnipresentes, funcionan como etiquetas que marcan quien debe morir (una animación sobre ese mecanismo, intitulada Beso de la muerte, se encuentra en nobelprize.org/nobel_prizes/chemistry/laureates/2004/animation.html). Gomes ya había salido de Harvard cuando supo que Goldberg, uno de los fuertes candidatos al Nobel por haber ayudado a identificar la ubiquitina, no estaba entre los escogidos.
Ubiquitina y genes
Formadas en el citoplasma, las ubiquitinas se propagan y circulan todo el tiempo por todas las células dotadas de núcleo, como la mayoría de las que forman el cuerpo humano, con excepción de los hematíes, los glóbulos rojos de la sangre. Algunas ubiquitinas que atraviesan la membrana del núcleo se convierten en personajes claves de la limpieza del organismo al formar el fand. El proteasoma sólo reconoce las proteínas que ganaron una cadena de por lo menos cuatro ubiquitinas, dice Gomes. Pero las ubiquitinas no representan solamente el verdugo que lleva por la mano a los condenados a muerte a una especie de triturador. Son también esenciales en el control de los genes y de las propias células. Según Gomes, las proteínas conocidas como factores de transcripción suicida, que regulan la actividad de los genes, sólo funcionan después de ganar ubiquitinas. Ésta es una forma de asegurar que los factores de transcripción tendrán una vida corta y serán destruidos después de que cumplan su rol solamente una vez, dice él. Todo en el interior de la célula es extremamente regulado.
La interacción entre ubiquitina y proteasoma, el conjunto de proteínas que limpian el organismo de lo que no sirve más, explica un poco mejor el desarrollo de enfermedades causadas por la acumulación de proteínas malformadas. Es el caso, tal como recuerda Gomes, de la corea de Huntington, que se agrava en la medida en que se acumulan los residuos que el proteasoma no consigue reconocer ni deshacer. En un artículo de revisión publicado en febrero de este año en la Cellular & Molecular Biology Letters, Halina Ostrowska, bióloga de la Universidad de Bialystok, Polonia, muestra de qué manera ese mecanismo, por estar vinculado a la degradación de la mayoría de las proteínas intracelulares, incluyendo las que controlan la multiplicación y la muerte de las células, representa también un valioso blanco para nuevos medicamentos contra el cáncer y enfermedades inflamatorias. Parece una posibilidad real: en menos de 10 años el trabajo de Goldberg y de otros pioneros en esa área llevó al desarrollo de un compuesto conocido como Bortezomib, aprobado en 2005 para el uso contra mielomas múltiplos.
La historia personal de Gomes guarda semejanzas con sus objetos de estudio. Impulsado por el padre, descendiente de las primeras familias de españoles y portugueses que espantaron a los indios coronados, derrumbaron los bosques a hachazos e iniciaron la plantación de café en el noroeste paulista, Gomes dejó Penápolis, una ciudad que este año cumplirá cien años, al terminar la secundaria. Estudió en la localidad de Londrina, en Paraná, y después en la ciudad de São Paulo, pero no se aquietó. El sentido atávico de explorador ibérico lo llevó luego al más antiguo y uno de los más ambiciosos centros de investigación biomédica de Estados Unidos: la Escuela de Medicina de la Universidad Harvard, en Boston, una metrópolis de casi 5 millones de habitantes.
Laberintos ubicuos
Gomes volvió de Harvard en abril de 2003 al lado de la mujer, Munira Baqui, en ese entonces con tres meses de embarazo de Olivia, rumbo a otros espacios: se instalaron en Ribeirão Preto, interior paulista, él como profesor recién contratado, ella como posdoctora en la USP. Gomes, aún hoy en día es uno de los pocos en Brasil que estudia los mecanismos de funcionamiento de la ubiquitina, nuevamente no se aquietó ni rehusó a navegar en mares desconocidos. Poco a poco se rodeó de jóvenes investigadores como Adriana Oliveira Manfiolli, Sami Yokoo y Felipe Roberti Teixeira, que condujeron el trabajo que llevó a la identificación de los reservorios de proteínas conjugadas a la ubiquitina en el núcleo celular, y de otros con más experiencia como Eduardo Brandt de Oliveira, bioquímico que ayudó a planificar y a interpretar los experimentos, y Roy Edward Larson, al frente de dos microscopios confocales. Ellos saben que trabajan en un área de investigación sumamente competitiva, aún más después del Nobel de 2004, y laberíntica: conocemos no más de una docena de las 500 a mil enzimas que regulan la actividad de la ubiquitina.