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Genética

El rescate de los botocudos

Estudios realizados en villas de Minas Gerais y en las pampas de Río Grande do Sul revelan la existencias de descendientes de indios desaparecidos, como los aimorés y los charrúas

WALTER GARBER / ARCHIVO PÚBLICO ESPÍRITO SANTO Familia de botocudos: víctima del genocidio autorizado por el reyWALTER GARBER / ARCHIVO PÚBLICO ESPÍRITO SANTO

La genética brasileña, al buscar y seleccionar testimonios en la sangre de los brasileños de hoy, está contribuyendo a rastrear las consecuencias poblacionales de una injusticia antigua, consagrada en una carta magna de Don João VI el 13 de mayo de 1808, que no dejaba dudas sobre las intenciones de la Corona en cuanto al destino de los indios peyorativamente apodados botocudos, que en realidad serían bravos aymorés del nordeste de Minas Gerais: “[…] Dadas las graves quejas que, desde la Capitanía de Minas Geraes, han subido ante mi real presencia, sobre las invasiones que diariamente están practicando los indios Botocudos, antropófagos, en diversas y muy distantes partes de la misma Capitanía […] soy servido por estos y otros justos motivos que ahora hacen suspender los efectos de humanidad que con ellos había mandado a practicar, os ordeno, en primer lugar: Que desde este momento, en que recibís ésta, mi Carta Magna, debéis considerar como iniciada contra estos Indios antropófagos una guerra ofensiva, que continuaréis siempre, todos los años en las estaciones de secas, y que no tendrá fin”.

No es de sorprenderse, ante tanta prontitud para el genocidio, que hoy en día a los aymorés de Minas Gerais se los considere exterminados. Sus parientes sobrevivientes más cercanos – además de los pobladores de la localidad de Queixadinha, en el nordeste pobre de Minas Gerais, cuyo parentesco con los descuartizados sale ahora a la luz en el estudio de genéticos de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG) – son los krenaks, un contingente de cerca de 500 indios que siquiera quieren oír hablar de la extinción de los botocudos. “Una vez mencioné en una entrevista que los botocudos estaban extinguidos y los krenaks se mostraron muy irritados”, cuenta Sergio Danilo Pena, que encabezó la investigación. “Su identificación como descendientes de los botocudos, como ellos efectivamente son, es políticamente muy importante para ellos, principalmente en lo atinente a las tierras, y aprendí a respetarles eso.”

Precisamente, los aymorés, o guerenes, eran denominaciones dadas por los blancos en el período colonial, explica Pena. Cuando aún habitaban los valles de los ríos Jequitinhonha, Mucuri y Doce, área actualmente dividida por los estados de Bahía, Minas y Espírito Santo, estos indios se referían a si mismos por los nombres de sus tribus: engereckmoung, crakmun, nak-nanuk, peyaurum y djioporoca. Más allá de su presunta ferocidad, tenían en común el aprecio por los apliques de discos de madera – los botoques, palabra que originariamente designaba a los tapones de los toneles de vino – en el labio inferior o en los lóbulos de las orejas.

El rescate de los botocudos al cual Pena se dedica se deriva de uno de sus trabajos más conocidos, que constató que la población actual de Brasil, al menos en lo que se refiere a las ascendencias maternas, es una de las más  étnicamente cruzadas del mundo: 39% de contribución europea, 33% india y 28% africana. Ese trabajo, publicado en 2000 en el American Journal of Human Genetics, se basaba en el análisis del ADN de las mitocondrias (mtDNA), una estructura permanente envuelta en una membrana celular que se transmite solo de la madre a los hijos e hijas (cuyos patrones y mutaciones permiten reconstruir así las llamadas ascendencias maternas).

Al estudio de 2000 le siguió otro, publicado en 2003 en el Proceedings of the National Academy of Sciences. Pena demostraba en éste la total desvinculación entre la asignación de la raza con base a las características físicas, por un lado, y los marcadores genéticos de carácter ancestral africano, por el otro (en este caso se emplearon extractos de ADN nuclear autosómico, que no se involucran en la determinación del sexo). Dicho de otro modo, una persona identificada como negra no necesariamente tiene genes típicos de ancestros africanos, y tampoco la presencia de esos indicadores asegura la clasificación social como integrante de la raza negra. Dicho estudio dio que hablar, pues cobró estado público inmediatamente después de que el entonces candidato a presidente Luiz Inácio Lula da Silva afirmara en un debate televisivo que la ciencia tenía instrumentos para distinguir negros de blancos.

Uno de los grupos de muestras empleados en este trabajo provenía de Queixadinha, distrito de Caraí, una localidad de 20 mil habitantes ubicada en la misma región de los botocudos. Se trata de un poblado olvidado, con pocas centenas de habitantes y de difícil acceso por caminos de tierra. Pena vio en ese aislamiento la oportunidad de poner en práctica aquello que denomina búsqueda y selección homopátrica, es decir, la búsqueda de pistas genéticas de los botocudos entre los habitantes actuales de la misma área que ellos ocupaban.

Si existiesen vestigios de ADN botocudo en la población actual, es cierto que estarían en el mtADN – y no en los cromosomas Y, que pasan de generación a generación solamente entre los varones (y son por ello útiles para reconstituir ascendencias paternas). Al fin y al cabo, el patrón consagrado de genocidio y limpieza étnica implica exterminar a los hombres y absorber a las mujeres. En las genealogías masculinas brasileñas, la contribución es casi exclusivamente del colonizador europeo (el 98% del total): la investigación en el cromosoma Y de brasileños de hoy va a revelar sobre todo marcadores heredados de los señores portugueses, mientras que en el mtADN es posible encontrar la herencia genética de las mujeres indias y negras que los colonizadores tomaban para sí.

Se analizaron muestras de 274 personas sin parentesco materno de tres generaciones, divididas en tres grupos: 74 de Queixadinha, 100 de otras ciudades de los valles de Jequitinhonha, Mucuri y Doce, y 100 de ciudades de la zona de selva del estado de Minas Gerais, una región más al sur, donde no hay registro de aymorés, sólo de las etnias purí y coronado, también éstas desaparecidas. Participaron en ese trabajo Flávia Parra, también de la UFMG, que actualmente hace su posdoctorado en la Southwest Foundation for Biomedical Research, Estados Unidos, y Hans-Jürgen Bandelt, matemático alemán de la Universidad de Hamburgo, que comenzó a estudiar por hobby cuestiones estadísticas de análisis de ADN y se convirtió en asiduo colaborador de Pena y de otros expertos en genética.

Resultados inesperados
El análisis tomó como base la secuencia de extractos específicos de los alrededor de 16 mil nucleótidos que componen el mtADN, así como mutaciones características adquiridas por poblaciones amerindias después de la principal entrada de seres humanos en el Nuevo Mundo, provenientes de Asia, en algún momento (o más de uno) hace entre 12 mil y 18 mil años. El análisis del número y del tipo de diferencias encontradas permite aglomerar las muestras en grupos llamados haplotipos. Entre los indios de las Américas, los haplotipos más comunes se designan como A, B, C y D.

Pena, Flávia y Bandelt encontraron cosas intrigantes en Queixadinha. En primer lugar, la predominancia del haplotipo C, cuando el más común en el mtADN de origen amerindio de Minas Gerais son los haplotipos A y B. Al margen de ello, dos linajes encontrados en el poblado, uno en tres individuos y otro en cinco, nunca habían sido descritos en poblaciones actuales de indios de América. La alta frecuencia sugiere que esos linajes maternos serían características de los botocudos que habitaban la región.

El interés en la historia de los botocudos tiene un componente adicional. Relatos históricos y restos preservados en el Museo Nacional de Río de Janeiro) indican que esa etnia poseía la morfología craneana más similar a la de los esqueletos conocidos como hombres de Lagoa Santa, grupo del sitio de Minas Gerais que incluye los restos de Luzia, los más antiguos restos de un ser humano de toda América. Esa morfología, del tipo negroide, es distinta de la predominante entre amerindios de origen inequívocamente asiático, y es uno de los enigmas por solucionar sobre cómo se pobló América. “Con algo de suerte, esta estrategia podría llevarnos a algunas inferencias genéticas sobre el Hombre de Lagoa Santa, pero eso aún es altamente especulativo”, destaca Pena.

“Nuestro objetivo primordial era probar una estrategia del uso de las poblaciones modernas como un repositorio de secuencias mitocondriales de grupos conquistados y extinguidos”, afirma el experto en genética de la UFMG. “La primera etapa es el uso de poblaciones modernas con localización geográfica apropiada para identificar secuencias mitocondriales candidatas. La segunda etapa, que estamos llevando a cabo ahora, es de un intento de evaluación de los resultados de la primera.”

En otras palabras, los genetistas aún pretenden obtener una confirmación directa de que los linajes maternos identificados en Queixadinha son efectivamente fósiles de genes botocudos enterrados en las células de descendientes vivos. Para lograrlo, están preparando el análisis del ADN de dos decenas de dientes de botocudos cedidos por el Museo Nacional.

En las pampas gaúchas
“Se trata de un enfoque histórico muy interesante. Es lo mismo que estamos haciendo aquí en el sur, con los charrúas”, afirma Francisco Mauro Salzano, de la Universidad Federal de Río Grande del Sur (UFRGS), pionero en el estudio genético de poblaciones indígenas. Salzano se refiere al trabajo de su colaboradora Maria Cátira Bortolini, que coordina un mapeamento similar del mtADN en la pampa gaúcha, con la colaboración de Andrea Marrero.

La región fue escogida por Salzano y Maria Cátira debido a que es el origen del elemento étnico-cultural gaucho (ponchos y boleadoras, por ejemplo), que mucho debe a los pueblos indígenas extinguidos, como los minuanos y los charrúas. Estos pueblos, que hablaban dialectos comprensibles por unos y otros, componen aquello que Maria Cátira llama gran etnia charrúa. La investigadora cree que esta asimilación fue más que cultural, por haber encontrado su marca genética distintiva entre los sureños que hoy en día habitan esa pampa. Una vez más, en forma de haplotipos C del mtADN – muy raros entre los otros pueblos indígenas del Sur de Brasil, como los guaraníes, pero abundantes entre indios de la Patagonia y de la Tierra del Fuego, en el extremo sur del continente.

Maria Cátira, al igual Pena, también se aboca a la  búsqueda de una comprobación directa de que sus haplotipos C son testimonios genéticos de antiguos charrúas. Para ello cuenta con la ayuda de un sacerdote y arqueólogo, el padre Pedro Ignacio Schmitz, del Instituto Anchietano de Investigaciones de la Universidad Vale do Rio dos Sinos  (Unisinos), con sede en São  Leopoldo, Río Grande del Sur, de una especialista uruguaya en genética, Mónica Sans, de la Universidad Nacional de Montevideo, y de un jefe charrúa muerto hace más de un siglo y medio de inanición y depresión: Vaimacá Perú.

De Schmitz, Maria Cátira obtuvo partes de la mandíbula y del cráneo de un entierro arqueológicamente caracterizado como charrúa. Sin embargo, mayor expectativa está puesta en la colaboración con Mónica. La colega uruguaya obtuvo muestras de huesos de Perú después de que ellos fueron repatriados de Francia a Uruguay en 1998, pero antes de que se aprobara en el vecino país la legislación que prohíbe el estudio de los restos de Vaimacá Perú. “Es una historia extraordinaria”, dice ella sobre la vida de Perú, reconstituida en un libro del antropólogo francés Paul Rivet, Les derniers charruas (Los últimos charrúas).

El jefe Vaimacá Perú estaba preso en Montevideo en el año de 1832, luego de que su pueblo participara de varias escaramuzas regionales, una veces en el bando brasileño, otras en el bando uruguayo. Un ciudadano francés conocido solamente como Monsieur de Curel pidió autorización para llevar ejemplares charrúas para su exposición pública en Francia y recibió como regalo a Perú, al guerrero Tacuabé y a su mujer Guyunusa y al chamán Senaqué. Llevados en 1833 a París, no duraron mucho. La pareja tuvo una hija, Michaela, pero no se sabe qué se hizo de ella, ni de su padre. Los otros tres murieron en menos de un año de cautiverio y sus restos fueron mantenidos en el Museo de Historia Natural de París hasta el 1998, cuando las gestiones del gobierno uruguayo desembocaron su repatriación.

Según Maria Cátira, Monica ya había hecho el análisis del ADN y confirmado de forma preliminar los mismos haplotipos C similares a los de la pampa brasileña. Lo ideal, según la brasileña, sería que los resultados pudiesen replicarse en un laboratorio independiente fuera del Uruguay. Con todo, debido a las leyes que prohiben los estudios con los restos de Perú, esta parte del trabajo puede ser perjudicada. La genetista gaúcha,  lamenta este tipo de restricción a la investigación. “El mayor homenaje que se le podría hacer a Vaimacá Perú”, dice Maria Cátira, “es rescatar la memoria y la historia de su pueblo”.

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