“Con la muerte del Barón/ tuvimos dos carnaval/ Ay, que bueno, ay, que sabroso / Si muriera el Mariscal” (en el caso, el presidente, mariscal Hermes da Fonseca), decía una marchita de 1912. En aquel año, la muerte del Barón de Río Branco, en pleno Carnaval, hizo que las autoridades cancelasen la fiesta y la cambiasen para abril. Sin éxito, pues el pueblo, sin prestar mucha atención al fallecimiento del “padre de la diplomacia brasileña”, aprovechó y se divirtió en los dos meses. A pesar de su notoria importancia, las relaciones exteriores nacionales, con raras excepciones, no viven la imaginación popular. Curiosamente, en los últimos años y, en especial, en esta última elección, el tema pasó a ser debatido con entusiasmo, poniendo a la “Casa de Río Branco”, el Itamaraty, de vuelta en la escena. Pero la pasión de las discusiones no siempre tiene en cuenta la realidad de la diplomacia, muchas veces confundida con la política interna de un gobierno y es juzgada de la misma manera.
“La política exterior no se sitúa, necesariamente, en el dominio de la racionalidad de la historia y no agota su explicación en la dicotomía de causas y efectos. Muchas veces, la política que el Estado establece externamente tiene como finalidad romper estructuras internas y superarlas”, evalúa Amado Luiz Cervo, profesor de relaciones internacionales de la Universidad de Brasilia (UnB), editor de la Revista Brasileira de Política Internacional (RBPI) y autor de Historia de la política exterior de Brasil. Según él, la diplomacia brasileña se movió en cuatro paradigmas: el liberal-conservador, que se extiende desde la Independencia hasta 1930; el de desarrollo, entre 1930 y 1989; el neoliberal o el Estado normal, característico de las experiencias latinoamericanas de la década de 1990; y, más recientemente, el logístico. “Los mismos componentes que caracterizan un determinado paradigma levan a la comprensión de su declive, mutación o sustitución.” Al mismo tiempo, el presente del país se explica en mucho por su pasado diplomático. El éxito del liberalismo conservador, que preconizaba que Brasil se mantuviese como sociedad primaria, agro-exportadora, renunciando de la modernización capitalista con el mercado de manufacturados, iniciado con el proceso de reconocimiento de la Independencia (y condición impuesta por Inglaterra para que ello ocurriese), continuó teniendo vigor, después de un tímido debate, durante el Segundo Reinado. “Ningún país de las Américas cedió tanto cuanto Brasil, como ninguno fue tan firme en ceder nada como los Estados Unidos”, observa Amado Cervo.
Ese proceso, para él, mantuvo al país en la “infancia social”, una sociedad que renunció a la modernización por la expansión de la actividad industrial, un error mantenido y profundizado con la República, que confundía los intereses de la elite dirigente, vinculada al sector exportador de café, con la política externa nacional. De ahí la aproximación con los Estados Unidos, nuestro gran mercado consumidor y nuestro “gran hermano”, iniciada en el Imperio, pero concretizada en el período republicano. Curiosamente, los grandes articuladores de esa unión serían dos monárquicos furibundos que se mantuvieron en el poder, a pesar del cambio de régimen: Río Branco y Joaquim Nabuco (nuestro primer embajador en Washington). Nutriendo un profundo desprecio por los “hermanos hispánicos”, el barón y el abolicionista percibieron, con agudo realismo, la emergencia de los EE.UU. como polo de poder. “Río Branco recelaba la agresividad europea e hizo que él valorizase el carácter defensivo de la Doctrina Monroe y la entendiese como aplicable a las cuestiones de limites entre las naciones latinoamericanas y las potencias europeas, que tenían colonias en el continente”, evalúa Clodoaldo Bueno, profesor de historia de la Universidad de São Paulo (USP).
Río Branco veía con ojos optimistas el ideal de la “América para los americanos”, aunque aumentado con el apéndice de la política del big stick, de Theodore Roosevelt, y, no creyendo en la posibilidad de establecerse un bloque de cooperación con los países hispanos (aunque hubiera ensayado el llamado ABC, que reunía a Argentina, Brasil y Chile), llevó a nuestra política exterior a los brazos fuertes y protectores de la América, sin disculpas o miedos. Admirador del “gran hermano”, Río Branco quería que Brasil tuviese en América del Sur, el mismo papel preponderante, dominador e intervencionista (“en el caso de problemas con los pequeños vecinos, inestables y caóticos”), foco de “civilización en medio de la barbarie”. Para el barón, el diplomático y el soldado eran “socios” y la visión de la política internacional brasileña sería un sinónimo, por décadas, de un supuesto “prestigio internacional”. Murió decepcionado con el aliado yanqui. La modernidad surgía en el país. Y, con ella, el deseo popular y de las elites de romper el ciclo agro-exportador, que sería sustituido, con la Revolución del 30, por el nacionalismo de desarrollo. Fue con Vargas que el país aprendió a usar la política externa como apoyo al crecimiento económico interno, un instrumento estratégico para conseguir la industrialización necesaria. Al mismo tiempo, y cada vez más, la diplomacia pasa a ser un componente de la formación de la nacionalidad. “Brasil es uno de los pocos países de la historia que debe su origen a un acto de la diplomacia pura, el Tratado de Tordesillas”, recuerda el diplomático Sérgio Danese, autor de la Diplomacia presidencial. “La diplomacia es una actividad del Estado por excelencia. Su desarrollo no ayuda apenas a garantizar y promover los intereses externos, sino a fortalecer el aparato del Estado dentro del propio país. De ahí el nuevo papel de la política exterior, que pasó a asumir la condición de instrumento de desarrollo nacional.” Los dos grandes protagonistas de esta virada fueron Oswaldo Aranha y João Neves da Fontoura, los cancilleres de Vargas en sus dos mandatos.
En ambos casos prevalece el espíritu americanista de Río Branco, ahora revestido con un carácter más pragmático, en que hay espacio para el uso de la política de buena vecindad como cambalache para la entrada de insumos y tecnología, necesarios para hacer la industrialización. Aún así, en su segunda Presidencia, Vargas ensayará una fracasada tentativa de multilateralismo y hará ataques “antiimperialistas” a los EE.UU. El problema es que, en la posguerra, era difícil hallar aliados con Europa y Japón aún recuperándose. Pero el pequeño dictador dará sus aguijonadas: “El imperialismo es la falta de inversiones de los países ricos en los pobres, impidiendo el desarrollo”, dirá en un discurso de 1953, en contra posición del concepto leninista de imperialismo y mostrando que el nacionalismo no era hostil al capital extranjero, sino la falta de él. “La tentativa precoz de promover una diplomacia no linealmente subordinada a Washington se apoyaba en factores objetivos, y no apenas en la voluntad política de un líder populista. El nacionalismo desempeñó un papel fundamental como factor de movilización y cohesión política interna, necesaria para la estabilidad del proyecto de desarrollo. Eso marcó una nueva fase en las relaciones externas nacionales, cuya madurez se dio con la política externa independiente (PEI)”, analiza el historiador de la Universidad Federal de Río Grande do Sul (UFRGS), Paulo Fagundes Vizentini.
El investigador observa que a PEI es una prueba -de que no existe una relación lineal entre política externa e interna-, pues fue implementada por el gobierno Jânio Cuadros, teniendo como canciller al udenista Afonso Arinos.
La nueva diplomacia defendía exportaciones para todos los países, inclusive los socialistas, defendía el principio de la autodeterminación de los pueblos y apoyaba la descolonización. La osadía en el gobierno JQ se limitó al discurso, pero en el gobierno Goulart, con San Tiago Dantas como ministro de las Relaciones Exteriores, la PEI salió del papel: fueron re-establecidas las relaciones diplomáticas con la URSS y se hizo una rígida defensa de la no intervención americana en Cuba. Por la primera vez, desde Río Blanco, se colocaba una alternativa al americanismo. La alianza con los EE.UU. no es la única salida y otras posibles alianzas deben ser pautadas más por imperativos de interés nacional y menos por alineamientos político-estratégicos apriorísticos. Entra en la agenda externa brasileña el multilateralismo y, apoyado en el pensamiento de la Cepal, se prepara el discurso de la construcción de una identidad económica entre los países latinoamericanos, unificándolos en sus especificidades nacionales y diferenciándolos de los países desarrollados.
Autonomía – Lo que antes alejaba a Brasil de los vecinos ahora reúne a los países subdesarrollados, que pasaron a articularse para imponer su visión de la coyuntura nacional, a apoyarse unos a los otros y promover la bipolaridad, la llamada “convivencia competitiva”. Dantas ya vislumbraba un mercado común entre Brasil y Argentina como núcleo de un futuro mercado regional, al cual se sumarían los demás países latinoamericanos. El Mercosur no es invención reciente. El sucesor de Dantas, Araújo Castro, irá a profesionalizar al Itamaraty, lo que, teóricamente, traería una relativa autonomía de la política externa de las variaciones internas. Con su discurso de los “tres des” (desarrollo, descolonización y des-armamento), hecho en la Asamblea General de la ONU, Castro consiguió, apunta Vizentini, despolitizar la PEI, concentrándose en los asuntos económicos. Esa burocratización tendrá un carácter paradójicamente positivo. La de Río Blanco servirá, más tarde, como “último baluarte” de defensa de los intereses nacionales, reuniendo un grupo de diplomáticos críticos al encampamento extremado del neoliberalismo en la década de 1990. En el momento histórico del fin del gobierno Jango y del golpe militar, esa jerarquización de la institución será un buen escudo contra la influencia de los militares, que veían los diplomáticos con el respeto de los “socios”, como en los tiempos de Río Branco.
Lo paradójico se invierte en lo positivo: durante el régimen militar, a pesar del ensayo ideológico del gobierno Castello Branco (que asumía el discurso de la Escuela Superior de Guerra, de la Seguridad Nacional, y entraba con gusto en el espíritu de la Guerra Fría), “en el régimen militar sobrevivió la noción del proyecto nacional de desarrollo y de la búsqueda de la autonomía internacional”, en las palabras de Vizentini. Si la PEI fue de plano, rechazada en nombre del “servilismo” a los EE.UU. y a una política de “sub-imperialismo” brasileño sobre los vecinos, poco a poco al Itamaraty, con cierta dosis de libertad, adoptará una política externa bien semejante a la de Dantas. Surge la diplomacia de la prosperidad, del canciller Magalhães Pinto, que definía Brasil como nación del Tercero Mundo, y no del Occidente, quebrando la dualidad entre “el mundo libre” y la “cortina de hierro”, preconizada por Washington. “Mientras que el discurso diplomático producía una gran fricción con los EE.UU., Brasil buscaba retomar la cooperación tecnológico-nuclear con otros países, así como profundizar las relaciones comerciales con los países socialistas”, recuerda Vizentini. Y al interregno del “Brasil potencia”, de Médici, le siguió el pragmatismo responsable y ecuménico del gobierno Geisel, con el restablecimiento de las relaciones con China y el acuerdo nuclear con Alemania. La Casa Blanca se encolerizó.
“El pragmatismo despertó la encarnada oposición de los EE.UU, así como de segmentos conservadores de la política brasileña”, analiza Vizentini. Pero una disculpa. “El tercermundismo solamente tenía de ideológica la crítica que le hacía la tradicional opinión conservadora nacional. De hecho, era operacional, porque el Norte creaba barreras a la entrada de manufacturados brasileños, abría los mercados del Sur a esos manufacturados y favorecía nuestra capacidad de negociación diplomática en los foros multilaterales y en las iniciativas bilaterales”, apunta Amado Cervo. La Nueva República de Sarney, con Olavo Setúbal como canciller, colocó a prueba al Itamaraty. “La visión era de que Brasil debería maximizar sus oportunidades individuales, en cooperación con Washington, para llegar al Primer Mundo y el énfasis fue del alejamiento del Tercer Mundo. El Itamaraty reaccionó a esa nueva orientación que se asemejaba a la diplomacia de Castello Branco?, cuenta el investigador de la UFRGS. El desarrollo de tonos nacionalistas, aunque en nueva paleta, tenía en la “Casa de Río Branco” una línea de defensa.
Estado normal – En 1989 cae el Muro de Berlín. En 1990 Fernando Collor toma posesión. En 1991 desaparece la URSS. La política externa no salió ilesa. “Objetivamente, la fidelidad al Occidente, que podría, en el contexto de la Guerra Fría, ser explicada como la necesaria opción política por uno de los dos centros del poder, pierde su justificación. En tesis, la nueva situación daba la oportunidad de una nueva autonomía en la conducción de nuestra política externa, peo el pensamiento dominante nacional tendía a llevar al país al alineamiento con la potencia hegemónica”, escribe el embajador Luiz Souto Maior en Desafíos de una política exterior afirmativa. “Internamente, el papel hasta entonces ejercido por el Estado en la promoción del desarrollo pasa a ser cuestionado. La política exterior perdió sus puntos de referencia sin que surgiese algo que los sustituyese.” En ese contexto de globalización y neoliberalismo, la política externa brasileña pasa a adoptar, en un grano de sal, lo que los argentinos bautizaron como Estado normal. “Ser normal era sujetarse a los patrones de inserción económica internacional del llamado Consenso de Washington. La transición del Estado de desarrollo a lo normal significó, en los años 1990, la adopción de un proceso de modernización concebido por el centro en sustitución a la formulación cepalina de la inteligencia local”, anota Amado Cervo, para quien el paradigma de 60 años se tornara, para algunos, un sinónimo de atraso e inadecuación.
Vizentini recuerda que, en el gobierno de Collor, el Itamaraty comenzó a ser despojado de muchas de sus atribuciones, pues era foco de resistencia al proyecto gubernamental de apertura comercial unilateral sin reciprocidad de los aliados externos. “La noción de soberanía también fue dejada de lado, en nombre de la adhesión a la globalización, acepta como inevitable y deseable.” Las altas tasas de intereses americanas durante el gobierno de Reagan elevaron en mucho el endeudamiento latinoamericano en los años 1980, convirtiendo los países de la región en, palabras de Amado Cervo, “grandes limosneros internacionales”. Junto con a la inflación galopante, todo parecía darle la razón a la adopción entusiasmada de la entrada de Brasil en la globalización. El gobierno de Itamar Franco pisaría en el freno, pero esa nueva realidad iría a segmentarse en el gobierno de Cardoso. “El comercio exterior, antes instrumento de aceleración de la actividad interna, se volvió simple variable dependiente de la estabilidad de precios, requerida por la ilusión de que por si sólo provocaría un intenso flujo de capitales internos para el país”, cree el profesor de la UnB. Aún, según él, hay que tener en consideración que el choque de apertura habría despertado a los empresario del sector público y privado a que fueran forzados a modernizar sus plantas y métodos.
Multilateralismo – Las prerrogativas de negociación comercial internacionales del Itamaraty pasan a ser dirigidas en los ministerios de Economía y de Planificación. Se establece lo que quedó conocido como la “diplomacia presidencial”, o sea, el propio Cardoso pasa a ser fuerza motriz de las relaciones externas, encaradas de “forma realista”. “El gobierno de Cardoso se caracterizó por un multilateralismo moderado, pero evidenció una aceptación tácita del principio de los ‘más iguales’, esto es, la existencia de grandes potencias y su papel en el sistema internacional”, evalúa el científico social y diplomático Paulo Roberto de Almeida, actualmente asesor especial en el Núcleo de Asuntos Estratégicos de la Presidencia de la República, autor de un bien fundamentado estudio comparativo entre las políticas internacionales de Cardoso y las actuales del presidente Lula, a quien él ve como un jugador más “interesado en un fuerte multilateralismo, defendiendo la soberanía y la igualdad de todos los países con mayor énfasis retórica que la administración anterior”. Así, para Almeida, si Cardoso se dedicó al diálogo, pero no a una real coordinación con los países del Sur, eso es una prioridad para Lula, evidenciada por el G-3, con Sudáfrica y la India.
En cuanto a la globalización, inicialmente vista como un nuevo Renacimiento para Cardoso, es preciso resaltar que, en su segundo mandato, descontento con los resultados de la adhesión al neoliberalismo internacional, el ex-presidente pasó a adoptar una visión de “globalización asimétrica”, de bies más crítico y cauteloso. Para Cardoso, la asunción de cualquier papel de Brasil como líder tendría que ser el resultado de la gradual supremacía del país y en principio sería limitado a la región. Para Lula, el espectro sería mayor y su política externa no coloca limitaciones estructurales a una pretensión de liderazgo de Brasil entre las potencias. El presidente también tiene un aprecio especial por el proyecto del Mercosur (1991), una de las prioridades diplomáticas brasileñas desde el gobierno Sarney. Para Cardoso, era una base posible para la integración con el mundo. Para Lula, continúa Almeida, sería una fortaleza defensiva contra las embestidas del imperio, en especial una alternativa al Alca, propuesta que no recibía el entusiasmo de la administración Cardoso y que es abominada por la actual Presidencia, que pasó a cambalachar de forma aún más intensa la participación brasileña en esa área del comercio.
“Conformismo y voluntarismo talvez sean expresiones muy fuertes, y ciertamente maniqueístas, pero ellas traducen una postura de ‘aceptar el mundo como él es’, en el caso de Cardoso, y otra de ‘cambiar el mundo’, como preconizado por Lula. Cardoso estimulaba la integración de Brasil al mundo globalizado, mientras que el presidente, aunque no haga objeciones a eso, quiere que todo suceda con plena preservación de la soberanía nacional”, completa el diplomático, que anota además que Cardoso optó por la diplomacia tradicional, viendo la política externa como teniendo un papel accesorio en el proceso de desarrollo, al contrario de Lula, que la ve como teniendo un papel sustantivo en la conformación de un proyecto nacional. “Todo está más en la línea de la continuidad de que de la ruptura”, evalúa Almeida. Aun así, algunos críticos de la diplomacia del gobierno Lula evalúan que su política exterior no estaría preparada para lidiar con los desafíos de un orden internacional en transición, fruto de los atentados del 11 de septiembre que llevaron a los EE.UU. a adoptar una radicalización unilateral. Hay también quien crea que son exagerados los esfuerzos del gobierno para conseguir un asiento en el Consejo de Seguridad de la ONU y vea matices ideológicos en la relación de Brasil con países como Venezuela y, en especial, en línea con Bolivia.
“No fue el actual gobierno que adoptó una política de subordinación energética a países de una región inestable y de la cual no tenían conocimiento. Pero hay que reconocer que hubo un plebiscito en Bolivia y 90% de la población fue favorable al proceso de nacionalización. No concordamos con la pirotecnia del proceso hecho por el gobierno boliviano, pero la acción corresponde al interés nacional de ellos”, explica Marco Aurélio Garcia, ex asesor de asuntos internacionales de la Presidencia de la República. “Nuestra política externa no se sujeta a criterios ideológicos, como se puede verificar por nuestra inserción en el G-20, que reúne a los países más diferentes. Estamos por la inserción global, pero con salvaguardas. Para usar la expresión del canciller Celso Amorim, -la diplomacia activa, sin embargo altiva”.? ¿Aún es temprano para evaluar resultados?
“El presidente Lula, sus colaboradores en el Itamaraty y su asesoría en el Planalto anunciaron, desde el primer momento, algo radicalmente diferente: el entusiasmado inicio de una nueva era. Proclamaron el marco cero de la diplomacia brasileña”, escribió el ex-canciller Celso Lafer en un artículo reciente. “Pero en la conducción de una política externa es preciso evitar dos riesgos opuestos: subestimar lo que un país representa para los otros y subestimar su peso, pues eso desagua en la inconsecuencia y, a veces, en la insensatez.” Para Lafer, el manejo diplomático del gobierno Lula no produjo, -para recurrir a otra expresión del ministro Amorim, “eventos sísmicos”. ” Lo importante es que la política exterior hoy es motivo de discusiones, y no de marchitas de Carnaval.
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