Léo Ramos Chaves / Revista Pesquisa FAPESPA sus 108 años y con casi nueve décadas de carrera, el primatólogo y veterinario carioca Milton Thiago de Mello ostenta al menos tres “rótulos”, como él mismo acostumbra decir cuando se autodefine. El primero es el de especialista en brucelosis, una zoonosis del ganado bovino de la que se convirtió en experto y ha contribuido a combatir, tanto en Brasil como en el resto de América Latina. El segundo es el título de primer productor de penicilina en Brasil, en un experimento realizado en el sótano del por entonces Instituto Oswaldo Cruz [IOC] de Río de Janeiro, durante la Segunda Guerra Mundial. El último es el de primatólogo, en cuyo carácter aportó a la formación de líderes en este campo en Brasil mediante la creación de carreras de especialización a partir de los años 1970, con actividades en plena selva en distintos biomas brasileños; su última participación en una expedición a la Amazonia fue cuando tenía 91 años.
Su trayectoria combinó la investigación científica y la rutina como militar. Ingresó en el Ejército a los 16 años, y en 1937 se graduó en la Escuela de Veterinaria de la fuerza, en Río de Janeiro. Tras prestar servicio como veterinario militar en cuarteles de Rio Grande do Sul y Río de Janeiro, en 1969 pasó a retiro con el grado de coronel. En simultáneo, trabajó en instituciones como el Instituto Oswaldo Cruz, la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ) y la Universidad de Brasilia (UnB), en donde creó un centro de primatología que se convirtió en una referencia en Brasil.
En el exterior, trabajó esporádicamente como investigador en la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.), y como consultor de organizaciones internacionales en países como El Salvador y República Dominicana, donde estuvo viviendo varios años. Fue en El Salvador donde conoció a la psiquiatra Angela, de 90 años, con quien está casado hace 60 años y han tenido tres hijos. Y cuenta con reconocimiento internacional: en 2013, Milton Thiago de Mello recibió la más alta distinción de la medicina veterinaria mundial, el Premio John Gamgee, que le fue concedido en el marco del 31º Congreso Mundial de Veterinaria, celebrado en la República Checa.
Poseedor de una memoria aguda y un decir filoso, recibió a Pesquisa FAPESP en su casa, a orillas del lago Paranoá, en Brasilia, en un encuentro que se extendió por más de dos horas y generó la siguiente entrevista.
Especialidad
Veterinaria y primatología
Institución
Universidad de Brasilia (UnB)
Estudios
Graduado en la Escuela de Veterinaria del Ejército (1937), doctorado en microbiología en la Escuela Nacional de Veterinaria (1946)
Su trayectoria profesional conjugó la investigación en medicina veterinaria con una carrera militar. ¿Cómo coexistieron estas dos carreras?
Fue extremadamente sencillo. En 1933, con 16 años, no tenía dónde caerme muerto y me alisté en el Ejército, en el cuartel de Praia Vermelha, en Río de Janeiro. La primera escuela de veterinaria de Brasil fue creada por el Ejército en 1910, para combatir una enfermedad, una zoonosis llamada muermo, causada por una bacteria que mataba a muchos caballos y se transmitía a las personas. Me convertí en alumno de esta escuela. Pasé cuatro años como estudiante en la Escuela de Veterinaria del Ejército, creada por militares entrenados en el Instituto Pasteur de París. Los laboratorios eran formidables y los docentes eran oficiales del Ejército formados por los franceses. Ellos me consideraban un buen alumno, pero como era irreverente, cada tanto quedaba preso en el cuartel del Regimiento de Caballería, cerca de la Quinta da Boa Vista. Cuando concluí la carrera, el Ejército me envió a Rio Grande do Sul. Y allí fui, en 1937, como joven teniente, rumbo a Santa Maria, que en aquel entonces era conocida como Santa Maria da Boca do Monte.
¿Allí pudo dedicarse a la investigación?
No, pero luego me convocaron para que organizara un laboratorio del Ejército en Porto Alegre para colaborar con el tratamiento de los caballos. Allí entonces sí, realicé mi primera investigación, sobre las helmintiasis de los caballos en Rio Grande do Sul. Pero pronto me enviaron de regreso a Santa Maria. El entonces coronel Álcio Souto [1896-1948], asumió el mando del cuartel y ordenó el regreso de todos quienes se encontraban a disposición en otros organismos. El regimiento disponía de algo más de mil caballos que tiraban de los cañones heredados de la Primera Guerra Mundial y habían sido descuidados durante el tiempo que estuve en Porto Alegre. Yo pude enderezar de nuevo a la caballería y me gané el respeto del comandante. Después me enviaron al interior, a un cuartel en Cachoeira do Sul. También me llevé muy bien con el comandante, un coronel que le escribía los discursos a Eurico Gaspar Dutra [1883-1974], entonces ministro de Guerra y más tarde presidente de la República. Era un gran intelectual, autor de varios libros, un gran hombre. Su nombre era José de Lima Figueiredo [1902-1956]. Cuando dejó el mando del cuartel me preguntó: “¿Adónde te gustaría ir?”. Le respondí: “A Río de Janeiro”. Quería casarme. Elegí ir al Instituto de Biología del Ejército, pero no me sentí cómodo allí. Entonces pedí permiso para hacer un curso avanzado en el IOC.
¿Y entonces se asentó como investigador en el Instituto Oswaldo Cruz?
Hice el curso y, al final, gané la misma medalla de oro que les habían concedido a mis profesores de la Escuela de Veterinaria del Ejército. Pensé en solicitar la baja del Ejército, pero la vida militar me agradaba y decidí continuar. Seguí en el Ejército y, al mismo tiempo, en lo que hoyen día es la Fiocruz, sin ganar ni un céntimo más.
El tiempo ha pasado, mis colegas han muerto y yo soy el único que ha sobrevivido con el rótulo del tipo que fabricó la penicilina en Brasil por primera vez
¿Con qué tipo de enfermedad trabajó?
Cuando llegué, uno de los profesores, Genésio Pacheco, estaba estudiando una enfermedad bovina muy grave, la brucelosis, y me invitó a trabajar con él. Esta enfermedad bacteriana mataba a muchas vacas, era un obstáculo para la cría de ganado vacuno en Brasil. Escribimos un libro que se convirtió en una referencia sobre la afección. Publiqué muchos artículos y, a principios de los años 2000, vi como el Ministerio de Agricultura incorporaba al Programa Nacional de Lucha contra la Brucelosis y la Tuberculosis Bovina sugerencias que yo había hecho 40 años antes, tales como la vacunación de terneros, la educación de granjeros y técnicos al respecto de la enfermedad, estudios sobre la brucelosis en muestras representativas del ganado y la creación de leyes especiales sobre el tema. Ya me había jubilado de la universidad cuando el ministerio adoptó todo aquello, a veces utilizando las mismas palabras.
Usted fue uno de los responsables de la primera producción de penicilina fuera de Estados Unidos e Inglaterra. ¿Qué importancia tuvo ese experimento?
He ostentado varios rótulos que marcaron mi carrera: el de la brucelosis, el de la penicilina, el de los monos. Cuando me incorporé al IOC, me dediqué a estudiar los hongos que causaban enfermedades en el Laboratorio de Micología. En 1928, Alexander Fleming [1881-1955], hasta entonces un microbiólogo escocés poco conocido, observó que había un hongo que impedía el crecimiento de los estafilococos y publicó sus hallazgos. Años después estalló la Segunda Guerra Mundial y, con ella, el reto de tratar a los soldados heridos que desarrollaban infecciones. En Inglaterra, dos supecientíficos, Howard Florey [1898-1968] y Ernst Chain [1906-1979], decidieron aprovechar eso y crear un líquido que mataba a los microbios. Llamaron penicilina a este líquido, porque se elaboraba a partir de un hongo denominado Penicillium. Para ese entonces, en 1944, yo estaba trabajando en el laboratorio, ya era un científico conocido y sugerí: “¿Por qué no hacemos lo mismo que han hecho Florey y Chain?”. En 1945, junto con dos colegas médicos recién recibidos, Amadeu Cury [1917-2008] y Masao Goto [1919-1986], empezamos a producir penicilina en el sótano del instituto. Poníamos el antibiótico en unos bidones grandes. Con este líquido en bruto, los médicos del IOC salvaron a muchas personas que habían contraído una enfermedad llamada pian o buba, que afecta la boca. Pensamos que aquello no era importante, ni siquiera nos tomamos el trabajo de publicarlo. Pasó el tiempo, mis colegas fallecieron y yo sobreviví con el rótulo de haber sido la primera persona que elaboró penicilina en Brasil.
¿Cuántas personas pudieron salvarse? ¿La utilizaron para tratar otras enfermedades además del pian?
No para salvar gente, pero sí para curar la enfermedad. La buba causaba deformidades, pero no era mortal. La provocaba un microbio parecido al que causa la sífilis. Pero hubo médicos de Río de Janeiro que curaron a sifilíticos utilizando esa penicilina bruta. Poco después, la industria farmacéutica se hizo cargo de la producción del antibiótico.
Durante su estadía en el Instituto Oswaldo Cruz, ¿cuáles fueron sus principales contribuciones?
El trabajo con la brucelosis se extendió por más de 20 años. Esta fue sin duda mi contribución principal. Empecé a trabajar con un gran hombre que, por desgracia, murió joven. Se llamaba Paulo de Góes [1913-1982], era microbiólogo, médico y docente en la Universidad de Brasil, la actual Universidad Federal de Río de Janeiro [UFRJ]. Decidimos crear un Instituto de Microbiología en la UFRJ, que lleva su nombre. Fue un amigo fraterno. Junto a él, Carlos Chagas Filho [1910-2000] y Amadeu Cury, creamos un programa de posgrado similar al que existía en el IOC.
En Berkeley, existía una puja entre los microbiólogos clásicos y los más jóvenes, que fundaron la biología molecular
¿Fue por entonces cuando se fue a trabajar al exterior por primera vez?
Estaba tranquilo investigando en el IOC, cuando un amigo me preguntó qué pensaba sobre obtener una beca de la fundación Guggenheim. Le respondí que no creía ser capaz y me reprendió: “¿Así que te eligen para recibir esta beca en Estados Unidos y tú dices que no das la talla?”. Quedé sorprendido, no sabía que me habían nominado y, por supuesto, acepté. Me separé de mi primera esposa y me fui a seguir estudiando la brucelosis, en este caso las infecciones causadas por bacterias del género Brucella por vía aérea en el mejor laboratorio del mundo que estaba trabajando con este tema, en el Departamento de Bacteriología de la Universidad de California en Berkeley (EE. UU.). La beca no era gran cosa, pero bastaba para mantenerme. En el laboratorio había una pugna entre los microbiólogos clásicos, entre quienes me contaba, y los microbiólogos más jóvenes que fundaron la biología molecular. Solo en el edificio en donde trabajábamos había cinco premios Nobel. A esas alturas yo ya era coronel del Ejército. Cuando se acabó el período de un año y medio de la beca, ellos me propusieron pedir el retiro del Ejército y quedarme allá, pero no acepté y regresé a Brasil.
¿Después de eso se fue a El Salvador? ¿Qué fue a hacer allí?
La Organización Panamericana de la Salud, la OPS, me invitó a visitar laboratorios en Estados Unidos y México para ver cuáles podrían aceptar becarios de la institución. Y me fui a dictar conferencias. Un amigo, Alfonso Trejos, estaba trabajando como profesor visitante en El Salvador y me preguntó: “¿Te gustaría venir a dar un curso de tres meses acá?”. Me quedé tres años. Allí conocí a mi esposa, Angela, que era una investigadora médica. Nos casamos. En El Salvador nació mi hijo, Milton José, quien actualmente es coronel del Ejército brasileño.
¿Cómo era El Salvador en aquel entonces?
Es el país más pequeño de América, pero tenía algunas personalidades excepcionales. Me impresionó una médica que hace poco cumplió 100 años y le erigieron una estatua en una plaza pública: María Isabel Rodríguez, directora de la OPS y de la Escuela de Medicina, donde mi esposa era investigadora y yo llegué a ser docente.

Archivo personal Milton Thiago de Mello en un viaje a Roma con su esposa, Angela, con quien lleva casado seis décadasArchivo personal
En esa época dejó el IOC. ¿Por qué?
Los militares estaban en el poder y habían designado para dirigir el instituto a un personaje infaustamente recordado, llamado Francisco de Paula Rocha Lagoa [1919-2013], quien más tarde se convertiría en ministro de Salud. En el instituto había una polarización entre los investigadores de izquierda, que eran excepcionales, y los de derecha, igualmente excepcionales. Yo me llevaba bien con los dos grupos porque era neutral. Pero a De Paula Rocha Lagoa se le metió en la cabeza que yo era del grupo de izquierda y no me permitió continuar con la investigación que había llevado a cabo en Berkeley. Él acabó marchándose, pero yo ya no quise seguir allí y regresé al Instituto de Microbiología en la UFRJ. Cuando volví de El Salvador, me reincorporé a mi puesto en el Ejército, como catedrático del Colegio Militar de Río de Janeiro. Me quedé hasta que pasé a retiro, en 1969, cuando me contrataron de las Naciones Unidas para una misión en República Dominicana. Pasé allí cinco años.
Se quedó viviendo en República Dominicana entre 1969 y 1974. ¿En qué consistía su trabajo?
Mi misión era en el Pnud [el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo] y en la FAO [la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura], como perito en microbiología en un proyecto en la Escuela de Veterinaria de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. La mayoría de la gente de la universidad era de izquierda y existía una gran animadversión hacia Estados Unidos. Años antes había sido derrocado el régimen de derecha del dictador Rafael Trujillo [1891-1961], quien fue asesinado. Supe que no querían dejarme entrar a la universidad porque era coronel del Ejército aquí en Brasil, pero alguien de las Naciones Unidas dijo que si yo me iba no enviarían a otro. Arribé al aeropuerto en un DC-3. El país vivía de la agricultura y la ganadería y el ganado era asolado por tres enfermedades. El ministro de Agricultura, un joven muy inteligente, me pidió: “Doctor De Mello, ¿no quiere ayudarnos?”. Y acabé haciéndolo.
¿Cuáles eran las enfermedades?
La primera era la brucelosis. La segunda, la peste porcina, y la tercera era una enfermedad de los pollos. Yo sabía de las tres. Pasé allí cinco años y me fui en buenos términos con izquierdistas y derechistas.
¿Cuándo se fue de allí vino a la Universidad de Brasilia?
El rector de la UnB en ese entonces era Amadeu Cury, un amigo mío brillante que había elaborado la penicilina conmigo en el IOC. Él era un civil y el vicerrector, José Carlos de Almeida Azevedo [1932-2010], un capitán de mar y guerra que desempeñó un rol destacado en la consolidación de la UnB, de la cual más adelante se convirtió en rector. Me encontraba en República Dominicana y ellos dos, Azevedo y Cury, me enviaron un pasaje y me invitaron a ayudar a organizar la universidad en materia de investigación. Eso fue en 1974. Volví a Brasil con mi mujer y mis tres hijos para ser el decano de investigación y de posgrado. Me asignaron un apartamento de lujo en un edificio que había sido construido para embajadores.
¿Cómo era la UnB en aquella época? ¿Con qué se encontró?
Bueno, si a uno lo nombran decano de investigación y posgrado, ¿qué haría en primera instancia? Ver cómo se están llevando a cabo estas actividades en la institución. Concerté entrevistas en los institutos, en los departamentos. En una de esas reuniones conocí a un docente llamado Agenor de Mello Sobrinho, del Departamento de Biología Animal, un tipo con un temperamento agresivo que conducía una motocicleta, con gafas de policía vial. Todos le tenían miedo. En un momento de la conversación le dio un puñetazo a la mesa y empezó a protestar y a hablar mal de la universidad y de la rectoría. Le pregunté: “Profesor, ¿cómo se llama?”. Me respondió: “Agenor de Mello Sobrinho”. Volví a preguntarle: “¿De verdad cree que la universidad es así como dice?”. “Sí, señor”, respondió. “¿Y qué está haciendo aquí? ¿Por qué no se va?”. Y ante el asombro de todos, replicó: “Lo siento, estaba nervioso”. Pasé a ser conocido como el hombre que se enfrentó a De Mello Sobrinho. Por aquella época, me contactó Johanna Döbereiner [1924-2000], una gran investigadora que trabajaba en la estatal Embrapa [la Empresa Brasileña de Investigación Agropecuaria] y que debería haber ganado el Premio Nobel por sus estudios sobre la fijación del nitrógeno en el suelo. Organizamos un congreso mundial de microbiología en la UnB. Durante el tiempo en que fui decano tuve la posibilidad y la oportunidad de hacer muchas cosas. Más tarde supe que mi labor en la universidad contaba con el respaldo del antiguo comandante del Colegio Militar de Río de Janeiro, donde yo era catedrático, el general Adalberto Pereira dos Santos [1905-1984], en ese entonces vicepresidente de la República.
La primatología extramuros está de moda debido a la preocupación con el medio ambiente. A algunos estudiantes les fascina esta vertiente
¿Por qué empezó a trabajar con primates después de venir a la UnB?
Yo ya había trabajado con primates en Estados Unidos. Cuando llegué aquí, les dije a Azevedo y a Cury que quería reanudar esa investigación. Cury se acercó a la ventana de la rectoría, miró una pequeña colina y me dijo: “Los monos están ahí, vaya y atrápelos”. Le pregunté: “Pero, si no hay monos, ¿tampoco hay primatología?”. Respondió: “Tampoco”. En 1984 decidí crear cursos para formar gente. Entonces nuevamente me pusieron el mote de genio de la “monología”.
¿Y cómo eran esos cursos?
Eran una cosa de chiflados. Yo era coronel retirado, ya había recibido premios de sociedades zoológicas y veterinarias o en reconocimiento a mis investigaciones sobre la brucelosis, y pasé a dormir en el suelo de la selva para que los alumnos conocieran a los primates. Eran cursos de especialización para graduados de cualquier especialidad, pero la mayoría de los alumnos eran biólogos y veterinarios. Íbamos allí donde hubiese primates y científicos trabajando con ellos, en estados como Minas Gerais, Rio Grande do Norte, Bahía, entre otros, y en biomas tales como el Bosque Atlántico, el Cerrado y la Amazonia. No había clases formales. Los alumnos asimilaban por ósmosis lo que sabían los investigadores. A veces, el Ibama y el Ejército nos ayudaban. Hoy en día la primatología marcha muy bien. Hay unos 130 investigadores destacados que asistieron a esos cursos. Hace unos días vi a uno de ellos ‒Mauricio Talebi, de la Universidad Federal de São Paulo‒ en la televisión. Trabaja en el Bosque Atlántico y es uno de esos primatólogos que aman trabajar en el monte. Es un gran investigador. También ayudé a reorganizar la Sociedad Brasileña de Primatología, de la que fui presidente, y a organizar los primeros congresos brasileños de primatología, que se realizan cada dos años. Ya van por la 16ª edición.
¿Cómo fue la creación del Centro de Primatología de la UnB?
Una de las cosas que me interesaban era estudiar la reproducción de los monos que habitan aquí en el Cerrado. Montamos el centro en la granja de la universidad, situada en los suburbios de Brasilia, cerca del aeropuerto. Acabé enfrentándome a uno de los pocos investigadores entendidos en primates en Brasil, Adelmar Coimbra-Filho [1924-2016], conocido por haber redescubierto al tití león negro [Leontopithecus chrysopygus] en Pontal do Paranapanema, y por su trabajo para la conservación del tití león dorado [Leontopithecus rosalia], en Río de Janeiro. Intenté colaborar con él, pero al principio no tuve una buena recepción. Él decía que los monos horadaban las ramas y los troncos de los árboles para extraer su savia. En las instalaciones que yo había armado en Brasilia, las varas dispuestas para los monos eran palos de escoba y ellos los taladraban de la misma forma. Lo publiqué, para demostrar que no era la savia lo que buscaban. Cuando se llevó a cabo el tercer Congreso Brasileño de Primatología, Coimbra-Filho me anduvo persiguiendo hasta que un día no pude escapar. Me dijo: “¿sabes qué? Tienes razón. El mono roe porque necesita roer. Si encuentra savia la aprovecha, pero no roe para obtener la savia”. Ahí nos hicimos amigos. Me gustaría poder transformar el Centro de Primatología de Río de Janeiro que él creó en una escuela universitaria de primer nivel mundial en la materia, pero no he obtenido apoyo. El centro es coordinado por uno de los discípulos de Coimbra-Filho, Alcides Pissinatti.
¿Qué le diría hoy a un estudiante interesado en estudiar primatología?
Le diría que la primatología tiene una ciencia intramuros y otra extramuros. La primera es la que se lleva a cabo en la mesa del laboratorio, con el microscopio, que es donde estuve trabajando por muchos años. La primatología extramuros es la que está más en boga actualmente debido a la preocupación con el medio ambiente. A algunos estudiantes les fascina más esta vertiente. Uno de mis alumnos, José de Souza e Silva Júnior, más conocido como Cazuza, investigador del Museo Paraense Emílio Goeldi, es uno de los nombres más destacados en este campo y ya ha descubierto algunas especies nuevas. Uno de reconocimientos que se obtienen en la zoología a nivel mundial es cuando alguien descubre un animal y le pone el nombre de una persona. Este alumno mío descubrió una nueva especie de mono en la Amazonia y la bautizó Callicebus miltoni en mi honor, popularmente conocido en la región como tití.
¿Ha visto alguna vez un ejemplar?
Nunca he visto uno de cerca.
Todos me preguntan a qué debo mi longevidad. Para mantenerte sano debes tener amigos y yo tengo muchos
¿Tiene discípulos?
No quiero tener discípulos. Quiero compartir mis conocimientos según el nivel de cada quien, desde los niños de un jardín de infantes hasta los hombres que trabajan en superinstitutos de investigación. Cuando cumplí 100 años, en 2016, me homenajearon con una conferencia internacional, aquí en Brasilia, que duró tres días. Asistieron primatólogos de todo el mundo. Vinieron microbiólogos, veterinarios y gente de las universidades. Decidí escribir un libro con mis memorias sobre lo que hice en esos 100 años.
¿Es una autobiografía?
No es precisamente una biografía, más bien es un poco de esto y otro poco de aquello. El título del libro es Poste de cozumel, que hace referencia a una estructura conocida en Brasil como poste o palo de cintas, del que cuelgan siete bandas, alrededor del cual la gente baila. Cada banda o cinta representa un aspecto de mi carrera: la familia, el Ejército, la veterinaria, la ciencia, la docencia, las organizaciones y la vida internacional. Así llegué a mi 101 cumpleaños. Decidimos reeditar el libro añadiéndole una reseña fotográfica sobre la celebración de mi centenario. Luego cumplí 102 años y el libro fue actualizado, y así siguió haciéndose sucesivamente en los años posteriores. A principios de este año, cuando cumplí 108, salió otra edición ampliada.
Usted forma parte de un estudio sobre personas centenarias sanas que está llevando a cabo el Centro de Estudios del Genoma Humano y Células Madre de la Universidad de São Paulo (USP). ¿Qué tal fue esa experiencia?
Me enteré de este proyecto que lleva adelante Mayana Zatz leyendo un reportaje en una revista y me pareció interesante. En ese entonces tenía 105 años. Nos contactamos y vino un ayudante de ella a extraerme una muestra de sangre.
¿Cómo está actualmente su salud, a los 108 años?
Todos me preguntan lo mismo. ¿A qué debo mi longevidad? Se la debo a mi salud. Cuando era un adolescente quería ser un tipo rudo. Decidí fumarme un habano. Como no tenía dinero, me compré por unos centavos uno que en ese entonces se conocía como puro payaso. Estuve 48 horas vomitando y no fumé nunca más. Mi salud no se vio comprometida porque mis pulmones se mantuvieron sanos. Para mantenerse sano hay que tener amigos y yo tengo muchos. Hace unos años sufrí una caída en mi apartamento de Río de Janeiro y me rompí todo. Por eso ahora me desplazo la mayor parte del tiempo en silla de ruedas. Debido a las fracturas me vi obligado a salir menos de casa y ya no veo a mis amigos tan seguido como antes. Algunos me visitan y nos tomamos un whisky, pero ya no como antes. Ah… y trato de mantenerme alejado de los médicos tanto como me sea posible.
¿Por qué?
Porque recetan demasiadas cosas. Mi esposa es médica, pero afortunadamente es psiquiatra.
¿No le gusta tomar medicamentos, verdad?
Me obligan a tomarlos.