Si en la vida cotidiana es como dice el refrán: el hábito hace al monje, en el escenario el figurín es capaz de crear condes, duques, mujeres del pueblo, ninfas y diosas, todo lo que la imaginación de un escenógrafo desee. “Los figurines hacen el puente entre el actor y el ojo del espectador. Son líneas, formas, colores y significados que tienen la función de conectar al actor con el público, suministrando pistas sobre aquel que lo viste, manifestando incluso externamente las formas internas de un personaje”, explica Fausto Viana, qué defendió en marzo su tesis doctoral con el tema El figurín de las renovaciones escénicas del siglo XX: un estudio de siete directores. Al leerla entendemos la magia teatral de los hábitos para crear monjes ante nuestros ojos.
Analizando el trabajo de creación de figurines de Appia, Craig, Stanislavsky, Artaud, Brecht, Reinhardt y Mnouchkine, Viana denota la importancia de los trajes en el desarrollo del arte de actuar y de cómo éstos fueron un componente importante en la búsqueda de un teatro moderno, que procura el arte total, hecho de aparente sencillez, pero con inmensa sutileza y fuerza expresiva.
El investigador organizó una muestra de figurines de seis de las piezas analizadas en su doctorado. La exposición, Trajes e cena [Los trajes y la escena] estará en cartelera en el Teatro Municipal de São Paulo hasta el 21 de junio, en el Salón dos Arcos. Allí pueden verse los figurines de Los Cenci (Artaud), 1789 (Mnouchkine), Las bodas de Fígaro (Stanislavsky), El sueño de una noche de verano (Reinhardt) y Hamlet (Craig). “La principal característica de sus trabajos es la búsqueda del todo, de la integración de todos los elementos que integran un espectáculo. El figurín forma parte de esa búsqueda pues, más allá de integrarse al todo, viste y revela el núcleo más importante del espectáculo: el actor y su cuerpo”, dice.
Curiosamente, todo el proceso se inició con una constatación hoy en día obvia: el mundo y -por supuesto- los actores que pueblan ese mundo escénico son tridimensionales. Durante siglos los escenificadores se contentaron con figurines hermosos pero vacíos, y con escenarios compuestos de telones pintados. Todos los directores investigados por Viana se dieron cuenta de que había una necesidad de cambio: era necesaria una nueva escena, más expresiva, para sacar al espectador de su pasividad. Todas las artes deberían estar al servicio de un ideal mayor que el de la belleza: la adecuación a la dramaturgia. “Era necesario expresar la verdad escénica de adentro hacia afuera, del interior del artista hacia su exterior, como una verdad vivida y no representada falsamente.”
El pionero de este nuevo camino fue un tímido suizo, que durante toda su vida poco contacto práctico tuvo con el mundo teatral, aunque sus ideas influyeron sobre los creadores que le siguieron: Appia. Siendo un apasionado por Wagner, Appia se percató de los límites de la escenificación bidimensional y de las posibilidades de reunir artes mediante un juego de luces, formas y colores. “Todo lo que es falso en el palco desagrada a Appia. Deseaba reorientar el teatro, trabajándolo como una obra de arte viva, que reúne a todas las otras para llegar a los espectadores”, observa Viana.
A decir verdad, quien llevó al escenario sus teorizaciones fue un actor y director inglés: Edward Gordon Craig, quien, partiendo de la pintura y de la escultura, procuró luchar contra las formas de interpretación y representación arcaicas de su tiempo. E hizo dúo (algo problemático, por cierto) con un ruso genial, que igualmente pretendía cambiar el teatro: Constantin Stanislavsky. Juntos llevaron a escena un Hamlet (en 1911, en el Teatro de Arte de Moscú) antológico, en el que Craig pudo intentar romper la relación estática entre el escenario y el público y defender la universalidad y la sencillez de los figurines como fuerza dramatúrgica. El paso siguiente quedó a cargo de un francés: Antonin Artaud, quien igualmente quería lo nuevo y admiraba la pintura como inspiración.
A punto tal de valerse de un pintor (aunque Artaud, él mismo, fuera reconocido como “un pintor en medio a comediantes”), Balthus, para realizar la escenografía y los figurines de su espectáculo: Los Cenci. “El ideal de ‘limpieza escénica’, la ausencia de excesos, el uso de elementos que sean significativos, que tengan una simbología evidente, son opciones appianas que Artaud incorpora a su trabajo”, asevera Viana. Artaud desea más que sus antecesores la integración del figurín a la acción, y para ello hace opciones: el figurín debería ser lo menos actual posible, por ejemplo.
Un “rechazo a las modas actuales en lo que éstas encierran de exterior y pasajero”. Asimismo, Artaud es pionero en el trabajo con elementos orientales, una característica que marcará a los directores posteriores. Al analizar el Teatro de Bali, atrae hacia su teatro el ideal del figurín como algo más que la ropa, más bien como un instrumento ritual. Bertolt Brecht llevará este nuevo concepto al extremo en sus piezas, abiertamente imbuidas del análisis del teatro oriental y beneficiarias de sus logros. Para el alemán, nada debe estar en escena que no merezca estar en escena.
La simplificación es la consigna. “Pero es una simplicidad profundamente sofisticada y surgida de la interacción entre todos los que forman parte del espectáculo. Cuando se observa un traje de una obra de Brecht se piensa que podría habérselo hecho en casa. Pero ésa es una ilusión, pues había una planificación cuidadosa, de meses, para que una ropa tuviera la textura o el color que anhelaba para sus personajes”, dice Viana.
¿Cuál era la razón de esto? Está en las palabras de su gran colaborador de escenografía: “No basta con copiar la realidad; es necesario no solamente reconocerla, sino también entenderla”. De allí, por ejemplo, todo el significado de la cuchara que la protagonista de Madre coraje carga en el bolsillo de su figurín. “El traje de un personaje brechtiano no es un traje literal. Es un lenguaje con el que la ropa habla el hombre, con las memorias, con las miserias, con la luchas que cayeron sobre él”, según la definición de Roland Barthes.
Aunque sean epígonos de teatros opuestos, el mismo ideal de cuidado con el figurín está presente en las creaciones de Stanislavsky, quien, según Viana, continua siendo malinterpretado como un mero realista naturalista. “Tienen para Stanislavsky un rol vital en el proceso de caracterización, y son importantes para ayudar en la nueva relación entre actores y espectadores”, acota el investigador. “Cuando hayan creado un papel, sabrán cuán importantes son la peluca, la barba y las ropas para el actor que crea un personaje. Un traje deja de ser una cosa simple y adquiere para el actor una especie de dimensión sagrada”, escribió el ruso. El hábito era fundamental para que un actor pudiera crear en su interior un monje en toda su dimensión psicológica y externa.
Sin embargo, fue Max Reinhardt quien supo llegar a una medida ideal entre aquello que el actor pretendía y lo que el público deseaba. “Tengo en mente un teatro que transmita alegría a las personas”, decía. Para ello elevó el status del figurinista y lo puso en igualdad de condiciones con el iluminador, el escenógrafo y todos restantes involucrados en una producción, con el fin de llegar a la obra perfecta, capaz de “darle alegría” al público.
Al igual que Reinhardt, Ariane Mnouchkine -la directora del Thêátre du Soleil-, la única escenificadora viva investigada por Viana, considera que los figurines “son sus amigos”. “Trátelos bien. Ellos son sus enemigos si están malhechos, pero si no lo acompañan. La piel pura es difícil de usar con máscaras”, suele decir la francesa. “Los actores tienen total libertad de creación, lo que lleva a que el proyecto inicial se altere. Durante todo el proceso de ensayo, ellos tienen a su disposición a las costureras y muchas telas. Solicitan la hechura de las ropas de acuerdo con sus necesidades y las de la escenificación”, comenta Viana.
El Proyecto
Los Figurines de las Revoluciones Escénicas del Siglo XX: Un Estudio de Siete Directores (nº 01/03204-9); Modalidad Beca de Doctorado; Coordinadora Ingrid Dormien Koudela – Escuela de Comunicación y Artes/USP; Becario Fausto Viana – Escuela de Comunicaciones e Artes/USP