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Ficción

Travesía

Para el paciente, la rutina clínica es al mismo tiempo un estorbo y una comodidad. Mamá se asustó cuando le tomaron la presión –altísima– en un chequeo rutina. Repentinamente, todo aquello que nos parecía habitual y propio del cuidado empezó a significar desidia. Los más cercanos, como yo –pese a que vivo alejado–, viven con mayor intensidad la costumbre de la recurrencia: las consultas permanentes brindan una cierta confianza, que los médicos dosifican con sabiduría. Sin embargo, un episodio inesperado devuelve al paciente y a los familiares al plano de la incertidumbre y la intranquilidad.

La ptosis en el ojo derecho no cedía, uno de los brazos –del mismo lado derecho del cuerpo– seguía hinchado, y el cansancio que ella sentía –ella, que siempre fuera una mujer activa– no era habitual; y eso que nos llenaba de congoja, aunque no lo suficientemente preocupados como para que nos decidiéramos a consultar a otras personalidades. A la distancia, yo seguía el caso a través de las palabras de papá. Tenía agua en el pulmón, tal como luego informarían los estudios. Y los huesos, era probable que estuvieran afectados, lo que llevó a los nuevos médicos a solicitar una cintilografía ósea. Ahora, durante la visita de emergencia que les hago a mis padres, escucho de la propia boca de mamá el relato de los recientes sucesos. El geriatra no tuvo en cuenta la presión fuera de lo normal, y el oftalmólogo supuso que la caída del párpado podía ser producto de alguna alergia.

Pero mamá nunca había sido alérgica a nada. Por cierto, su presión siempre tendió ser más bien baja que alta. Ambos, el geriatra y oftalmólogo, no contemplaron la historia clínica –nada despreciable– de la paciente. “¿Ustedes se comunicaron con el mastólogo?”, pregunté. Era el médico que la había operado y que, en cierta forma, tenía una cuota de responsabilidad por el cuadro clínico general de mamá. Desconozco si ésa era la conducta recomendada para el caso, pero el mastólogo era, por así decirlo, el titular. Al fin y al cabo, me parece que quien decide cuál es la conducta más adecuada es el propio médico, no el paciente. ¿No es para eso que sirven los médicos? “¿Ustedes llamaron al médico?”, quise saber, mientras aún retenía a mamá junto a mí, en un abrazo de hijo ya grande.

Para seguir a la distancia todo el procedimiento es preciso administrar la angustia. Tuve por primera vez la fuerte sensación de que mamá podía morir. “Mamá puede morir” –esta sentencia se volvía recurrente en mi cabeza; materialmente, como un eco en medio a mis pensamientos cotidianos. “Y quizás no tarde mucho”. Quizás la muerte le haya reservado un ritmo galopante a nuestras vidas de compás regular. El horizonte de la vida comenzaba a aparecer muy cerca, se volvía concreto. Yo podía entreverlo en una medida de tiempo alarmante. ¿Un año, meses, semanas?

Nuestras vidas se organizaban en torno a ella, y ahora yo lo notaba por primera vez con total nitidez. Mamá nos unía en torno a su figura. Un marido, tres hijos varones, todos con trayectorias particulares y muy personales, con los cuales ella sabía relacionarse con especial atención. Su falta sería un vacío en nuestras existencias seguras y encauzadas. ¿Un cambio de derrotero? ¿Una cambio de mapa? ¿Un nuevo espíritu? Las metáforas sonaban carentes de significado para mí. Parecían, también ellas –al igual que todos nosotros–, casi muertas.

Por eso, reencontrar a mamá después de meses fue reconfortante, pero al mismo tiempo aterrador. La carretera que había dejado atrás era un camino de retorno a una situación con la cual nunca me había deparado. Regresaba a la casa de mis padres, pero ya no como el hijo que busca cobijo y seguridad, sino como un hombre que va al encuentro con la posibilidad de una repentina muerte. Vine al encuentro de la falta de mamá, sabiendo que la encontraría aún presente. El camino era nuevo y yo necesitaba cerciorarme de que podría atravesarlo.

Quedé desestabilizado, como hace mucho no me sentía. Sin comentar nada directamente, compartíamos la experiencia. Creo que la recidiva de la afección también la afectó, y el sentimiento de abandono generado por la postura de los médicos –el geriatra y oftalmólogo– la desmoronó más que la idea de que la enfermedad no había sido dominada completamente.

“Después de tomarme la presión, ya no me dejaron salir de la clínica”, comentaba ahora, ya apartada de mis brazos de hijo adulto. “Todos los del equipo son muy atentos”, continuó mamá. “No sé lo que hubiera ocurrido si ellos no se hubieran ocupado de mí.”

Estaba emocionada con la dedicación con que el nuevo equipo la había tratado. La vi llorar. Era algo raro, muy raro en todos estos años.

“No necesita mucho. Basta con que tenga un poco de atención. Un paciente siente cuando alguien se preocupa con él, y ésa es la tarea del médico, que debe desconfiar, analizar todas las posibilidades”, acotó papá, como una manera de celebrar el encuentro con el nuevo equipo, mientras mamá enjugaba sus lágrimas.

Mi mamá sigue siendo hermosa, pensé. Sigue siendo hermosa mi madre, e incluso más atractiva, ahora que su lucha explícita la hace más fuerte, más viva, más mujer.

“Va a dejar de ser una enfermedad fatal para ser una enfermedad crónica”, dijo el médico, luego de concluir una nueva batería de exámenes. En otras palabras: tendremos que habituarnos con la rutina paliativa y exasperante del tratamiento y sus secuelas. El pelo que se debilita, las náuseas y la falta de gusto, la caída de las defensas, las mucosas resecas, la hinchazón del rostro. Ahora, cuando pienso en la frase del médico, oscilo entre el alivio y la pesadumbre. Quizás la muerte sea efectivamente un evento que exige cambios de derroteros, cambios de mapas y renovación del espíritu. Sólo ella, no la percepción de su existencia, es capaz de impulsar esa ruptura y esa cicatriz. Pero afrontar su posibilidad requiere una convivencia entre la permanencia del antiguo mundo y la herida que aún no ha venido, pero que vendrá. Yo pensaba en todo eso mientras mi madre terminaba de narrar su peregrinación: de la clínica al hospital, del médico geriatra a un nuevo oncólogo, de la periodicidad de los exámenes a la constancia de los procedimientos terapéuticos.

Es cierto, necesitamos acostumbrarnos a la idea de que, en algún momento, todos envejecemos, pero la enfermedad nos empuja de brazos abiertos rumo a la degeneración; siendo jóvenes, adultos o ancianos. Y mientras la muerte no llega, vivimos con su gusto en los labios, sintiéndolo de cuando en cuando, de manera tal que los momentos vitales asumen una significación luminosa, a punto tal de que no logramos asimilarlos, de tan intensos e incisivos que son.

Pensaba en todo esto mientras entraba en casa con mis padres, reconfortados por estar una vez más juntos, los tres vivos, los dos aún casados, amándose el uno al otro; yo, adulto y solo, en una situación improbable y fugaz.

“Ser es recordar. Es inherente al ser humano ser un ser rememorativo. La muerte borra la esencia del ser”. Ahora yo coleccionaba frases quebradizas y recurrentes, que –metálicas– reverberaban por el camino.

Bruno Zeni nació en 1975 en Curitiba (Paraná). Es graduado en periodismo y máster en Teoría Literaria de la USP. Es autor de O fluxo silencioso das máquinas (Ateliê Editorial) y coordinador editorial de Sobrevivente André du Rap (do Massacre do Carandiru) (Labortexto Editorial).

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