En este cuarto tomo (A ditadura encurralada) [La dictadura acorralada] publicado ahora por Companhia das Letras, Elio Gaspari elabora la historia de otra etapa de la dictadura implantada en 1964, al seguir los sucesos que van desde la crisis de 1975 hasta el alejamiento del ministro general Sylvio Frota, en octubre de 1977. Al igual que en los libros anteriores, el texto es de la mejor calidad, y arma un laberinto de hechos reconstruidos sumo cuidado y elegancia.
Por momentos, tenemos la impresión de estar hojeando un archivo, tantos son los pormenores narrados. Con todo, la repetición empieza a cobrar sentido cuando nos damos cuenta de que los dos últimos tomos dibujan un círculo. Ambos cuentan las vidas de Geisel y Golbery, como así también las vicisitudes que hacen del primero un presidente de la República y, del segundo, la sombra de un gobierno. En ambos libros los títulos se revierten en subtítulos, para poner de relieve la importancia del tema principal: “El sacerdote y el hechicero”. Pero el círculo sigue, pues que el cuarto tomo termina por retomar y reconstruir obviamente, desde un nuevo punto de vista la separación del general Frota, narrada en la introducción del tercero.
No creo que Elio Gaspari se haya convertido al tiempo circular de los griegos, o que haya adherido a la idea del eterno retorno proclamada por el Zaratustra de Nietzsche. Me parece más bien que la reconstrucción en filigrana del período Geisel, hoy en día considerado el más fructífero del gobierno militar, tiene como plano la monotonía de la dictadura, de un sistema normativo que se agota al ejercitárselo. Más que la continuidad declinante del milagro económico, interesa el retorno forzado de los mismos mecanismos de represión que terminan por acorralar a una dictadura, entre las creencias incuestionables de un sacerdote autoritario y un hechicero también autoritario cuyas brujerías, sin embargo, se asemejan a las intrigas de un jesuita.
Más que en una comedia humana, los cuatro tomos me hacen pensar en una comedia política. Un período tan rico como el del gobierno Geisel se proyecta hacia las arenas movedizas donde el juego de los adversarios tenía como límite el instrumento extremo del Acto Institucional n° 5 (AI-5).Vale la pena reflexionar sobre el sentido de la política en una dictadura que va perdiendo el apoyo de la población, conforme va dejando a su vez de cumplir las promesas de hacer un Brasil grande y de un desarrollo sostenible, de suerte tal que solamente perdura mientras mantiene sus mecanismos de represión. No es porque la guerra es la continuación de la política que ésta última se resuelve en aquélla.
Al ocupar el terreno de la política, los militares toman a sus adversarios como enemigos que deben liquidar, o al menos deben expulsarlos definitivamente del cotejo. En vista de ello, un mecanismo como el AI-5 acaba produciendo efectos opuestos a aquéllos imaginados al momento de su implantación. Si en un principio sirve para mandar a los “casacas” [los civiles] a casa y reprimir violentamente a los movimientos de izquierda, poco a poco se va convirtiendo en el arma de la lucha interna entre los militares, entre aquéllos que creen y los que no creen en la perennidad de la dictadura.
No es que haya un casamiento entre ellos, pero ese acto de excepción se transforma en arma política, pues un grupo acusa al otro de no aplicarlo con la debida violencia. Y en medio a esa lucha, se resucita al enemigo comunista y subversivo, a sabiendas de que se encuentra al borde del agotamiento. Geisel y Golbery alimentaban el sueño de -a largo plazo, cuando a población supiese efectivamente votar- llevar al país hacia una democracia.
Para ello, más que enfrentar las maniobras de la oposición alineada en el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), necesitaban vérselas con la “tigrada” extremista, cuya supervivencia dependía de la represión directa y en ocasiones asesina. No pensaban dejar de lado el AI-5 mientras no estuvieran seguros de mantenerse en el poder, y especialmente, controlando la sucesión; pero no podían emplearlo más allá del límite a partir del cual ellos mismos se confundirían con sus propios adversarios militares. La política, encerrada en esa redoma que el voto popular no haría sino corroer por los bordes, se resolvía en la lucha por el control de la represión legítima, vale decirlo: de los puestos estratégicos ocupados por las Fuerzas Armadas. Cada general, cada almirante, cada brigadier cargaba consigo la semilla de un partido político, capaz de aglutinar a militares y civiles.
Durante 1977, este conflicto se agudizó, ante el peligro de que as elecciones generales programadas resultasen en un desastre mayor que el 1974. No cabía más la posibilidad de aceptarlo sin que fuese de manera traumática, sin regresar a los dilemas de 1964. O se cerraba el Congreso, o se postergaban las elecciones, etc., lo que implicaría la derrota del proyecto de Geisel, y la dictadura reiniciaba su círculo vicioso, o era menester separar a los adversarios de los mecanismos represivos del Estado. Una vez aislados todos los focos de resistencia, el general Sylvio Frota fue separado de su cargo sumariamente, debido a que se negó a renunciar. Así, tal como concluye Elio Gaspari, “Ernesto Geisel restableció la autoridad constitucional del presidente de la República sobre las Fuerzas Armadas”. Falta ahora explicar cómo pudo seguir sobreviviendo la dictadura en manos del bronco Figueiredo.
José Arthur Giannotti es filósofo y profesor emérito de la Facultad de Filosofía, Letras y Ciencias Humanas de la USP. Es coordinador del área de filosofía del Centro Brasileño de Análisis y Planificación (Cebrap)
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