La noche suda. El calor no se desprende de las sábanas. El inútil ventilador de techo repite una y otra vez su chillido ahogado. En la oscuridad, los niños duermen. Ana no. No consigue matar a todos los mosquitos del cuarto. Siempre queda uno, escondido. ¿Y si se descuida y pica a su hijo el mismo insecto que la picó antes a ella? ¿Y si el pequeño se enferma? El miedo la aterra. No consigue matar a todos los mosquitos del mundo. No consigue matar la rabia.
En noviembre de 1999 el mundo de Ana se derrumbó. A las diez y media de la mañana, un joven con guardapolvo blanco le informa que su análisis es positivo: Está infectada con VIH, el virus del sida. “¿Por qué a mí? Fue lo primero que pensé”. Casada desde hacía 15 años con un exitoso empresario, ama de casa, madre de tres hijos, dos pequeños y una adolescente. “¿Por qué a mí?”
La historia de Ana no es única. Cientos de casos similares ocurren cada año en Paraguay. En el país, como en toda Latinoamérica, el VIH/ Sida es cada vez más femenino, más joven y más pobre. La infección afecta cada vez a más mujeres, que adquieren el virus en sus propias casas, a través de sus maridos. La cifra en Paraguay es impactante. Al comienzo de la epidemia existían 20 hombres infectados por cada mujer. Casi dos décadas después, la proporción registrada en 2002 es prácticamente de un hombre por cada mujer.
La feminización de la enfermedad es un fenómeno relativamente nuevo en el Cono Sur. Inicialmente el VIH afectaba a homosexuales y drogadictos que compartían jeringas. Pero, con el correr de los años, la transmisión comenzó a ser un problema normal en mujeres jóvenes y en sectores pobres. El Sida dejó de ser un asunto de hombres que practican sexo con hombres. También se volvió parte de la cotidianeidad de los bisexuales y heterosexuales. Muchos hombres casados experimentan con otros hombres o mujeres, pero llegan por la noche a sus casas a dormir con sus esposas. Promiscuidad de día y fidelidad de noche. Así, sin saberlo, muchas confiadas mujeres no se dan cuenta que no sólo comparten la cama con su pareja. Sino también con los amantes ocasionales de éste, y todos los de cada uno de éstos, y así sucesivamente.
La doctora Paloma Cuchi, asesora regional de la agencia del Sida de las Naciones Unidas (Onusida), reconoce esta tendencia al teléfono desde su oficina en Washington. Dice que las poblaciones susceptibles − homosexuales y drogadictos − llegaron a un punto de saturación que empuja ahora la enfermedad a mujeres y desposeídos. Más grave aún es que la presión social sobre las mujeres frena su libertad de exigir un condón en sus relaciones sexuales. Al machismo que aún impera en la región se le suma la falta de educación. “Sigue habiendo una desigualdad sexual entre hombres y mujeres para pedir el condón. Porque se considera que ella ha engañado al marido, o porque el marido se niega a usarlo. Incluso hay trabajadoras sexuales a las que se les sigue pidiendo que no usen el condón. Pero sigue habiendo ese desequilibrio entre hombre y mujer que obedece a un desequilibrio económico. Mientras la mujer tiene más educación, tiene más posibilidades económicas, también son más capaces de pedir igualdad en relaciones sexuales. Y no sólo con en el condón, sino en todo el tema sexual”, advierte.
Las familias siguen educando a las mujeres como amas de casa. Los hombrecitos van a colegios y universidades. Las mujercitas cuidan a sus hermanos. Los hombrecitos van a fiestas y se divierten. Las mujercitas preparan la comida. Los hombrecitos saben cómo cuidarse del sexo. Y cómo convencer a una mujer sin educación para tener sexo no protegido.
Las cifras de Latinoamérica confirman este fenómeno. Por ejemplo, en Chile, en pocos años la tendencia pasó de una mujer por cada 20 hombres infectados con VIH/ Sida, a una por cada cinco en la actualidad. En Brasil es aún más grave. Los últimos datos de 2000 establecen que entre los adolescentes de 13 a 19 años, las mujeres contagiadas doblan a los hombres. De 19 a 30 años, la proporción es una mujer por cada un hombre y sobre esa edad, los hombres doblan a las mujeres. En Costa Rica, por ejemplo, en sólo cuatro años la tendencia varió de una mujer por cada doce hombres a una por cada siete. En Paraguay, la proporción es de una a uno.
Vida robada
Desde esa mañana de noviembre de 1999 la vida para Ana cambió. No entendía qué pasaba. “Mi vida siempre giró exclusivamente alrededor de mi familia, de mis hijos, para mí el resto no era nada.” De la noche a la mañana estaba infectada de una enfermedad mortal de la cual no conocía nada. Y nadie le daba información. “El primer año fue terrible”, recuerda.
“Al principio yo no dormía a la noche pescando a los mosquitos que tenía que matar para que no picaran a mis hijos por si me habían picado primero a mí. No quería llevar a mis hijos al dentista. No quería ni ir al baño, para no contaminar.” Lloraba y comía todo el día. En ocho meses aumentó 40 kilos.
Aunque está científicamente comprobado que el VIH/ Sida no se transmite a través del aire, los insectos ni la saliva, los prejuicios siguen vigentes, incluso en los propios profesionales de la salud. Ana lo sufrió en carne propia. “Los doctores no me revisaban, no me tocaban.” Hasta 1999 a los pacientes que morían de Sida en hospitales públicos paraguayos se los metía directamente en una bolsa de basura y de ahí a cajones sellados, sin dar oportunidad a los familiares de asearlos y darles el último beso.
La discriminación, todavía hoy, se impone como una traba al momento de acceder a la salud. “No atendemos a gente con Sida” se escucha en los pasillos de hospitales o consultas médicas. Malos tratos. Atención despectiva. Miradas por sobre los hombros. Aún siguen y con mucha fuerza en los servicios de salud. Por miedo a perder sus drogas o porque se sepa que son seropositivas, muchas mujeres sufren en silencio. Lloran de impotencia al llegar a sus casas. Pero tratan de ser fuertes en una asistencia que no le hace honor a su nombre. La doctora Cuchi, de Onusida, confirma esto. “La mujer en general es discriminada en el acceso a los servicios de salud. Hay algunas de las enfermedades, como el cáncer cérvico uterino, que no están incluidas en la cobertura cuando hay Sida. En Paraguay, un diagnóstico positivo de Sida significa la diferencia entre ser atendido o excluido de la medicina prepaga. Y la mujer, por como está educada, busca menos la atención. Acuden cuando los hijos están enfermos o ellas están muy enfermas. Pero les cuesta más porque no tienen tiempo, porque están ocupadas, porque deben jugar el papel de ser el pilar de las familias. Todavía se ve mucho estigma en muchos sectores, e incluso en el de salud. Pero es un tema que tiene que ver con el desarrollo.”
Cuando Ana se enteró que estaba infectada la invadió una rabia inmensa. Culpó a su marido, que la había engañado. Se culpó a sí misma, por no cuidarse. Culpó a sus amigos, por seguir sanos. “Al principio quería contarle a todo el mundo que estaba infectada, de rabia, por desesperación”, recuerda. Por suerte no lo hizo, opina ahora. “Porque después ya no podés borrar y todos te dan la espalda y es cuando duele.”
Pelirroja, gordita, alegre. Llegó a la entrevista sudorosa y cargada de bolsas con las ropas que vende para mantener a sus tres hijos. No tiene auto. Anda en colectivo. Desde que su marido falleció por el Sida, ella asumió las riendas de su hogar. Trabaja de cualquier cosa. “A veces de peluquera, o vendo pantalones, o vendo cosméticos, si tengo que lavar ropa ajena voy a lavar, si tengo que limpiar casa ajena voy a limpiar. El trabajo para mí no es denigrante”, pero enseguida agrega, “ahora”. Antes sí.
Asegura que hace dos años volvió a nacer. Su vida cambió desde que aprendió a vivir con el VIH. Desde que comenzó a participar de las reuniones de autoayuda de la Fundación Vencer, una organización creada por personas viviendo con el virus.
Los síntomas de la infección no se le notan aún. No tiene manchas en la cara, no adelgazó, aunque desde hace un año sus defensas bajaron y la carga viral subió hasta el punto en que debió comenzar a ingerir las drogas antirretrovirales. Nadie, excepto un grupo muy selecto de familiares y sus amigos de Vencer, saben que el vive con el VIH en el cuerpo. “¿Mis padres y mis hermanos? Dicen que me apoyan pero todos se fueron de mi casa”, comenta. Por eso mejor mantener el secreto.
Desatención estatal
Otro de los dramas que deben enfrentar los infectados con VIH en Paraguay es el desabastecimiento. El presupuesto anual de 500 mil dólares destinado al Programa de Lucha contra el Sida, no alcanza ni siquiera para garantizar la medicación anual a los 450 pacientes bajo tratamiento. Además existen otros 700 enfermos que deberían iniciar la medicación, pero que no han podido, porque saben que no podrán continuarla.
En Chile, por ejemplo, el Estado tiene un presupuesto de 15 millones de dólares y da cobertura al 90% de los pacientes que requieren terapias. En Brasil, una de las naciones más avanzadas en la materia, sólo en los últimos tres años el gobierno gastó 180 millones de dólares y cubre a sus 140 mil enfermos.
Como la mayoría de los infectados en Paraguay y del resto del Cono Sur, Ana es muy pobre. Desde que su marido falleció, apenas sobrevive. Por eso, cuando llega a la oficina del Programa y le dicen que ese mes no tendrán medicación, se siente mal. Sabe que le están robando días de su vida. Cada interrupción de la medicación tiene irreversibles consecuencias clínicas. El virus se fortalece y cada vez es más difícil controlarlo.
“¿Y qué hacés cuando no te dan medicamentos?”, le preguntamos. “Nada”, se ríe nerviosa como en toda la entrevista, “me cuido con remedios yuyos, con ojo de gato, que dicen que sube las defensas, cualquier cosa tomo”. Los enfermos de Sida no tienen otra opción. Los medicamentos no se consiguen en plaza y en el exterior su precio es inaccesible para la mayoría. Gracias a negociaciones con empresas farmacéuticas el costo mensual del tratamiento ha bajado de 1.300 dólares en 1996 a 180 dólares. Aún así, el Estado paraguayo no garantiza la provisión.
Agradecer la vida
En la actualidad ya no se habla de “grupos de riesgo”, sino que todos, hombres y mujeres, estamos expuestos a adquirir el virus. Según estimaciones del Programa de Lucha contra el Sida de Paraguay, unas 12 mil personas están infectadas. Se sabe que 7 de cada 10 infecciones ocurren por vía sexual, y la mayoría de los casos son heterosexuales. El restante 13,2% corresponde a usuarios de drogas intravenosas y algunos accidentes transfusionales notificados al comienzo de la epidemia. La transmisión de madre a recién nacido contribuye a un 3,5% de los casos y se desconoce la vía de infección en un 11%.
Ahora, después de dos años de charlas y educación, Ana ya no teme que un mosquito infecte con el VIH a sus hijos. Ya no teme hacerles daño. “Cada vez que me acuesto le doy gracias a Dios por un día más de vida que me da, por todas esas cosas que antes no daba importancia.” No sabe cuantos años más vivirá. Como ninguno lo sabemos. Sólo espera mantenerse medicada y lo más sana posible, a la espera de que aparezca una cura. La misma esperanza que tienen los 42 millones de personas que actualmente viven con el VIH/ Sida en todo el mundo. “Mientras uno no acepta que tiene el VIH en su cuerpo sufre mucho, pero desde el momento que uno acepta convivir con ese virus, todo es más fácil.” Lo dice una madre. Lo dice una luchadora. Lo dice una mujer, como cualquiera.
Patricia Lima es periodista del diario paraguayo Última Hora, y Víctor Hugo Durán, de El Mercurio, de Chile. Este artículo se publicó originalmente en Revista Acción, del Centro de Estudios Paraguayos Antonio Guasch, y se reproduce con la debida autorización.
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