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Arquitectura

Cuatro paredes mágicas

Un libro que reúne textos de Sérgio Ferro, críticas apasionadas de la arquitectura

En una divertida paradoja, después de la caída del Muro de Berlín (que pese a ser horrendo, era una construcción arquitectónica), los arquitectos se encuentran entre los pocos y últimos que siguen defendiendo con coraje utópico ideas marxistas libertarias, que hoy en día muchos prefieren ver como un molesto fardo autoritario del pasado. En esa posición se encuentra Oscar Niemeyer, un comunista convencido y suave como los pilotes de Brasilia, y, en el otro extremo, el curitibano Sérgio Ferro, quien, casi siendo septuagenario, sigue trabajando como docente, arquitecto, teórico y pintor comprometido que, durante la dictadura militar, se unió a la Alianza Liberadora Nacional, de Carlos Marighella y, en 1968 colocó una bomba en el estacionamiento del Conjunto Nacional, en São Paulo, donde funcionaba el consulado norteamericano. La explosión amputó una pierna de un transeúnte.

La búsqueda por el camino de la violencia y la acción marcaron el uage de su desánimo al respecto de la profesión, que antes era fuente de entusiasmo para el joven Sérgio, para quien la arquitectura era un instrumento capaz de transformar la sociedad. El grupo formado por él, Rodrigo Lefèvre y Flávio Império percibió luego que existía una imposibilidad humana de soportar la contradicción entre el discurso plagado de buenas intenciones de los arquitectos y el desmoronamiento de esas intenciones en una de las realidades más difíciles, el obrador, lugar privlegiado de la explotación y de la violencia, en palabras de Ferro. Lecturas de Kant, Marx, Hegel, transformaron al hombre de diseños en el crítico de palabras que abominaba lo que el capitalismo hiciera con su amado arte: Son nuestros trabajadores quienes bajan de los andamios quienes sustentan las constructoras abarrotadas de robots. Nuestros diseños de arquitectura tienden a convertirse en instrumento de extracción de plusvalía en los obradores, plusvalía que migra para alimentar las ganancias de los sectores avanzados, critica, revelando, en su ira, un indisimulado amor por la profesión, violada por el capital.

Aún así, no basta para descubrir a Sérgio Ferro, sus casas experimentales, dotadas de poética de la economía, con sus bóvedas y sus materiales accesibles y de producción nacional. También es preciso leer sus escritos teóricos, reunidos ahora en  Sérgio Ferro: 40 años de producción (editorial Cosac Naify, 456 páginas, 65 Reales), 19 artículos (incluyendo disertaciones y entrevistas) escritos entre 1963 y 2003, con toda su producción crítica, idealizada en Brasil y Francia. Entre ellas se destacan los clásicos: El cantero y el diseño, punto basal de su pensamiento acerca de la cuestión de la morada; Arquitectura nueva, de 1964, en que reseña la desfiguración a la que fue sometida la arquitectura moderna nacional, puesta al servicio del desarrollismo burgués de los militares; y, entre tantos otros, análisis devastadores de íconos como Niemeyer, Le Corbusier y Brasilia, cuya construcción Ferro acompañó de cerca y fue el motivo de la transformación del artista en militante y pensador crítico.

Entre 1958 y 1961, viajé frecuentemente a Brasilia y asistí en parte al nacimiento de la capital. Nosotros debíamos modificar Brasil, todo con una perspectiva social muy bonita. Pero, al arribar allá, observé aquellos lindos diseños de Niemeyer, blancos, purísimos, pero también a una turba de gente ultra miserable, ultra explotada, construyendo aquello. Fue un enorme contraste ver como era producida la arquitectura: nuestro diseño, teóricamente cargado de las mejores intenciones, se desarrollaba en las peores condiciones que se pueda imaginar. Eso echaba por tierra mi sueño como arquitecto, confiesa Ferro. Pero el desencanto lo acercó a la creación. en esa atmósfera de confianza en el futuro y en la fuerza racionalista y de saneamiento de la industrialización, Sérgio, Rodrigo y Flavio dan un paso sorprendente: como la industrialización y sus beneficios demorarían, ellos buscaron una solución para las casas populares que fuese inmediata, barata, simple y prefabricada, nota Roberto Schwarz en el apéndice del libro. En un espíritu próximo a la estética del hambre, de Glauber Rocha, los arquitectos comienzan a buscar una democratización de la técnica, una alianza entre técnicos y trabajadores. Por eso las casas con bóvedas, realizadas en materiales baratos, de principios constructivos simples, fáciles de aprender y de enseñar  a construir. Un hogar, que adquiría el estatuto metafórico de prototipo para una nueva alianza de clase, para la alianza productiva entre la intelectualidad y la vida popular, la búsqueda de una redefinición no burguesa de la cultura, nota Schwarz.

Esa poética de la economía situó a Ferro frente a frente con su metier, obligándolo a rechazar lo que un día, junto a su mentor, el arquitecto Vilanova Artigas, idolatrara. Arquitectura Nueva fue uno de sus primeros petardos, Sérgio investiga por qué, luego de 1964, la celebrada arquitectura moderna brasileña, no sólo se desfigura, sino que se conforma con la nueva situación. Él comprueba el malestar en una arquitectura que, en aquél momento adverso (la dictadura militar), trataba aún de conferir apariencia de orden nacional a un objeto (la residencia burguesa) de reconocida insignificancia, así como la irracionalidad de las construcciones individuales, cuando eran confrontadas con las soluciones de masas, que se hacían de hecho, sumamente necesarias, observa Pedro Arantes, el organizador de los textos teóricos integrales de Ferro. Cada vez más, se hacía manifiesta la disociación entre el progreso tecnológico y cualquier promesa de progreso material, y Sérgio comienza a esbozar una economía política de la arquitectura. En La construcción de la casa en Brasil, revela como, dada la abundancia de mano de obra, interesaba a los empresarios mantener el sector de la construcción civil en condiciones primitivas, con mucho personal y poca técnica y maquinaria, visión que hacía del cantero de obra un campo fértil para la producción de plusvalía apropiada por la industria.

El siguiente paso fue la composición de El obrador y el diseño, cuya tesis central proviene de Marx, o sea, de como todo bajo el capital, incluyendo la arquitectura, es mercadería que sirve y, como tal, procura la plusvalía que es lo que alimenta el lucro. Poco importa la ideología del arquitecto: él sirve al capital. De ahí proviene entonces: la irracionalidad del proyecto (la simplicidad en la construcción exige buenas dosis de mistificación para justificar la ?necesidad? de dominación; desaparición de cualquier vestigio de arte (fruto exclusivo del trabajo libre); y, en el polo obrero, miseria, descalificación, etc.. Como en la línea de montaje, el operario es alienado del proceso total, centralizado en manos y diseños técnicos del arquitecto, cuya figura adquiere nivel artístico y superior. Para Ferro, segregado de todo, el trabajador se idiotiza, relegado en la supuesta neutralidad técnica del maestro.

Fue un proceso histórico y concomitante con el desarrollo del capitalismo. Sérgio recuerda la figura de Brunelleschi, durante el fin del gótico italiano, y la construcción de la cúpula de la Iglesia Santa María de Fiori, en Florencia, Italia. Él contaba con trabajadores magníficos, artesanos de gran capacidad que habían construido, prácticamente sin arquitecto, las iglesias románicas y góticas. Brunelleschi busca un lenguaje del pasado que no era el de los operarios que se encontraban allí. El nuevo diseño ya no es más el de los trabajadores, no se encuentra a disposición del conocimiento de ellos. Así, por un lado está la estructura masiva de ladrillos que sustenta el edificio, y, al frente, columnas, frontispicios, etc.. Para Ferro, es en ese momento, que la arquitectura se transforma en el arte del travestismo, la necesidad de corregir cualquier trazo de simplicidad en la construcción realizada por los operarios, escondida bajo los ornamentos, bajo la decoración. Se encubre así, todo aquello que es el verdadero lenguaje, la verdadera práctica constructiva, ocultando los trazos del trabajo.

Para que la exploración se instale sin exceso de coerción cotidiana, es preciso mediante cuñas, rajaduras, complicar, sombrear la simplicidad. Desde el inicio de la penetración del capital en el cantero, en el siglo XII, las órdenes del arquitecto alejan la normalidad del construir. El resultado es que los índices dejados por el proceso de trabajo pasan a ser no pertinentes, analiza. De ahí proviene, queda claro, la arquitectura que él, Rodrigo e Imperio pasan a defender, calcada en la simplicidad y para servir de morada para las grandes masas populares. Según él, era posible que los canteros de obra se transformasen en un terreno fértil para el trabajo libre, de intercambio de conocimientos, momento en el cual la arquitectura, retornaría a su razón de ser como arte, como en los dichos de William Morris, citados por Ferro, en el sentido en que arte es la alegría en el trabajo. Intenté realizar una historia de la arquitectura de arriba hacia abajo, mirando a la arquitectura de abajo hacia arriba, del cantero de obras al diseño, y no al contrario.

El diseñador de las obras se transforma en humanista. Sérgio considera que trabajo y emancipación caminan juntos, o sea, la liberación del sujeto no ocurrirá por la conquista del tiempo libre, en el ocio, en la abstracción intelectual, sino en la resignificación del trabajo manual, evalúa Arantes. la negación del trabajo abstracto no será su automatización, el no-trabajo, sino el retorno al trabajo concreto útil, simultáneamente intelectual y manual, y a su expresión poética y ornamento. Para Ferro, entre la mano que hace y su objetivo, se inserta, en forma indebida, el diseño del proyectista, cuya misión sería separar esa mano de su objetivo, el hacer de hecho. En lugar de las elucubraciones modernas, al servicio de pocos, Sérgio optó por la simplicidad que alcanzaría a muchos y que revelaría, sin avergonzarse, las marcas del hacer humano. Sólo una arquitectura del trabajo libre (incluyendo el trabajo de arquitecto) merecerá el respeto, avisa Ferro .

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