“Denme lo superfluo que yo renuncio a lo esencial”, decía, en su sabiduría, Oscar Wilde. La reina María Antonieta (vista en estas páginas y en las siguientes, representada por la actriz Kirsten Dunst, en la película homónima de Sofía Coppola) quiso las dos cosas y perdió la cabeza. Fue tal vez el primer ejemplo de que es necesario tenerla en el cuello para usar con felicidad el lujo y la política. Venida de la corte austríaca, donde los excesos de ceremonia habían dado lugar a un estilo de gobierno más sencillo, la adolescente de 16 años penó al depararse con la pompa de Versalles. “Ella no tiene etiqueta, no muestra las señales de su posición y no está cumpliendo con su papel”, anotó su hermano, el emperador José II. Por último, la joven comprendió, pero abusó del remedio: se arrellanó en el lujo para ganar su espacio, sin darse cuenta de que lo que quedaba bien para la “amante real” era intolerable en una reina. La corte y el pueblo pasaron a odiar su exhibición de joyas, zapatos, vestidos y perfumes. Al usar el lujo para conseguir el poder, perdió todo y nos legó una lección valiosa: a veces, en sentido contrario al freudiano, un vestido puede ser algo más que un vestido.
“Por medio del lujo, paradigma central del consumo, las clases económicamente superiores generan sistemas de valores, estructuras de sociabilidad, formas de producción simbólica y un verdadero orden cultural que acaba por ser transmitido y reorientado entre las demás clases sociales por medio de modelos, ideales de consumo que son reproducidos de forma heterogénea entre estas”, afirma la antropóloga Valéria Brandini, cuyo posdoctorado, orientado por Guillermo Ruben, de la Universidad Estadual de Campinas, discute la etnografía del lujo, apoyado por la FAPESP. Según ella, las diferentes clases, grupos y movimientos sociales no se quedan indiferentes, posicionándose de alguna manera, en función de la relación con el grupo hegemónico de consumidores de lujo. Basta recordar que el mismo grupo furioso de mujeres que fue a buscar a Maria Antonieta y el rey, para llevarlos a Paris, donde serían guillotinados más tarde, reviró los guardarropas reales y afanó los vestidos, zapatos y joyas que provocaron su caída.
“El lujo es un fenómeno cultural que forma parte de prácticamente todas las civilizaciones antiguas y pueblos primitivos, naciendo con la búsqueda del consumo exento de racionalidad, o sea, sin preocupación con el después. Desde los primordios, él marca la división entre categorías sociales y promueve la jerarquización, definiendo los papeles sociales”, observa Valeria. Según la investigadora, la relación entre el lujo y la sociedad puede ser una forma de entenderse de las actuales relaciones de clase, en especial en Brasil. “El consumo de lujo se convierte en una categoría importante para pensar no solamente en la cosmología de la clase más rica, sino también en las correlaciones y conflictos entre las diversas clases sociales y de como estas sienten la disparidad de la distribución desigual de la renta en Brasil y se diferencian en valores, comportamiento y perspectivas”, evalúa. De la misma forma que el concepto de Lévi-Strauss de que el alimento para ciertas civilizaciones indígenas no es solamente bueno para comer, sino para pensar, también en el consumo, continua, no disfrutamos tan solamente de la funcionalidad de los objetos, sino que pensamos en su significado, absorbiendo la esencia de valores que el objeto de consumo nos proporciona. “Los hábitos de consumo nos definen.”
Eso está expreso en la primera investigación sobre el mercado de lujo en Brasil, hecha entre 2006 y 2007 por la MCF Consultoría y por el Instituto Gfk Indicator, que revela el crecimiento del mercado de lujo nacional, con una facturación de 3,9 mil millones de dólares (1% de la facturación del mercado mundial), un incremento significativo de 17%, si se compara con el PIB brasileño, de cerca de 3,7%. El mercado de lujo creció 33% en los últimos cinco años, moviendo, como promedio, 2,2 mil millones de dólares por año, casi 3% de nuestro PIB. Brasil es, aún, el responsable por el 70% del consumo de lujo de la América Latina y puede “jactarse” de abrigar una de las mayores tiendas del género en el mundo, la Daslu, con 20 mil metros cuadrados, 87 baños, 72 cajas, 22 elevadores y 63 marcas internacionales. “Es un punto pacífico de que hay símbolos en el capitalismo tanto como hay simbologías y mitologías entre los indios del Amazonas, los nativos del Polinesio y los negros del África Ecuatorial. Los objetos de consumo son la parte más visible de la cultura contemporánea”, evalúa el antropólogo Roberto DaMatta. “La sociedad de consumo produjo la sacralización de lo profano, o sea, el ascenso y la valorización del mundo material, alzándola a la condición de merecedor de respeto y devoción tanto como los antiguos valores de la religión un día merecieran”, concuerda André Cauduro D’Angelo, autor de la investigación Necesitar, no necesita (Lazuli Editora), hecha para la Universidad Federal de Río Grande del Sur.
Moral
De entre las diferentes entrevistas hechas para su retrato del lujo, el investigador hurgó en la cuestión “moral” del consumo. “Los entrevistados se valieron de la lógica liberal para justificar el consumo de lujo bajo una perspectiva moral. Siendo el resultado de un esfuerzo individual, el lujo, según ellos, es nada más que la auto-gratificación legítima. Parece hasta natural que en el propio universo del lujo se estimulen comprensiones de la sociedad que atenúen o debilitan cualquier reflexión moral.” Un buen ejemplo está en las conversaciones de D’Angelo con las “mujeres en delantales”, las funcionarias subalternas de la Daslu, lo directamente opuesto a las “daslucitas”, “las vendedoras socialités de la tienda que ayudan en la socialización de las nuevas integrantes del universo de la elite, una fórmula en que el dinero antiguo acoge al dinero nuevo, enseñándoles lo que comprar, como vestirse y cuales son las a marcas idolatrar”. Prohibidas de sentarse en las sillas de la tienda y de hablar con las clientas, las “mujeres en delantales” demuestran una notable simpatía por el mundo del lujo que las excluye. “En una sociedad en que la mejor forma de ascenso de un pobre es alojarse bajo el ala generosa de un rico, las dos partes hacen un acuerdo que está vigente en el universo del lujo: la elite extiende la mano a la plebe que, en contrapartida, no cuestiona, reflexiona ni critica.” Se hace legítimo así, dice, el consumo de bienes de lujo. Las personas comparan su realidad a la de los inmediatamente arriba, teniendo en ellos su espejo. En vez de condenado, el consumo del lujo es admirado y copiado y lo que generaría una discusión moral se convierte una mera cuestión de posibilidad financiera.
El problema es histórico, pero reciente. Por eras, el lujo fue visto por el hombre con ojos diferentes que los de la modernidad. El lujo prehistórico, por ejemplo, no estaba volcado a la posesión de los objetos, sino al cambio, en que los objetos revestidos de prestigio quedaban reservados a un intercambio de sentido religioso y mágico, en que se daba y recibía en la misma medida. Los objetos eran símbolos, y no “cosas”. Una de esas primeras manifestaciones fue el Kula, entre los melanesios, un sistema intertribal de intercambios de collares y brazaletes de conchas, cuyo valor reside en la continuidad de la transmisión. Con el surgimiento del Estado, el lujo se consolida como institución social, pasando a coincidir con las lógicas de acumulación, centralización y jerarquización. Platón, Aristóteles y Sócrates desaprobaban el deseo por el exceso, de todo lo que fuese más allá de los límites de las necesidades, fijados por la naturaleza. Los romanos, pasmados, tampoco aprobaban el consumo desenfrenado, visto como amenaza al orden: Cícero y Seneca condenaban el lujo como un vicio corruptor del carácter. Para evitar el “mal” fueron creadas, en el 200 a.C., las “leyes suntuarias” que punían frenos en el consumo de lujo y estuvieron vigentes hasta el 1300. “Con el enriquecimiento y el ascenso de la burguesía, el lujo se emancipa de lo sagrado y del orden jerárquico, convirtiéndose en una esfera abierta a la consolidación de la movilidad social”, recuerda Valeria.
La misma lógica económica que, a fines del siglo XVII, legitimó al hombre consumidor liberó el “genio” del lujo de su botella. “La justificación instrumental del lujo ocurrió en un momento en que la burguesía comenzaba a ostentar productos antes restringidos a la nobleza. El consumo pasa a servir cada vez más a la emulación social”, explica D’Angelo. El espíritu de libertad individual del siglo XVIII valorizó aún más el deseo humano, considerado expresión de esa libertad. “El argumento usado era que ‘vicios privados’ como el lujo traían ‘beneficios públicos’.” Para el economista político holandés Bernard de Mandeville, el crecimiento de la industria y de la economía dependía directamente de esos vicios humanos. A pesar de las críticas de Rousseau al consumo, Hume y Adam Smith veían solamente dadivas en esa nueva modalidad económica, unas veces vista como natural, otras como ápice de la civilización. “Los burgueses eran ávidos consumidores de lujo, como forma de obtener el reconocimiento social que les faltaba. El deseo de pertenencia hizo surgir, en Francia, la industria de la imitación: productos semejantes a los de luxo, con materiales baratos y producción en serie, para atender a la demanda de los que querían sentirse en un nivel arriba de aquel que ocupaban en la sociedad”, señala el investigador. El siglo siguiente repitió la dosis.
Prestigio
Al punto del filósofo americano Thorstein Veblen, autor de La teoría de la clase ociosa, crear el concepto de “consumo conspicuo” para definir todo lo que se consumía para exhibición individual, para impresionar a los otros, parte del juego de status y prestigio social. A lo largo de ese camino, anota Valeria, el lujo se estetizó en lo erótico y en la moda, que convertía al cuerpo en un soporte de lujo. “Los cambios constantes de la moda están vinculadas a la lógica del desperdicio demostrativo y de las luchas simbólicas que acompañan el ethos del lujo”, evalúa. Según ella, la moda nace en medio a la lucha de la burguesía por un lugar al sol en la sociedad y, al hacer una alianza con el lujo, ambos se transforman en herramientas o armas que, a partir de entonces, se convierten un par constante hasta la actualidad. “Si, en la era anterior a la Revolución Industrial, las formas de exposición en la vida pública revelaban la posición social del individuo, siendo la ropa una referencia del status social denotado por una persona, a partir del siglo XIX las personas pasaron a creer que sus ropas, sus gestos, y sus gustos revelaban no más su origen social, sino su personalidad”, explica la investigadora, para quien “la moda siempre fue comunicación”. Así, pondera, con la moda se instala la primera gran figura de un lujo absolutamente moderno, superficial y gratuito, móvil y liberto de las fuerzas del pasado y de lo invisible.
En el Brasil, aunque su primer producto haya sido un artículo de lujo, el palo brasil, usado en la teñidura de tejidos finos y en la fabricación de tintes, solamente en el 1808, con la llegada de la familia real al país y la apertura de los puertos, es que nos integramos, por medio de la importación directa (en especial de Francia) al consumo elegante global. Después de décadas de reinado, la Calle del Oidor, en Río, cedió lugar, en los años 1920, al dominio de las tiendas por departamentos, como la Mappin Store, en São Paulo, que concentraban en un único espacio todos los artículos de lujo que se compraban separadamente en las tiendas de la calle carioca. Eso generó una revolución silenciosa, como observa la historiadora Maria Claudia Bonadio en su tesis defendida en la Unicamp (con apoyo de la FAPESP), recién lanzada en libro, Moda y sociabilidad (Editora Senac). Con las nuevas tiendas a la inglesa, las mujeres de la elite paulista consiguieron un acceso al espacio público, reducidísimo en la época, por medio del acto de “ir de compras”, pasando no solamente a disfrutar de ese espacio como a experimentar nuevas formas de sociabilidad a partir del consumo de la moda de lujo, acto aparentemente inocuo que fue fundamental en la lucha feminista brasileña. Poco a poco, el brasileño fue creando su lócus para consumir el lujo, como la calle Augusta y, más tarde, su vecina próxima, la calle Oscar Freire.
Marcas
Nada, está claro, es comparable al surgimiento, en los años 1990, con la liberación de las importaciones por el gobierno de Collor, de la afamada Daslu, que, apunta D’Angelo, “atendía a los deseos de la elite por productos importados aquí mismo, en Brasil, sin la necesidad de tomar un avión e ir para Europa”. Ella era el fruto de un cambio en los hábitos de consumo de lujo nacional que indicaba la presencia maciza de consumidores de la clase media alta entre la clientela de las marcas. “Aquella explosión de ventas no reflejaba solamente la demanda reprimida de las elites, sino la creación de nuevos deseos de consumo entre los sectores más afluentes de la clase media brasileña”, completa el investigador. Eso igualmente trajo datos importantes sobre las relaciones entre los estratos sociales. “La polarización en relación al consumo de lujo no está situada obligatoriamente entre la clase baja y la clase alta, sino entre la clase media y la clase alta. Tal cual la relación entre burguesía y aristocracia al inicio de las relaciones capitalistas, el consumo del lujo representa la relación entre esas dos clases, la media y la alta, en que la primera quiere consumir los signos de distinción de la segunda”, evalúa Valeria. O, en otras palabras, las marcas, que aparecen como tótem de las sociedades complejas, en las cuales los individuos quieren que los representen, pues su significación social les atribuye características que desean tener, apunta la autora.
“Los conglomerados democratizaron el lujo mundo afuera. La logomanía se convirtió una fiebre mundial que incentiva la industria de las falsificaciones. Los logos de lujo se convirtieron pictogramas leídos como un lenguaje universal del Cairo a Moscú, por todas las categorías sociales”, continúa Valeria. Según ella, en ese movimiento el lujo se despedazó en varios lujos, para públicos diversos, donde el verdadero lujo, o sea, el lujo de excepción, coexiste con un lujo intermediario y accesible. “El icono del verdadero lujo puede ser adquirido por las clases menos favorecidas en la forma de un perfume Gucci, un llavero Ferrari, que, fragmentando el lujo de excepción, funciona para las clases económicamente inferiores que consumen productos aislados como un arremedo, un pastiche del universo de significaciones que categorizan el hábito de las clases poderosas, peo que no hace accesible a los más pobres el sentido de unidad de gusto y estilo de vida de los más ricos, si no por la transformación del lujo en kitsch.” Los movimientos se suceden, de abajo para arriba, y viceversa. “Surge un Brasil evocado en las colecciones de moda, dicho tradicional, popular y singular. La cultura brasileña y la popular pasan a interesar las elites creadoras y consumidoras del lujo. El pueblo de lujo pasa a ver, en Brasil, el lujo del pueblo”, apunta la antropóloga Débora Krischke Leitón, en Antropología y consumo (Editora Age). Son los desfiles que traen banda sonora con Tati Rompe-Tinglado, vestidos de chita, bolsas con estampas del Cristo Redentor, jabitas de feria y sayas de bahiana.
“La ‘armonía’ entre popular y alta moda es propuesta por los productores de moda y aceptada por sus consumidoras, que desfilan en las columnas sociales con piezas populares/artesanales/brasileñas. Pero esa apropiación se da en el registro de lo exótico, interesante porque es diferente. Son facetas de una tradición retirada de su contexto y enyesadas. El pueblo que va para la pasarela es un pueblo inventado y objeto de adaptaciones, un pueblo de apelo comercial, lapidado de acuerdo con los gustos de la clase consumidora de lujo”, evalúa. En sentido contrario, tenemos la piratería, la imitación, hoy muy bien hechas, de los artículos de lujo consumidos por varias clases sociales, pues, al menos en Brasil, ellas no son solamente una imitación de arriba para abajo que vendría a suplir las necesidades de emulación de los grupos populares. “Ellas no son consumidas sólo porque son bien hechas, sino porque las diferencias entre las clases sociales brasileñas están tan fuertemente demarcadas que, muchas veces, la distinción se da por la propia apariencia”, observa Débora. De ahí, es posible que las clases medias altas (y hasta las “celebridades”) usar, por ejemplo, una bolsa Louis Vuitton pirata, pues la misma pasará por legítima. “La diferenciación es tan bien incorporada en los sujetos que es posible para muchos usar un bien falso y este pasar por original. El mismo producto, en un popular, por mejor pirateado que sea, no engaña a nadie en la escena social, solamente en función de quien lo carga.” La reacción es inmediata. Cuando un bien de lujo se “banaliza”, por su “democratización”, las elites lo dejan de lado, como se hizo en Brasil con la Louis Vuitton, entonces vista como “cursi” y despreciada por los ricos. Eso, sin embargo, no afectó el consumo de imitación por los más pobres, lo que puede indicar que el lujo no siempre es forma de imitación de las clases altas, pero puede ser usado de forma adaptada. “El consumo de lujo es adaptado al gusto popular y al revés de interpretarlo como una deformación del estilo de la bolsa original, hallamos mejor pensar que es modificado o transformado, en un proceso que, de arriba para abajo, parece una distorsión o mala comprensión, y de abajo para arriba parece adaptación a necesidades específicas.” Eso es válido, inclusive, para el consumo “verdadero” del lujo hecho actualmente por las elites. “El lujo dejó de servir solamente a la marcación de posiciones sociales en el colectivo para satisfacer al individuo, sus instancias emocionales y la satisfacción de sus fantasías personales. Al lujo de naturaleza cuantitativa (escasez generando valor) se contrapone el nuevo lujo, cualitativo, vinculado a la identidad, al confort, a la comodidad, a la sofisticación, a la libertad. Todo lo que es nuevo, diferente, osado, se convierte hoy en lujo”, pondera Valeria. Así, el lujo perdería la obviedad del material noble y ganaría en soporte sensorial y en capital cultural: el placer es el gran lujo anhelado. No sin razón, la Daslu ofrece, a sus clientes, un spa y la Louis Vuitton, de Paris, tiene lugares para “dormir la siesta”. El lujo está asociado al bienestar, ahora un privilegio de pocos.
Status
El cuerpo, dice la investigadora, es el gran soporte para este nuevo lujo por medio de la moda y de las marcas. “La moda contemporánea se vuelve más que ropa, tendencia o estilo. Ella se convierte objeto de acción expresiva, de mensaje, no solamente un referencial de status, sino una forma de comunicación.” El individuo, continua, se autonomiza en la masa y al mismo tiempo la incorpora por la representación que hace de sí mismo, por la dramatización propuesta por la forma de vestir, de componer un estilo, de comunicar valores sociales o aspectos subjetivos que desea expresar para el otro. “El estilo es la herramienta de la construcción de la personalidad. Signos codificados en piezas de vestuario actúan como nuevas formas de expresión de la subjetividad e identidad del individuo.” D’Angelo nota como el nuevo lujo, al negar el viejo lujo, se muestra no ostensivo. “Es casi invisible de tan volcado a la intimidad de cada uno y, aunque raro, no tan dependiente del poder económico. Es, de otro modo, elitista, ya que preserva la relación de diferencia (los que tienen y los que no tienen), no obstante, ser tan riguroso en los prerrequisitos que a él dan acceso.” Se remonta, de esa forma, a la noción más personal de lo que viene a ser lujo, la simplificación de la auto indulgencia individual, tratada de forma colectiva, privilegio al cual todos quieren acceso.
Llegamos, entonces, al lujo “sensato”, como propuesto por el filósofo francés Giles Lipovetsky, para quien ¿”la busca de los goces privados suplantó la exigencia de ostentación y de reconocimiento social, sustituyendo la teatralidad social por las sensaciones íntimas”? “Creo que, cuando el asunto son las motivaciones del lujo, es mejor adicionar que sustraer. Así como en la sociedad hay siempre una combinación de fuerzas entre aquello que queremos y deseamos y aquello que los otros quieren y esperan de nosotros, en el lujo, nuestra vida de consumidor combina elecciones para ‘nosotros’ y otras tantas para los ‘otros’. Lo mismo se da en la moda: al mismo tiempo que ayuda la filiar el consumidor a una tribu, reforzando su pertenencia, ella sirve también para solidificar su propia comprensión como consumidores; juveniles pero abastecidos en varios países”, explica Valeria.
Más: para la investigadora, en el universo globalizado, los estilos de vida son fluidos, por lo tanto, un mismo consumidor puede participar de grupos diferentes y, por veces, “antagónicos”, dependiendo del momento de trabajo, ocio o educación en su vida cotidiana. “Una ejecutiva puede consumir un bolígrafo Mont Blanc y una carpeta Louis Vuitton y también usar un vestido Doc Dog, collares Guerreiro y botas de la Galería Oro Fino.” Al contrario de la “pobre” Maria Antonieta hoy es posible usar el lujo para el poder y para el placer, sin miedo alguno de perder la cabeza. Sólo cuidado para que no guillotinen su tarjeta de crédito.
Republicar