Léo RamosEcléa Bosi, profesora emérita de psicología social en la Universidad de São Paulo (USP), se dedica a investigar temas que no figuran entre los más abordados dentro de los estudios académicos brasileños: la lectura entre las trabajadoras y los relatos de ancianos, por ejemplo, por detenernos solamente en dos de los temas que tienen un peso decisivo en su trabajo. Ella dirige a menudo su mirada hacia los grupos sociales vulnerables: pobres, trabajadoras con bajos sueldos, ancianos que, inmersos en la permanente transformación de la metrópolis, van perdiendo con amargura las referencias de sus trayectos familiares y cotidianos, y penetran en un tiempo de cierto desvanecimiento de la conciencia de su identidad. Con los objetos de estudio escogidos y los personajes con que se topó durante el proceso de investigación, ambos en alusiones a lo precario y vulnerable e investigados a partir de sólidas bases teóricas, ella elaboró una sólida, singular y reconocida obra en su campo.
Edad: |
77 años |
Especialidad: |
Psicología social; Memoria y sociedad |
Estudios: |
Universidad de São Paulo (USP): título de grado (1966), maestría (1970), doctorado (1971) y libre docencia (1982) |
Institución: |
Instituto de Psicología – USP |
Producción Científica: |
8 libros, 36 capítulos de libros y 16 artículos publicados; 10 direcciones de tesinas de maestría y 14 de tesis doctorales |
Forma parte de esa singularidad la expresión del vigor de los hallazgos y de las reflexiones en tono suave, delicado, lo que les imprime a los relatos de Ecléa Bosi una particular dimensión literaria. Sus narraciones de investigación empírica y ensayos teóricos adquieren frecuentemente un tono de hermosa prosa poética. Pero, simultáneamente, también parecen formar parte de la firmeza, de la fuerza vital del trabajo de investigación de Ecléa, su desborde hacia el campo de la militancia institucional, política. Por eso resulta fácil comprender su esfuerzo por lograr la creación y desarrollo de la Universidad de la Tercera Edad de la USP, que a lo largo de 21 años, ha llevado hacia el campus de la mayor institución universitaria pública brasileña a más de 100 mil ancianos, en su mayor parte con una educación formal precaria. O también su militancia ecológica, que incluye en forma prioritaria en su mirada a las obreras embarazadas que, sin saberlo, pueden estar siendo sometidas a agentes tóxicos en las fábricas donde trabajan.
Ella está casada con el profesor Alfredo Bosi, un respetado crítico e historiador de la literatura brasileña, es madre de Viviana Bosi, profesora de teoría literaria, y de José Alfredo Bosi, profesor de economía, y abuela de dos nietos. Se mantiene permanentemente activa pese a hallarse formalmente jubilada y le concedió a Pesquisa FAPESP, durante una mañana de tiempo inestable atravesada por palabras luminosas, en el Instituto de Psicología de la USP, la entrevista cuyos extractos principales publicamos a continuación. Con libros y algunos antiguos recortes delante de ella en la mesa, inmediatamente resaltó que siempre la trataron bien en su vida profesional, pero algo que la marcó como pocas otras cosas fue ver incluido, en una lista del Ministerio de Educación con 100 obras que se distribuyen entre miles de bibliotecas escolares del país, el libro que escribiera con mayor dedicación, Memória e sociedade – Lembrança de velhos.
Noto entre esos recortes de su memoria noticias de sus trabajos, luchas y premios.
Así es, creo que me he empeñado mucho en mi vida. Aquí hay cosas de la militante ecológica.
Una vida militante además de académica.
Participé en la implementación del Parque Ecológico Chico Mendes. Aquí hay memorias de los dos años consecutivos de la Semana de la Ecología que organicé en la USP, previas a la fundación de la carrera de Ciencias Ambientales, en 1974. Insistí tanto ante diputados, senadores, personalidades relevantes, para que colaboraran en la lucha contra la implementación de la central nuclear y, como las respuestas no llegaban, decidí escribirle a alguien que admiraba mucho: Carlos Drummond de Andrade. Él estudió el tema y redactó un hermoso artículo intitulado “Si yo fuera diputado”, que se publicó en el Jornal do Brasil. La lucha contra Angra 3 es más reciente.
¿Y este libro en particular?
Es algo que hice con sumo placer, el último libro que escribí, Velhos amigos, historias verdaderas para niños y adolescentes. Este otro documento es un artículo que escribí sobre un viejo profesor de la USP, ya fallecido [José Severo de Camargo Pereira]. Era alguien temido. Un día, noté que había un tumulto en Maria Antônia [el Centro Universitario de la USP, en la calle homónima]: la gente formaba fila en la puerta, había gente por doquier. Maria Antônia era una caja de resonancia de la política nacional. Habían invadido Cuba y allí la gente se inscribía para ir a luchar y defender la isla. Nunca habían manejado armamento y se iban a enfrentar al Ejército estadounidense, ¡imagínese!
¿Se trataba de la invasión de Bahía de los Cochinos, en 1961?
Exactamente. Entonces oí una voz detrás mío diciendo que sabía que era anciano, pero preguntaba si aceptaban su inscripción. Era el profesor Severo. Pero quiero mostrarle los documentos de un proyecto que ya lleva 21 años [la Universidad Abierta de la Tercera Edad]. Casi siempre estos programas revelan casos de gente con vidas sufridas, que surgieron casi de la nada y hoy brillan aquí en la USP.
Y en la tapa de ese otra memoria, un anciano remando…
Mi obra comienza con Leituras de operárias. ¿Por qué lecturas y por qué obreras? Luego viene Memória e sociedade – Lembrança de velhos; Tempo vivo da memória; Simone Weil: a condição operária, y Velhos amigos.
Trataremos de seguir esa trayectoria, pero antes debo preguntarle: ¿de dónde es usted?
De São Paulo, con una infancia vivida en el barrio de Pinheiros. Nací en la Maternidad São Paulo, en la calle Frei Caneca.
¿Qué educación tenían sus padres?
Ellos eran muy sencillos, pero recuerdo que ambos escribían poesía. Mi padre era empleado público, mi madre ama de casa. Estudiaron poco. Y yo tenía dos hermanos menores.
¿Cómo era su vida, de pequeña?
Era una lectora voraz. No me regalaban libros, no viví rodeada de libros, me los gané. ¿Cómo? Caminando. Un libro costaba 12 pasajes de ómnibus. Yo estudiaba en una casona en el barrio de Campos Elísios, entonces atravesaba toda la avenida São João, y de regreso, atravesaba toda la Consolação, la Rebouças y llegaba a la calle Mello Alves, donde vivíamos. Y 12 boletos de colectivo ahorrados equivalían a un libro. Así me fui ganando mis lecturas.
¿Quiénes eran sus autores preferidos?
Con 13 ó 14 años ya me había sumergido en Dostoyevski, Tolstói, Chéjov, pero también en Romain Rolland, Emily Brontë. Luego leí a Hemingway, Sinclair Lewis, mucha poesía. Después traduje a Ungaretti, Leopardi, Montale, Rosalía de Castro (para periódicos y libros).
¿Iba a una escuela pública?
No. Era un colegio que ya no existe, se llamaba Stafford, y estaba rodeado de un parque. Era una casona enorme en la alameda Nothman. En las caminatas entre mi casa y la escuela me fui instruyendo acerca de las desigualdades sociales. Veía mansiones, casas humildes y meditaba, sin que nadie me dijera nada, sobre la desigualdad social. También aprendí a convivir íntimamente con la ciudad. Después, cuando fui a estudiar en Maria Antônia [en la USP], los alumnos vivíamos en las librerías, en las bibliotecas y bares. La ciudad nos pertenecía.
Cuando Maria Antônia surge en su vida corrían tiempos de efervescencia. ¿Cómo fue vivir justamente ahí durante esos años?
En primer lugar, había grandes profesores. Adorábamos a nuestros maestros: [João] Cruz Costa, en filosofía, Ruy Coelho, un notable profesor de sociología, Gioconda Mussolini, de antropología, Dante Moreira Leite, que fue mi director de tesis, una persona extraordinaria, en psicología social, doña Anita Castilho Cabral, que fundó la carrera de psicología.
¿Cómo fue que se decidió por la carrera de psicología?
¡Quién sabe si no fue a causa de la literatura! A quién leía o lo que leía… Dostoyevski intenta bucear dentro del ser humano, y todo me conducía a interesarme por observar el interior del ser humano. Y esos grandes profesores que tuve fueron una gran inspiración. Es preciso notar que la USP se entiende a través de los profesores, no de las instituciones. Ahí hay familias espirituales. La presencia del docente adorado se percibe en nuestra obra, dirige nuestras percepciones. Estamos hablando de una época dorada de la USP. Estaban Mário Schönberg, Florestan Fernandes, Antonio Candido…
¿Cómo definió el rumbo de sus estudios dentro de la Psicología?
Me decidí por la psicología social porque era una época muy politizada, con una densidad política enorme. Mi grupo era pequeño, unos 12 estudiantes, y fue diezmado por la dictadura casi por completo. Fui compañera de clase de Iara Iavelberg, algo que me marcó mucho. Me acuerdo de ella como una muchacha muy bonita, muy inteligente y que cantaba muy bien. Le gustaban Ponteio, Edu Lobo, también Disparada [de Geraldo Vandré]. Era muy buena en estadística, la cátedra del profesor Severo, e íbamos a su casa a estudiar. Todos recuerdan a la Iara histórica, pero fue la pérdida de una compañera muy cercana y sé cuánto sufrió nuestro grupo por ello. También me acuerdo de Aurora Maria do Nascimento Furtado, Lola, una alumna inolvidable. Cuando el general Fiúza de Castro escribió sus memorias, le preguntaron si se acordaba de los subversivos que había capturado, y él dijo que sí. Recordaba a una muchachita muy valiente llamada Aurora. Murió con la “corona de Cristo” [un instrumento de tortura], con el cráneo apretado, aplastado, una muerte muy heroica, porque no abrió la boca. La detuvieron en Parada de Lucas, en Río de Janeiro, en 1972. Nunca pude olvidarla, ni puedo: fundé la “sala Aurora” en Psicología, con fotografías de ella y con esa declaración del general sobre su valentía. Con respecto a Iara, quisiera decir también que doña Anita la invitó para ser en profesora de psicología social y ella llegó a ser docente, pero luego pasó a la clandestinidad. La recuerdo analizando el contenido de los discursos de Fidel Castro. Nunca concluyó ese trabajo, porque desapareció en seguida después. Pero nos dejó un hermoso artículo sobre lenguaje y comunicación que apareció en una revista de la SBPC y tuve el placer de dárselo a mis alumnos para que lo leyeran.
Entonces, su proximidad con la lucha política, ¿tuvo alguna influencia en su elección por la psicología social?
En efecto, me marcó. ¿Qué elegí para mi tesis doctoral? Las trabajadoras. ¿Por qué lectura? Porque se trata de un campo problemático. Las obreras, por cierto, todos nosotros nos encontramos atravesados por los flujos de la televisión y de otros medios masivos. Pero la lectura exige un acopio de voluntad, realizar una elección. Es un mínimo acto de voluntad, pero es un paso que necesita darse. Y, en el caso de las trabajadoras, requiere una gran dedicación personal, porque no hay librerías en los barrios populares. ¿Qué les impide leer? Una jornada larga y agotadora, su doble jornada como trabajadora y madre de familia, con todas las tareas del hogar. La vivienda distante, la falta de centros culturales, el sueldo que sólo alcanza para sobrevivir.
Pero las trabajadoras entrevistadas en su tesis son más jóvenes y entre ellas hay varias solteras y soñadoras.
Usted se detiene en algo que me parece notable. La empleada soltera tiene un tipo de mentalidad, la casada, madre de familia, otra: es militante. Nunca falta cuando es necesario reclamar o realizar una actividad política, siempre va al frente.
Por su compromiso con los hijos, probablemente.
Claro, su sueldo es muy importante para la familia. Recopilé declaraciones de esas trabajadoras. Otto Maria Carpeaux escribió el prólogo del libro y ahí dice, “más que investigación desoladora, más que mentes seducidas y explotadas”. Pero yo quisiera agregar algo más: constaté lo que la obrera leía e intenté saber qué le gustaría leer. Me sumergí en el universo de lo posible.
¿Y hay una diferencia abismal entre lo que leían y lo que les gustaría leer?
No, pero es diferente. La comunicación masiva es doble: en el terreno de la propaganda, busca mostrar lo más avanzado que hay en cuanto a la tecnología; en el terreno de lo imaginario explota una mentalidad preindustrial que perdura en la memoria de la gente pobre y que sería la literatura de folletín. ¿Cómo es esa literatura que la trabajadora tanto amaba? En general, traza un panorama de la mujer y el niño que sufren la violencia social. La mujer “vive” el desequilibrio, la representación victimizada. Ésa es la novela que la obrera lee. Y se “reequilibra” cuando la historia termina bien, por medio del matrimonio, una intervención del destino.
¿En el folletín libro o en los enredos de las revistas?
En uno y en otra, en el melodrama romántico la mujer y el niño son víctimas, no de la sociedad, sino del destino. Y esas historias no caducan, son eternas: cargan con el sentimiento de exclusión del mundo, con la evasión, la fantasía compensatoria que a la que tanto alude Freud… Umberto Eco tiene una bonita expresión para eso: estructuras de consolación. Y Gramsci las llama complejo de inferioridad social o devaneos de compensación. Él lamenta mucho que los intelectuales no se preocupen por las lecturas populares. Por eso no crearon un humanismo moderno capaz de llegar a los más humildes.
Entre el enfoque de Carpeaux, la visión de Gramsci y la suya, creo detectar una diferencia sensible, entre otras, que es la verdadera proximidad con la que usted trata al grupo que estudia.
Antes déjeme decirle, ¿de qué tratan esas novelas románticas? En mi opinión, a la trabajadora la impresionan los temas básicos relacionados con la justicia, la culpa, el castigo, la transgresión, la rebelión, ante el suplicio inmerecido. ¿Pero no es lo mismo que trata la gran literatura? Los temas son los mismos. Los ojos del lector atraviesan y palpan ese drama humano. Los clásicos tratan de eso y el lector obrero, si tuviera la oportunidad de leer los clásicos, probablemente, se sentiría como en casa.
En tal sentido, entre lo que ellos podrían leer y lo que leen, hay, si no un abismo, una cierta distancia.
Mire bien, ¿hay librerías en los barrios obreros? Noté que las trabajadoras compraban libros en combis que rondaban por las fábricas. Fui a charlar con esos libreros ‒y ahí sí que Carpeaux lloraría si los oyera‒ y ellos me contaron que van a las librerías y editoriales, adquieren los rezagos y los encuadernan (o encuadernaban, en la época en que yo investigaba) para que queden lindos. Una obrera que dedicó horas y horas, a veces días, para comprar un libro tan hermoso, lo pone en una habitación y lo guarda para los hijos. Son caros, muy caros los libros. Fíjese cuán decisivo es dar un paso en dirección a la lectura.
¿Cuánto tiempo le dedicó a su trabajo de investigación para la tesis?
Me llevó dos años conversar con 52 mujeres. Sólo una estudiaba, pero estaba exhausta, probablemente iba a abandonar los estudios. Debo recordar algunos antecedentes de esa historia de investigar las lecturas obreras: la escritora francesa George Sand [1804-1876] entrevistó a trabajadores para saber qué leían y llegó a la conclusión de que la historia oficial, la cultura, no sería completa si no se incluyesen las fantasías y anhelos de aquellos lectores. La escritora y filósofa Simone Weil [1909-1943] les relató las tragedias de Sófocles a las obreras de una metalúrgica. Ellas vibraban con las narraciones y Simone Weil percibió que la ficción puede constituir una fuga, una evasión, pero también una revelación.
En su libro, ¿las lecturas de las obreras tenían más de evasión o de estrategia para sobrevivir manteniendo cierta cordura?
Eso es un triunfo de la cultura masiva sobre la cultura obrera, la cual forma parte de la cultura popular y también de la cultura masiva, pero son diferentes. Cuando el obrero se evade, leyendo, en busca de algo de fantasía, no está generando una cultura obrera, porque la misma, como tal, debe tener algún elemento de militancia. La cultura obrera interpela: ¿quiénes somos nosotros, o cuál es la gente como nosotros? ¿Cuál es el significado de nuestro trabajo, y cuál es su valor para la sociedad? Por eso Gramsci quiso fundar en Turín las universidades obreras, donde él daba clases. Por eso Simone Weil, que fue una obrera metalúrgica, les daba clases a los ferroviarios y a los mineros. Pienso que Weil, Gramsci y otros pertenecen a una vanguardia arraigada, una expresión acuñada por Alfredo Bosi, que yo acepto y admiro.
¿Qué sentido tiene aquí la palabra “arraigada”?
El arraigo se traduce en vivir intensamente la cultura popular. Mariátegui, Simone Weil y Gramsci vivían intensamente la cultura popular y lograron que sus estudios se alimentaran de ella. No hay mayor alegría en el mundo que elaborar un estudio para una universidad y comprobar que repercute en una política pública. En el caso de Leituras de operárias, tuve la satisfacción de poder trabajar en el gobierno municipal durante la administración de Luiza Erundina [1989-1993], en la Secretaría de Obras Públicas, junto a Lúcio Gregori, en la Secretaría de Cultura, con Marilena Chauí, fundando bibliotecas populares ‒ella tenía gran interés en formar comunidades de lectores‒ y también me invitó Paulo Freire, para trabajar en la Secretaría de Educación. Fue una época de militancia que devino de Leituras de operárias. Pero lo que más me gustó hacer, en ese ámbito de políticas públicas, fue poder ir a la Organización Internacional del Trabajo [OIT], en la ONU, en Ginebra, y denunciar el trabajo obrero femenino desde este punto de vista: cada año aparecen nuevos agentes químicos, nocivos, que no se han estudiado de ningún modo en cuanto a cómo afectan al organismo femenino. En el caso de las fábricas que trabajan con radiación, ésta afecta el tejido embrionario durante los tres primeros meses del embarazo, una etapa en la que la trabajadora generalmente no sabe que está embarazada. Años más tarde, el niño sufrirá los efectos de esa radiación sobre su salud. Y los culpables permanecen impunes. ¿Qué habría que hacer? Se podrían estudiar los agentes perniciosos en las fábricas donde trabajan mujeres.
¿Esa denuncia generó alguna consecuencia práctica en términos de políticas generales?
En aquel entonces se denunció al amianto y muchas naciones allí presentes lo prohibieron. Brasil no quiso adherirse.
Antes de la memoria, porque me quedé intrigada por la expresión “vanguardia arraigada”, le pregunto si no hay, de parte de muchos intelectuales, un tratamiento condescendiente ‒a punto tal de sonar exasperante e incluso ofensivo‒ al analizar hábitos, comportamientos y modos de vida de los integrantes de las clases más humildes, etc., cuando no cuentan con ningún vínculo real con esas comunidades.
Cuando un intelectual va a la periferia para recabar información, está recibiendo. Ahí, el donante es el pobre. Va a recabar datos para realizar una tesis, crecer en su carrera académica, y quienes le brindan todo se quedan viviendo su existencia precaria, sin esperanza. Y el intelectual crece a costa de esos donantes, sin ser parte integrante ‒en una expresión que adoro‒ de una comunidad de destino. Son destinos divergentes y él debe tener conciencia de ello. Por cierto, en la investigación básica la gente sabe que una cosa es registrar información y otra cosa es escuchar. Si el investigador posee el don de escuchar, la palabra “don” incluye la amistad. No existe la amistad temporal. No hay una simpatía fácil por el sujeto de investigación, por la clase humilde. Hay un compromiso responsable para toda la vida. Eso es amistad.
Podemos volver entonces al recorrido de las lecturas para recordar.
Todos los años doy clases sobre la memoria y dirijo las investigaciones de los alumnos que también van a estudiar eso. En el estudio Memória e sociedade recopilé recuerdos biográficos, pero eso también trajo aparejado la memoria del tiempo, del espacio, la memoria política, la memoria del trabajo y la memoria cultural. ¿Cuáles eran las características de esos ancianos entrevistados? Eran sensibles a las transformaciones urbanas. Ellos fueron notando cómo fue cambiando la ciudad y cómo eso se veía reflejado en cada paso de su historia. Los urbanistas deberían escuchar esas historias, conocer lo que la ciudad significa y lo que significaron las transformaciones de la ciudad en la vida de sus ciudadanos. ¿Qué me contaron esos viejos de sus ciudades? Me relataron las historias que oímos de nuestros abuelos, como el paso del cometa Halley, en 1910. Todos describieron al cometa Halley, a los matadores de mosquitos de Oswaldo Cruz en los barrios de vegas, describieron la gripe española, las andanzas del ladrón Meneghetti, que era un ladrón muy simpático, que les robaba a los ricos para darles a los pobres. A propósito, las historias del tal Meneghetti son extraordinarias. Compraba discos de ópera, porque los barrios obreros, como por ejemplo Bixiga, eran barrios italianos, y como él era el único que tenía un tocadiscos, ponía el volumen bien alto, para que todos lo oyeran. A todos les gustaba la ópera. Pero la memoria de los ancianos corre contra la marea, porque la ciudad no permite que se visiten entre sí. Ellos pierden el grupo que recuerda esas mismas vivencias. Ese grupo memorioso es testimonio e intérprete de esos recuerdos. Cuando eso se pierde, los recuerdos se van dispersando y necesitan hacer un gran esfuerzo para acordarse. El anarquismo de comienzos del siglo XX, la revolución de Isidoro, y por cierto, cuántos niños fueron bautizados después con ese nombre… La Columna Prestes, la revolución de 1932, las dos grandes guerras, Getúlio [Vargas] y el laborismo, todo recordado de una manera conmovedora. Cuando murió Getúlio, me contó un anciano, lanzaron gas lacrimógeno para que no se reunieran los obreros, pero ellos se agruparon igual y lloraban a causa del gas, recién después se supo. Entrevisté a una profesora comunista que se subía a los andamios y les tiraba piedras a las manifestaciones de los integralistas y también entrevisté a un viejo integralista que recibía esas pedradas cuando se construía la Catedral. Los puntos de vista son diferentes, pero los supuestos constituyen la historia por igual, sea cual sea nuestro punto de vista. Otro recuerdo interesante son los de jóvenes y adultos que se acuerdan de las noches, en tiempos de la dictadura, en que escuchaban murmullos, camas que eran arrastradas, sitios improvisados. Y esos desórdenes domésticos eran para esconder militantes que se refugiaban en esas casas. Sabemos que cientos de familias escondieron revolucionarios, simpatizando o no con sus ideas. Creo que eso fue admirable. ¿Cuántas amas de casa escondieron a jóvenes perseguidos por la policía? ¿Cuántas les salvaron sus vidas, sin conocer su ideología? Los recuerdos del lugar y de los sucesos políticos e históricos comienzan, en primera instancia, en la casa materna, que constituye el centro geométrico del mundo. La ciudad parte de la casa materna en todas direcciones. De ahí salen las calles, los caminos donde se desenvolvió la vida. Registré los pregones de los vendedores, las cantilenas que surcaban los barrios. Grabé la pauta musical de los barrios y aprendí que la ciudad no es sólo un mapa visual, es también un mapa sonoro que forma parte de nuestra identidad, de nuestra integridad. Si uno lo piensa, la calle tiene su propia banda sonora. Si una la graba, desde una puerta que se abre, la escoba barriendo la vereda, la apertura de los comercios… Es muy gracioso cuando un paulistano describe la ciudad, porque siempre dice “ali na Penha” [ahí en Penha, un barrio paulistano] señalando la palma de la mano.
Tiene la ciudad en la palma de la mano.
Se trata de un mapa sentimental de la ciudad. ¿Cuáles son los sitios emblemáticos de la ciudad? El Viaduto do Chá, la Catedral, Penha, porque cuando se bautizaba a los niños, los llevaban a Penha y los novios daban un paseo por la Penha después de casarse. El Museo de Ipiranga, el Jardím da Luz, Serra da Cantareira y el Teatro Municipal. Los viejos memoriosos decían “bajé los 84 escalones…”, como si todos supieran que tiene 84 escalones. Esa gente de Brás y de Mooca [barrios de São Paulo] se ponía su mejor ropa y hacían cola en la puerta del Teatro Municipal. Mientras, iba entrando la aristocracia paulistana, y ocupaban sus ubicaciones. Después el taquillero elegía entre aquella otra gente a los que estaban mejor vestidos y los autorizaba a entrar. ¿Qué hacían ellos entonces? Se quedaban en el paraíso y aplaudían cuando se debía, porque conocían la ópera. Cuando empezaban a aplaudir en el paraíso, la elite sabía que era un momento importante. Si un tenor desafinaba, por ejemplo, el paraíso se quedaba en silencio, decían “stonato il tenore”, y no aplaudían. Y había un personaje extraordinario en São Paulo, era un negro que tenía una risotada inolvidable. Entonces siempre lo invitaban a entrar gratis, por supuesto. Cuando él se reía, su risotada contagiaba a todo el auditorio. Yo tenía un tío que era claque y él me enseñó a aplaudir, tal como debía hacerlo la claque, haciendo eco. Y los campitos: de Barra Funda, de Glicério, de Limão, de Casa Verde, ¿cuántas canchas de fútbol había allí? Recién conocimos el fútbol en los estadios cuando las industrias se apropiaron de esos potreros de vegas para utilizar el río como canal para sus desechos.
¿Esos recuerdos son todos de la primera mitad del siglo XX?
Sí, pero eso no quiere decir que ellos no continuaron luchando hasta el final. Enseguida le cuento de doña Jovina Pessoa, una gran militante que entrevisté. Los barrios de São Paulo, cuando los describen los ancianos, tienen una biografía, tal como nosotros. Tienen infancia, juventud, madurez y vejez. Y la vejez es la etapa más hermosa de los barrios, porque ya adquirieron una memoria. La fisonomía del barrio va madurando, al ritmo de la vida de sus habitantes. Nuestras historias se mezclan con la historia del barrio y percibimos en la calle aquello que nunca vimos, pero nos han contado. Cuando la fisonomía del barrio se humanizó y maduró, puede que siga viviendo, aunque también puede ser herida mortalmente. Avasallada por las inmobiliarias y los urbanistas que no tienen ningún interés por la memoria, por la supervivencia de los habitantes. El trayecto familiar entre el hogar y los lugares donde se suele ir no es un privilegio del ser humano, sino de todo ser vivo. El barrio es una totalidad estructurada, común a todos, que vamos asimilando poco a poco y otorga un sentido de identidad a su morador. Resulta terrible perder el camino de regreso, se trata del retorno del camino familiar si es que aún existe. Los ancianos quedan acorralados cuando las manzanas del barrio son arrasadas. ¿A dónde van? Intentan resistir, pero en general pierden la apuesta. Los cambios y la muerte resultan equivalentes para la gente. Los urbanistas deberían escuchar a los viejos residentes que mantienen el recuerdo de cada calle y de cada barrio. Los consejos barriales, ¿tienen derecho al veto? Teóricamente sí, pero ¿se los tiene en cuenta?
Su trabajo sobre la memoria fue posterior a Leituras de operárias, por lo tanto, ¿las entrevistas con los ancianos fueron en los años 1980?
Así es. Y luego de esa tesis se multiplicaron los estudios sobre la memoria en Brasil, fueron muchos. Hay una causa profunda para ello y creo que es consecuencia de la necesidad de establecer arraigos.
Al fin y al cabo, vivíamos en un país que intentaba extirpar una porción de la memoria por causas políticas, ¿no es así?
Los trabajos de la memoria y sociedad tienen un sello de nostalgia, un sabor agridulce. Porque cuando uno cuenta de la vida y la ciudad, realiza una de las labores más difíciles para la mente humana, que consiste en aceptar lo irreversible, lo que se perdió. Cuando lo cuenta, da su consentimiento a esa pérdida, sencillamente y con libertad. Instruida por esos bravos memoriosos, pensé en ellos y en la vejez en la sociedad industrial. ¡Cuán dañina que es esta sociedad para la vejez! A causa de los cambios históricos que se aceleran, el sentimiento de continuidad del individuo se rompe.
¿Ahí entonces surgió su proyecto de la Universidad de la Tercera Edad?
Claro, abrimos la universidad. Al final de cuentas, ¿no son los impuestos que pagan los ancianos trabajadores lo que nos sostienen? Entonces es natural que puedan venir ¿Y quiénes vienen? La gente que nunca pudo estudiar. Y se sientan en la clase junto a los alumnos de carrera. Es la primera vez que un alumno nuestro estudia al lado de un trabajador manual, un albañil o una empleada doméstica que no están a su servicio. Esa gente está participando de la pasión por el conocimiento y algunos toman tres ómnibus para llegar a la USP. A veces alguna de ellas lava toda la ropa del conventillo donde habita para poder comprar alguna revista especializada que pidió un profesor. Mencioné a los trabajadores manuales porque ellos son la gloria del proyecto, pero también pueden venir alumnos con mayor cultura que el profesor, como es el caso de doña Neuza Guerreiro, que es bióloga, una persona con gran cultura. Pero en general, se trata de gente que no pudo estudiar y elevan el nivel de las aulas, porque fueron testigos de la historia. El alumno común no sabe lo que sufrió alguien exiliado y perseguido por la dictadura y el alumno de la tercera edad que está a su lado pudo haber sido esa persona. No siempre los más jóvenes ostentan una visión más avanzada. ¿Quiere un ejemplo? Una alumna que nunca cursó estudios universitarios es la madre de dos arquitectos que están diseñando el plano de una nueva casa. Ella los observa y les dice que no coincide con el proyecto, porque aunque está muy lindo, el tamaño de la habitación de servicio es minúsculo, les explica, y ella aprendió en la clase de psicología social que el espacio para el trabajador debe respetarse más. Y los arquitectos rehacen los planos. La Universidad de la Tercera Edad va mucho más allá de un mero proyecto académico, porque reinserta al anciano en la comunidad.
¿Pero no pueden llegar a ser víctimas de prejuicios de parte de los alumnos?
Los prejuicios se derrumban enseguida. Un viejo obrero, cuando los alumnos se quejan del exceso de bibliografía para un examen, se levanta y dice que fue obrero toda su vida, pero que ahora, a causa de su edad, sólo consigue trabajo cuando se van los operarios y él va a lavar las máquinas y el piso. Comenta, “¡que trabajo pesado!”, le pide un libro a un compañero, lo sopesa, se lo muestra al resto de la clase y dice: “¡Miren qué liviano es!”. Eso conmueve a todos. ¡Qué liviano es un libro comparado con el trabajo de un metalúrgico discriminado a causa de su vejez! Son cosas inolvidables.
¿Cuántos estudiantes de la tercera edad ingresan a la USP por año?
Es variable, pero en estos años, generalmente han ingresado 10 mil. Ya llevamos 100 mil matrículas en 21 años. Ellos acuden de todas partes y se reparten entre las diferentes carreras y departamentos. La no especialización del anciano se corresponde con la especialización de los profesores. Por lo tanto, el profesor de mineralogía da clases de danza folclórica, de rondas. Un profesor de ingeniería química da clases de cine. Porque el profesor tiene ahí una gran responsabilidad, le da clases a un alumno que ya estaba sondeando las estrellas antes que él naciera. El profesor es consciente del pasado de ese alumno y por eso se prepara mucho más para dar esas clases.
¿Cómo llegaron los primeros alumnos a la Universidad de la Tercera Edad?
Muy tímidos. Me acuerdo de doña Santinês, una vendedora ambulante, cocinera, que tuvo una vida muy dura. Yo estaba dando una clase y decía que la vida se vive de manera diferente según la clase social. Los alumnos tenían dificultades para aprender eso y ella, semianalfabeta ‒lo único que había leído era la Biblia‒ se puso de pie y comenzó a citar versículos bíblicos que sabía de memoria. Ella decía esto: “Todo tiene su tiempo bajo el sol. Hay tiempo de nacer y de morir, tiempo de plantar y tiempo de cosechar, tiempo de llorar y de reír, tiempo de rasgar y tiempo de coser, tiempo de buscar y tiempo de perder, tiempo de abrazarse y de separarse, tiempo de callar y tiempo de hablar”. Los alumnos lo comprendieron en el acto y quedaron asombrados, incluso por el hecho de que a ella misma le haya llegado el tiempo de hablar ‒en público‒, y expresarse.
Al oírla hablar de su trayectoria académica me da la sensación de que la misma se encuentra marcada por un componente íntimo muy poderoso. Permítame preguntarle, ¿qué la impulsa hacia esa visión generosa de la inclusión social?
Quizá sea el ámbito en el que viví mis primeros años. Y la inmensa simpatía que me inspira esa gente humilde que me dio todo y por lo cual creo que debo estar al servicio de ellos mientras viva. En realidad, estoy al servicio de la Universidad de la Tercera Edad, no me gusta que digan que yo la fundé o que la dirijo, estoy a su servicio.
Le pregunto en referencia a su extensa trayectoria signada por ese sentido del servicio al otro. Vislumbro ahí la expresión de un ejercicio cristiano o de otro campo religioso similar, la expresión de una dimensión utópica en la práctica de la vida cotidiana, en fin… La gente generosa se mueve según profundas creencias.
¿Y hay algo más lindo que el servicio? ¿Cuál fue el primer milagro de Cristo? Convirtió el agua en vino durante una fiesta, para tomarlo con los amigos. Fue un primer servicio muy humano y luego fue avanzando.
¿Quiénes son sus maestros en psicología social?
Menciono a dos que son más actuales, muy presentes cuando escribí mis trabajos. En teoría de la Gestalt, Anita de Castilho Marcondes Cabral, en teorías sobre el tiempo, Henri Bergson. También está Maurice Halbwachs [1877-1945], a quien le dediqué mi libro, un psicólogo social que murió en el campo de concentración de Buchenwald. Y cuando hablamos de interpretación, mis conexiones son con Adorno, Marx, Hannah Arendt… Me agrada especialmente el fundador de la ecología política, André Gorz [1923-2007]. Un gran personaje. Y su último libro, Cartas a D., que son cartas de amor que le escribe a su mujer, fue traducido a solicitud mía. La edición brasileña es más linda que la edición francesa.
¿Cómo es su labor diaria en la universidad?
Dirijo trabajos sobre memoria. Me topé con Simone Weil en mi camino y hoy coordino el Laboratorio Simone Weil, que ya tiene 11 años. Es interdisciplinario y reúne a investigadores que sólo estudian la obra de Simone Weil. De allí surgieron investigaciones admirables basadas en su concepto del arraigo. Dirijo la Universidad de la Tercera Edad y doy clases en la carrera y en el posgrado. Y planté cuatro pomares.
Cuéntenos esa historia de los pomares
El paulistano es un migrante urbano. Entrevisté a 140 personas y sólo una vivía en la misma casa donde nació. Yo misma me he mudado varias veces, y en cada casa donde viví planté árboles frutales, pero no llegué a recoger frutos excepto en la casa de Cotia, donde residí durante 40 años y de la cual me fui hace unos meses. Extraño mucho a mis árboles. La vida es un poco eso, plantar árboles frutales, pidiéndole a Dios que haya alguien que pueda saborear los frutos.