“Olê, mulher rendeira/ olê, mulher rendá/ tu me ensina a fazer renda/ que eu te ensino a namorar”, dice una canción que es símbolo de los llamados cangaceiros. Sobre moda, su líder Lampião y sus hombres tenían poco que aprender y mucho que enseñar. Se vestían coloridamente, cubiertos de adornos de oro, y como buenos habitantes del sertón, sabían confeccionar toda suerte de objetos y vestimentas sin que por ello se cuestionase su virilidad: “el rey de los cangaceiros” cosía sus ropas y las de sus protegidos y bordaba a máquina a la perfección; y se enorgullecía de su habilidad. “El bando de Lampião, sobre todo durante los años 1930, tenía preocupaciones estéticas más frecuentes y profundas que las del hombre urbano moderno”, afirma el historiador Frederico Pernambucano de Mello, investigador de la Fundación Joaquim Nabuco y autor del libro Estrela de couro: a estética do cangaço (Escrituras, 258 páginas, R$ 150), con 300 fotos históricas y 160 reproducciones de objetos de uso personal de los bandoleros conocidos como cangaceiros, muchos pertenecientes al propio autor. Tamaño cuidado visual, pleno de detalles en las cosas más cotidianas (¡perros con collares trabajados en plata!), servía como protección contra el mal de ojo, como instrumento de jerarquía interna, tenía una función militar y era un poderoso instrumento de propaganda entre las poblaciones pobres, que admiraban todo aquel lujo, color y brillo. Era también una forma de arte que los cangaceiros cargaban en su cuerpo.
“Había orgullo en todo eso, un esfuerzo para que se pudiese llegar al anhelo de belleza de cada uno de los así llamados ‘cabras’. Era notable también el desprecio sistemático por la ocultación de la figura, una actitud opuesta a la de los que se consideran delincuentes”, explica. “Viviendo en un medio gris y pobre, los cangaceiros se vestían de color y riqueza para satisfacer sus ansias de arte y confort místico. Era como si los más esquivos habitantes del gris se levantasen contra el despotismo de la ausencia de color de la agreste región de caatinga y proclamasen la alegría de los tonos y los contrastes”. En vez de camuflarse, los cangaceiros desarrollaron una estética brillante y ostensiva con ropas adornadas de espejos, monedas, metales, botones y recortes multicolores que, paradójicamente, los volvían blancos fáciles, incluso en la oscuridad. “Todos armados con mosquetones, usan trajes exageradamente adornados, y entran cantando sus canciones de guerra, como si estuvieran en plena y diabólica fiesta carnavalesca”, escribió el Diário de Notícias de Salvador, en 1929. “Aunque que la fascinación por los caganceiros haya existido siempre, fomentada por la literatura de cordel, Lampião supo jugar con todos los registros de lo visual para ‘magnificar’ su vida y transmitir la imagen de un bandido rico y poderoso. Fue el primer cangaceiro que cuidó su estética, empleando modos de comunicación modernos que no formaban parte de su cultura original, tales como la prensa y la fotografía”, explica la historiadora francesa Élise Grunspan-Jasmin, autora de Lampião: senhor do sertão (Edusp).
Luego de que sus atuendos fueran cantados en cordel, la fotografía, al llegar al sertón durante la primera década del siglo pasado, hizo las delicias de los cangaceiros. “Esa existencia delictiva parece haber sido creada para caber en una fotografía, tamaño el cuidado de los cangaceiros para con su atuendos, con la imponencia y con la riqueza de los trajes guerreros”, evalúa Pernambucano. “Las vestimentas de los bandidos fueron sofisticándose hasta convertirse casi en disfraces. Ése era uno de los aspectos de la extremada vanidad de aquellos bandoleros”, sostiene el historiador Luiz Bernardo Pericás, autor de Os cangaceiros: ensaio de interpretação histórica (Boitempo, 320 páginas, R$ 54). El cangaceiro era un orgulloso que se esmeraba en sus atuendos hasta el final, como se puede ver en la célebre foto de las cabezas de Lampião y sus hombres junto a sus sombreros: “Entre los trece, no hay dos iguales, tan ricos en temas y en valor material como el del jefe, prueba de la imponencia de la estética, cuya afectación exagerada adjetivó a los cangaceiros en su etapa final, cuando llegaron a incrustar alianzas de oro en la boca de las armas”, sostiene Pernambucano. “Había una estética rica que les confería una ‘blindaje místico’ a los cangaceiros, satisfechos con su belleza y encima seguros en un marco de supuesta inviolabilidad”. A punto tal de contaminar las ropas de la policía, que copió sus vestimentas, con lo cual cambiaba el foco de la guerra. “El contagio ineluctable muestra la fuerza de esa estética y pone evidencia la existencia de otra lucha, entablada simultáneamente, en el plano de la representación simbólica. La venganza estética de los cangaceiros contra la eliminación militar se da cuando el principal ícono de su simbología se transforma en la marca del nordeste: la medialuna con la estrella del sombrero de Lampião.”
Bandidos
Estimulaba esas “ansias de ostentación” la propia esencia política de su accionar. “Los cangaceiros no admitían que se los comparase o se los confundiese con bandidos comunes, eso era una ofensa imperdonable. Se veían como actores sociales distintos, de la misma estatura que los ‘coroneles'” [los terratenientes], explica Pericás. Lo que les permitía usar y abusar de los figurines: orgullosos de sí mismos, tenían incluso gusto por los rangos militares, ascendían a “cabras” [sus “soldados”] a puestos de jerarquía militar y consideraban que los miembros de sus efectivos eran “soldados”. “Observe que cualquier grupo militar aprecia los símbolos, las insignias, las representaciones de poder. ¿Se acuerda de Breshnev con sus medallas que no le cabían en el pecho en el tiempo de la Rusia soviética? Lampião, un tipo inteligentísimo, hizo de la costura y del bordado un criterio extra de promoción y status en el seno del bando y él mismo cosía las vestimentas de su facción. Constituía una gran ventaja prepararlas y entregárselos a sus hombras”, enfatiza Pernambucano. “No se llama a un buey pegándole en la herida”, decía el “rey”, conciente acerca de la necesidad de tener una política interna de agrados para mitigar la disciplina, en la cual a su vez hacía hincapié. “La estética era una herramienta destinada infundir el orgullo del irredentismo cangaceiro en los reclutas, de manera casi instantánea. Antes de echar mano de ese recurso estético, imagino que esa inoculación debe haber sido lenta.”
Patrones
“Los bandos de cangaceiros eran estructuras jerarquizadas con claras distinciones entre los líderes y los de la ‘arraia-miúda’, sin voz de mando y en posición claramente subordinada a los jefes. Muchos consideraban a los líderes sus ‘patrones’. Y esos comandantes se veían así a sí mismos, casi como los ‘coroneles’, con los cuales mantenían buenas relaciones, y ubicándose en una posición igualitaria con relación a los potentados rurales”, afirma Pericás. En contramano del sentido común, los comandantes cangaceiros eran de familias tradicionales y con algunas posesiones. Lampião, por ejemplo, pertenecía a la clase de los propietarios de tierras y él mismo había sido ganadero. Por eso el cangaço no fue, según dice el investigador, una lucha por reconstruir o modificar el orden social del sertón tradicional, como preconiza buena parte de la literatura sobre el fenómeno. “Ellos no luchaban para mantener o cambiar orden político alguno, sino para defender sus propios intereses mediante el uso de la violencia, indiferenciada e indiscriminada. Los bandoleros, eso sí, procuraban mantener vínculos con los protectores poderosos, lo que podía resultar incluso en agresiones contra su propia gente”, dice Pericás. En tal sentido, la famosa justificación de la adhesión al movimiento por motivos de disputas sociales o venganzas familiares debe verse con desconfianza. “Los cangaceiros se decían víctimas, obligados a entrar en la pelea por honor, pero eso era en la mayoría de los casos un ‘escudo ético’, un argumento destinado a convencer a las poblaciones pobres de que eran movidos por cuestiones elevadas, para diferenciarse de los bandidos comunes, cosa que no era real”. Lampião nunca estableció como prioridad ayudar a los necesitados. “En general se guardaban el dinero grande y les daban algunas monedas a los pobres y a las iglesias. Y siempre hacían hincapié en difundirlo para crear una imagen positiva ante el pueblo.”
En la práctica, el comportamiento de los cangaceiros era parecido al de los “coroneles”, que obraban de manera paternalista con aquellos que eran considerados “sus” pobres. “No eran bandidos sociales y se puede decir incluso que su presencia fue un obstáculo para que surgiese una protesta social más significativa. Pese a ello, como ejecutores independientes de la rabia silenciosa de la pobreza rural, los cangaceiros tenían la convocatoria popular de agentes superiores. Su violencia era un gesto admirado de afirmación psíquica en ausencia de justicia y de un cambio positivo”, cree la historiadora Linda Lewin, de la Universidad de California, autora de The oligarchical limitations of social banditry in Brazil. Câmara Cascudo ya había notado que “los sertanejos no admiran a los delincuentes sino a los hombres valientes”. “Puede vérselos a los cangaceiros como una continuidad del ambiente violento del sertón, en donde era común que los paisanos cargasen y usasen armas cotidianamente, pautando su vida en cuestiones morales, de honor y prestigio”, dice Pericás. Los cangaceiros construyeron la imagen de individuos agraviados que habían entrado en la delincuencia por buenos motivos. Pero, así como eran violentos, lo propio puede decirse de los soldados que los perseguían. “La población que sufría violentada se volcaba a favor de los bandoleros como respuesta, o porque los veía como contraposición a los ‘agentes de la ley'”, analiza Pericás.
“Con sus atuendos inconfundibles y para nada tendientes a la ocultación, se sentían investidos de un mandato más antiguo, tenido como más legítimo que la propia ley que, a sus ojos, era una intrusión litoraleña sobre los dominios interiores, rurales”, añade Pernambucano. Los cangaceiros suplían la falta de poder institucionalizado en el sertón. “Constituirían el fiel de la balanza en muchos casos como un poder paralelo, más fluido e inconsistente, pero popular entre las masas campesinas”, dice Pericás. Sin embargo, con el tiempo el cangaço reveló ser un negocio, el “Cangaço S.A.”, tal como lo describe Pernambucano. “Era una ‘profesión’, un ‘medio de vida’. Los bandoleros eran equidistantes del ‘pueblo’ y de los mandamases, aunque tenía más proximidad con las elites rurales”, coincide Pericás. Como eran “independientes”, su imagen estaba disociada de las de los “coroneles” directamente. “No siendo empleados de nadie, eran en cierto forma autónomos, y así le quitaban a las capas más ricas y a los gobiernos el monopolio de la violencia. Pero es siempre es bueno recordar que la mayoría de la población campesina, pese a su miseria, a la explotación, a la falta de trabajo y a las sequías, no entró en ese bandolerismo”. De acuerdo con el investigador, uno de los motivos para la longevidad del “buen recuerdo” de los cangaceiros sería su contraposición al orden instituido. “La policía representaba al gobierno, pero usaba el uniforme para transgredir. Así, una parte de esa sociedad se volcó hacia los cangaceiros y vio en ellos lo opuesto, es decir, aquéllos que luchaban contra el orden”. Sus actividades delictivas se veían por eso justificadas en el cuadro mayor de la lucha entre ambos “partidos”: el cangaço y la policía.
Políticamente “rehabilitados” y bien vistos, se permitían el lujo de la ostentación, que empezaba en los sombreros, cuyas alas levantadas podían llegar a los 20 cm de radio anular, una hipérbole con relación al modelo original de los vaqueros, de ala dada vuelta, pero corta. “Me probé el sombrero de Lampião en el Instituto Histórico y Geográfico de Alagoas: el cuello se me aflojó. Tanto peso ornamental no tendría nada que ver con la funcionalidad militar, sino con valores mucho más sutiles”, comenta Pernambucano. Ese objeto porta alrededor de 70 piezas de oro, entre monedas, medallas y otros adornos, lo que llevó un reportero de la época a definirlo como “una verdadera exposición numismática”. El sombrero era el punto de concentración de las adendas simbólicas que caracterizan al atuendo del cangaceiro.
Amuletos
Cosas comunes se transformaban en amuletos que, al margen de reforzar la jerarquía, se convertían en símbolos de una creencia mística. “El blindaje místico se tradujo en muchos signos (la estrella de David, la flor de lis, el signo de Salomón y otros) y en la profusión de su uso en todos los ángulos de las vestimentas, lo que dividía la atención con el puro anhelo estético, mezclándose con éste, otorgándole un utilitarismo a la fusión, a fuerza de darle vida a la creencia tradicional de una supuesta inviolabilidad en medio de riesgos extremos”. Pero no se ilusione el espectador al pensar que los bandos eran “escuelas móviles de superstición”. “El grueso del bando, gente muy joven, de entre 16 y 23 años, se pautaba por la ley de la imitación, sin tener conciencia acerca de aquello de lo cual se servía. ¿El jefe lo usa? Con eso basta”. Las mujeres seguían la moda de cerca, pero de distinta manera. “Con algunos rasgos de valquirias y casi ninguno de amazonas, las ‘matutas’ que se sumaban al bando nunca adoptaban el sombrero de cuero, cosa de hombre. A ellas les era reservada una cobertura de fieltro, de ala mediana, y el ponerse sobre la cabeza una toalla y un pañuelo”, comenta Pernambucano. Lo propio sucedía con los puñales, que podían llegar a medir 80 cm para los de los varones (el tamaño límite era el del puñal de Lampião, que no podría ser superado), pero no pasaban de los 37 cm en el caso de las mujeres.
Por cierto, las armas blancas constituyen un paradigma de la vestimenta de los cangaceiros. Con una función militar casi muerta luego del surgimiento de la escopeta de repetición, los puñales servían en el letal ritual del sangrado nordestino o como símbolo de status. “Era usado orgullosamente sobre el abdomen, a la vista de todos, acero de la mejor calidad europea con mango decorado en plata. Agradable a primera vista. En cualquier fotografía”. El puñal de Zé Baiano, un regalo de Lampião, fue valuado en “más de 1 conto de réis”, precio de una casa. Otros símbolos de prestigio eran la bandolera, la correa para sujetar la escopeta al hombro, y la cartuchera traspasada, una necesidad para contar con un adicional de municiones: 150 cartuchos de fusil Mauser sujetos con adornos de oro. Era común que las tropas volantes, a sabiendas del prestigio de su uso, apuntasen a quienes portaban una de ésas. A su lado iban las cantimploras, decorados con esmero, un espacio sorprendente de arte de proyección. Como los guantes a los cuales, como sostiene Pernambucano, los cangaceiros, en el fausto de los años 1930, sumaron un bordado de colores. Pero el lugar privilegiado de los colores eran los morrales, cuya policromía llevó un periodista a describir a los cangaceiros como “ornamentados y ataviados con colores chillones que más bien parecían disfrazados para un carnaval”. Visibles desde todos los ángulos, los morrales eran responsables por más de dos tercios de esa “borrachera de colores”, y el resto corría por cuenta del pañuelo al cuello o “jabiraca”, con el que también se colaba el líquido extraído de plantas de la caatinga. “Y en él, nada de nudos, sino que, con las dos puntas tiradas hacia adelante, en paralelo, el cangaceiro iba coleccionando alianzas de oro, sintiéndose rico cuando formaba el cartucho. Hubo alguno que juntó más de 30 alianzas en el cuello”, comenta. Viajando por Sergipe, en 1929, Lampião hizo pesar sus “pertrechos” en una balanza de almacén: 29 kilos sin las armas. En total, el peso cargado en el tórrido calor de la caatinga podía llegar a casi 40 kilos.
Místico
Con menos aplomo, esas vestimentas contagiaron a los policías. “La seducción de la indumentaria de los cangaceiros arrebataba por lo funcional, lo estético y lo místico. La tropa volante se mimetizó a punto tal que quedó sin imagen propia”, dice Pernambucano. Para desesperación de las autoridades, que se sentían derrotadas también en lo simbólico. “Cumple que se dicte la prohibición de atuendos exóticos, de pendientes, estrellas, puñales alargados y otras exageraciones notoriamente conocidas, pues la impresión se hace en el cerebro rudo, y en la primera oportunidad, el sombrero de cuero cubre la cabeza y el rifle pende del tiracuello”, advertía un informe oficial. Curiosamente, sostiene el investigador, pintores como Portinari o Vicente do Rego Monteiro no supieron captar el lujo y el colorido de esta estética en sus reproducciones de los cangaceiros, y optaron ideológicamente por una visión monocromática opaca, para resaltar el aspecto social del fenómeno, a costa de la fidelidad a lo real. “No resulta exagerado decir que aún está por surgir, en la pintura o en el cine, alguien que logre combinar el ethos y el ethnos de esa comunidades para retratarlas”, evalúa Pernambucano. “El cangaço fue el último movimiento que vivió ‘sin ley ni rey’ en nuestros días, luego de pasar los cinco siglos de historia. Y el último que lo hizo con tanto orgullo, con tanto color, con tanta fiesta y con una herencia visual tan significativa”. Por cierto, como lo dicen los versos de Mulher rendeira: “O fuzil de Lampião/ tem cinco laços de fita/ No lugar em que ele habita/ no falta moça bonita”.