De saco y corbata, me miré al espejo. Esa combinación calculé que estaba completamente fuera de moda, pero me pareció innecesario comprar algo nuevo. Era la primera vez en mi vida – y probablemente también sería la última – que yo recibiría un homenaje.
Observaba mis canas, que surgían desde las sienes, mis ojos rodeados de arrugas que se abrían en afluentes por todo el rostro, la nariz que me concedía un aire de ave de rapiña. Nunca tuve una nariz tan hambrienta.
Mi boca, que siempre me pareció lo mejor de mí, se convirtió una boca torcida. Tengo un aire de paspado cuando me río.
Excedo ser lo que se dice un hombre de baja estatura, pero no alcanzo a ser altos tampoco. Mediano. Al cubo o al cuadrado, siempre mediano.
La panza sí, esa sí me hace aventajado, por el hábito de trabajar sentado diecisiete horas por día.
Salí de casa con bastante anticipación. Siempre fui obsesionado por la puntualidad. Antes de ir a cualquier parte cálculo minuciosamente todo aquello que pueda sucederme en el camino, elijo dos o tres posibilidades, sumo el tiempo que gastaré con cada una, lo resto de la hora a la que debo llegar, le sumo diez minutos por precaución y, con todos estos datos en manos, veo a qué hora debo salir. Pero esta manía, lejos de ser algo que me honre ante los demás, exaspera a todos profundamente. Siempre estoy cuando los otros aún no han llegado.
Me sentía ridículo sentado en el coche estacionado en frente del sitio acordado para el homenaje. Los portones ni siquiera estaban abiertos. ¿Y si alguien me reconociese? ¿Ése no es el homenajeado? ¡Sí, es él! Está ahí desde hace horas, incluso ha cabeceado ya. No, no es así como se comporta un homenajeado. Nadie jamás rendiría un homenaje a alguien que estuviera tan ansioso aguardándolo. Le di marcha al coche y fui a esperar en la cuadra siguiente.
Quizá todo sea una terrible equivocación. Nunca fui una persona brillante. Solamente cumplí en la vida, claro que con empeño y dedicación. No soy de esos que tienen una estrella en la frente. Por eso tenía la sensación de estar el lugar equivocado. Nunca nadie se enamoró de mí.
Luego de fumar el tercer cigarrillo, encendí el motor regresé al lugar donde sería el homenaje. En la calle ya no había lugar para estacionar. Quizás haya un lugar reservado al homenajeado; pero, ¿cómo averiguarlo? ¿Preguntando cuál es el lugar del homenajeado? Y se me contestan: señor, el lugar del homenajeado es solamente para el homenajeado. ¿Qué les diré? ¿Es que yo soy el homenajeado?
Resolví entonces ir hasta el estacionamiento de la esquina. La vergüenza y el miedo de ser visto me hacían sumergirme en el asiento del auto.
El hombre del estacionamiento hablaba sin parar, sin que yo le entendiera ni siquiera una palabra. ¿Qué extraño idioma habla ese hombre? ¿Cuál es la orden que me está dando? ¿Qué he hecho yo para merecer tamaña reprimenda de un cuidacoche?
Todo tan fácil y todo tan complicado.
—Puede salir que yo llevo el coche adentro.
¿Por qué se dirigía a mí de ese modo? ¡Yo soy el homenajeado!
Salí triste del coche y me guardé en el bolsillo el ticket que me entregara. No, no es así como se comportan los homenajeados.
Siempre he envidiado a los que andan por el mundo como si estuvieran en su propia casa. Yo, al contrario, vivo bajo la constante amenaza de una carcajada siempre a punto de estallar.
En la facultad pueden verme en la cafetería, en la sala de reuniones, siempre coincidiendo con todos, sonriendo con mi sonrisa torcida; pero todo esto me cuesta un enorme sacrificio. Llego a tener pesadillas. Un grupo de alumnos me cuelga de un árbol y me deja allí, expuesto, hasta que llega una bandada de gavilanes que me empiezan a devorar, siempre empezando por la garganta.
Atravesé la calle e ingresé en el hall por la puerta principal. Mi ropa me parecía ridícula. Una tela negra y olorosa cubriendo la piel, y un pene marchito con rayas rojas durmiendo en mi pecho. La carcajada estallaría en cualquier momento, estaba seguro.
Me mezclé entre la multitud y caminé por el pasillo lateral. En el escenario, un inmenso mantel de puntilla escondía el patíbulo. En el centro, mi silla, la mayor de todas. Al lado, más modesta, la del verdugo. ¿Cómo probar mi inocencia? Sobre la mesa, muchas botellas de agua. ¿Quién tendría tanta sed?
Los organizadores del evento iban de un lado a otro, encendían las luces, probaban micrófonos. ¿Qué hacer? ¿Preguntarles cuál era el lugar del homenajeado? Me dirían que el lugar del homenajeado estaba reservado para el homenajeado. ¿Como probar que era yo mismo? ¿Y si me pidieran la cédula de identidad? ¿La tenía en el bolsillo? Quizá con la cédula no bastase y ellos podrían pedirme alguna otra prueba: grafológica, dactiloscópica, psicológica.
Subí vacilante la escalera y atravesé el escenario en dirección a un grupo de muchachas que estaban en la otra punta. Las saludé tímidamente. Mi voz era inaudible, estoy seguro. Estaba completamente hueco por dentro. Un profesor hueco con un zumbido en el oído. Hice con la cabeza un gesto asintiendo yo que sé qué, y pidiéndole permiso no sé a quién, volví a la escalera por donde había subido. Mi boca seguramente estaba más torcida que nunca.
Sintiéndome cada vez más pequeño en aquella ropa inmensa, salí del salón y me dirigí al estacionamiento. Con las manos transpiradas y trémulas, busqué desesperadamente el ticket del estacionamiento.
Ivana Arruda Leite es escritora y socióloga, autora de los libros Falo de mujer y Eu te darei o céu.
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