Josiel Monte evitaba dirigir su mirada directamente hacia la hoguera, y disfrutaba la vista de la Vía Láctea que se cernía encima de su cabeza y se empecinaba en brillar.
Pero el walkie-talkie sonó y la voz nasal de la profesora Kristie Carroll fue bastante clara en medio a la noche fría:
—¿Monte? Acá ya terminamos. Volvemos en una hora.
—Bárbaro, Kristie. Yo me quedo de guardia en el campamento.
Monte era profesor visitante de biología en la Universidad de New South Wales, Australia. Era un embajador de los marsupiales sudamericanos, en un reino donde los marsupiales son soberanos. Desde un principio se sintió un miembro junior en la cofradía de expertos del Departamento de Zoología. En Brasil, tenía un nombre y un sólido nicho profesional. Pero ahí era poco más que una curiosidad académica. Asociada a la soledad. Por eso, cuando Alan Briggs, el jefe del departamento, lo invitó a hacer una actividad de campo, avizoró la chance de estrechar lazos con él y con Carroll, su asistente.
Y sonrió. Briggs se había “olvidado” de informarle de entrada cuál era la real naturaleza de la expedición: recabar evidencias de la existencia del tigre de Tasmania, el tilacino. El último ejemplar conocido de dicha especie murió en 1936, en el zoológico de Hobart, la capital de la isla. Se acordó de imágenes de celuloide del tilacino, mostrando su cuerpo alargado de cola rígida, su cabeza canina, sus flancos rayados y su expresión alerta. Imágenes de la terrible soledad de un animal exilado de los montes, exilado del futuro, condenado a un registro borroso y a una presencia nebulosa en el sentimiento de culpa colectivo de la humanidad.
Pues todavía se hablaba de avistamientos del animal, algunos incluso fuera de la isla. Gente de Australia (e incluso de Inglaterra) decía haberlo visto. En Tasmania propiamente, las últimas búsquedas se concretaron a mediados de la década de 1990. Y fueron infructuosas. El predador marsupial había existido en Papua y en toda a Australia, pero había sido acorralado en Tasmania con la llegada del dingo, un mamífero placentario de la familia de los perros y un predador más agresivo. Una vez restringido a la isla que se colgaba como un aro al sur de Australia, el tilacino fue masacrado por los recién llegados criadores de ovejas, en una lucha breve pero definitiva.
La pareja de biólogos realmente no creía en la idea de que el tilacino hubiera sobrevivido. Les parecía bien a ambos eso de hacer una pausa en sus actividades académicas —y el incentivo económico del millonario australiano que patrocinaba discretamente la expedición, quien participaba en el esfuerzo de clonar al tilacino, de traerlo de vuelta a la vida. De encontrar animales vivos, tal como afirmaban los testigos, podrían sumar su variedad genética a los ejemplares fósiles que formaban la base del proyecto de clonación, y así crear y mantener una población viable.
Briggs y Carroll estaban allá abajo, en el valle, entrevistando al campesino que era el último “testigo” de la existencia del animal. El hecho de estar en la falda del pico Ossa, acompañándolos y de guardia en el campamento, era para Monte como participar de una búsqueda de la mula sin cabeza[1] o del mapinguarí[2] en los campos y selvas de Brasil. Por más que se afirmase que los tigres de Tasmania sobrevivientes habrían adquirido una timidez casi sobrenatural, producto de la escala en que fueron cazados o envenenados, no podía existir tilacino alguno viviendo una guerrilla contra el Hombre en aquellas montañas…
Monte cerró los ojos. Deseaba estar equivocándose.
Volvió a abrirlos.
¿Qué sería lo que le habría franqueado la visión? Quizá su mirada extranjera… o la soledad que sentía y lo haría sintonizarse con el extraño sentimiento de pérdida que existía por detrás de las noticias de avistamientos.
El animal abandonó su guarida de las rocas y caminó tímidamente rumbo al campamento. Era más grande de lo que Monte imaginara. Sus orejas giraban hacia adelante y hacia atrás en su cabeza, y su largo hocico subía y bajaba, mientras circundaba lentamente la hoguera, con los ojos centellado llamaradas y apuntando hacia Monte.
Llegó más cerca de donde éste estaba, olfateó el aire, bostezó. Las mandíbulas se abrieron en un ángulo sorprendente. Monte pudo sentir su aliento de carnívoro, y el olor no muy canino de su pelo. El tilacino llegó hasta él, husmeó su brazo y acto seguido se sentó sobre uno de sus costados. Y se quedó así, al lado suyo, observando la hoguera.
Monte extendió su mano izquierda para tocarlo. La movió bien despacio, como si realmente pudiera asustar a la aparición. Sus dedos nunca hallaron el pelaje pardo, no trazaron las rayas que cubrían sus ancas y parte de su lomo. Ese brazo entero fue fustigado por un hormigueo intenso, un estertor y el desfallecimiento de los nervios. Monte entonces lo retrajo. El tilacino no cambió de posición; solamente lo miró de reojo y parpadeó, como que tullido en su propia inmaterialidad.
¿La mente del científico estaba viviendo un estado alterado de conciencia? ¿La razón se iba a dormir y cedía su lugar a la pantalla y su visión del mito? ¿No era el Hombre el vigía del mundo? ¿El centinela solitario ante la hoguera de la mente? Y cuando la razón no respondía más a las ansiedades del espíritu, otra mirada debería mantener la vigilia y ser testigo. ¿Pero Josiel Monte era testigo de qué? ¿De que la culpa del ser humano por sus víctimas iba más lejos y más a fondo de lo que él se imaginaba? ¿O de que los animales también producirían sus fantasmas, apareciéndosele al Hombre con una presencia huidiza o tranquila como ésta, y no odiosa e iracunda como los fantasmas humanos? Y esa aparición, ¿habría nacido no ya en su mente, sino de la propia tierra, que también soñaba y lamentaba la ausencia de uno de sus hijos? Quizá cada especie extinguida dejara una herida en el corazón de Gaya, nostalgia profunda de la madre que siente la pérdida del hijo como una mutilación de la propia carne.
Monte y el tilacino se quedaron ahí, junto al fuego, como un hombre y su perro, compartiendo el campamento y lo que ambos representaban: el punto en que el mundo natural y el mundo humano se tocaban y uno se despedía del otro, vislumbrando una frontera intransponible aún no trazada. En esa penumbra regía todavía una extraña completud.
Quizá este sentimiento fuera la fuente última de los avistamientos del tilacino. Ya que la vergüenza se mezclaba a la sensación de pérdida por lo que se había dejado atrás, en el camino de la especie humana.
Briggs y Carroll regresaron, una vez pasada la prometida hora de ascenso de la montaña.
—Oh, se lo ve muy bien —dijo la mujer. —Alan y yo pensamos que se iba a aburrir acá solo.
El fantasma del tigre de Tasmania era para ellos invisible. ¿Es un castigo o una bendición?, le preguntó Monte silenciosamente a la aparición que estaba a su lado, que aún tenía las orejas alertas, con las llamas reflejándose en sus ojos. Ambos, compañeros uno del otro, contemplaban una segunda frontera trazada en el suelo del precario campamento. ¿Qué ojos podían ver lo que estaba por verse?
—Sí, sí —dijo. —Estoy bien, tanto como hace mucho no lo estaba.
Briggs dijo que debía ser el aire de la montaña, y esto lo hizo sonreír a Monte.
A su lado, el tilacino bostezó.
Y se quedó junto a él toda la noche, para partir recién cuando despuntó el sol.
Roberto de Sousa Causo ha publicado cuentos en diez países, y es autor del estudio Ficção científica, fantasia e horror no Brasil [Ciencia ficción, fantasía y horror en Brasil] y de la novela A corrida do rinoceronte [La carrera del rinoceronte].
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