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Ciencia

En busca de vida

Establecen una conexión entre la evolución química de la Vía Láctea y la formación de planetas terrestres

Imagine un mapa de la Vía Láctea que localice los nichos más favorables para la formación de planetas del tipo terrestre, en los cuales existe la mayor probabilidad de que se desarrollen seres vivos. Ése podría ser uno de los desdoblamientos de un estudio de la evolución de nuestra galaxia efectuado por Hélio Jaques Rocha-Pinto, del Instituto Astronómico y Geofísico de la Universidad de São Paulo (IAG-USP). En la investigación que acaba de concluir, Rocha-Pinto estableció cómo se distribuyen los elementos químicos en la Galaxia a lo largo del espacio y del tiempo.

El estudio llegó a otros resultados importantes. Uno de los más significativos es la corrección del método de cálculo de la edad de las estrellas. También descubrió un tipo de estrella que puede tener la velocidad de un astro antiguo y, a su vez, la actividad de uno joven. Y demostró que, al contrario de lo que se pensaba, la tasa de formación de estrellas no es constante, sino que varía periódicamente. Todas las conclusiones fueron desarrolladas en las fases del doctorado y el posdoctorado del astrónomo, que recientemente fue invitado por la Universidad de Virginia, Estados Unidos, para pasar allí una temporada de dos años en calidad de investigador asociado, a partir de noviembre.

El estudio más fascinante es el que involucra a los supuestos de la vida extraterrestre en planetas de la Vía Láctea -galaxia espiral cuyo disco visible, con cerca de 400 mil millones de estrellas, es tan grande que la luz demora 100 mil años para atravesarlo de punta a punta. La hipótesis de que exista vida en planetas de la edad de la Tierra parte de una analogía: el tiempo necesario para que la vida se desarrollase en nuestro planeta. Como se calcula que la vida aquí surgió hace 3.800 millones de años, como moléculas orgánicas en un estadio protobiótico, en otros planetas de la misma edad también se habría desarrollado en un período de tiempo similar. “Indicios de vida en rocas muy antiguas nos llevan a creer que la vida se desarrolla ni bien se dan las condiciones necesarias”, dice Rocha-Pinto.

“Investigando a composición química de la Galaxia”, relata Rocha-Pinto, “constatamos que los planetas del tipo terrestre eventualmente existentes tendrían una edad media de 4.900 millones de años, aproximadamente la misma edad que la Tierra”. Esta datación de los planetas del tipo terrestre -es decir, rocosos, como la Tierra o Marte, en contraposición a los gaseosos, como Júpiter y Saturno- también sugiere que, si existieran otras civilizaciones en la Vía Láctea, deben tener un nivel tecnológico comparable al nuestro. Civilizaciones superevolucionadas, como las que pueblan los libros y películas ciencia ficción, dificílmente sería posible encontrarlas en la Galaxia, pues no habría pasado el tiempo suficiente para que éstas se desarrollen.

“En esta escala de tiempo de 4.900 millones de años”, observa el astrónomo, “es probable que el desarrollo de una eventual civilización extraterrestre sea similar al de la Tierra”. Con base en una fórmula matemática especulativa, el llamado Número de Drake -que parte de estimaciones de parámetros tales como la tasa de formación de estrellas, el número de planetas habitables en cada sistema solar y tiempo promedio de vida de una civilización capaz de comunicarse mediante ondas electromagnéticas-, se calcula que podrían existir entre 100 y 200 civilizaciones en la Vía Láctea.

La búsqueda de planetas fuera del sistema solar -los llamados exoplanetas- es una de las actividades más concurridas de la astronomía, y los resultados se han acumulado rápidamente en los últimos años: ya han sido identificados cerca de 70. Con todo, todos ellos son gigantes gaseosos, con masas cercanas a las de Júpiter y Saturno -por lo tanto, con una altísima gravedad, y sin condiciones mínimas para alojar formas de vida.

Lo que se pretende es hallar planetas semejantes a la Tierra. Esto es imposible con los equipamientos actuales, pero tres grandes aparatos serán lanzados al espacio antes de que termine esta década, o al comienzo de la próxima: los telescopios Corot y Darwin, de la Agencia Espacial Europea, y el interferómetro Terrestrial Planet Finder (descubridor de planetas terrestres), de la Nasa, la agencia espacial de Estados Unidos.

Cuando estos instrumentos estén operando, los datos que Rocha-Pinto está reuniendo podrán ayudarlos a apuntar las lentes y los espejos colectores hacia los objetivos correctos. Para Rocha-Pinto, aquéllos que quieran encontrar organismos vivos -no seres exóticos, cuya existencia es mera especulación, sino seres de alguna manera parecidos a los que habitan la Tierra- debe empezar por regiones del espacio ricas en carbono, nitrógeno y oxígeno, elementos fundamentales para la formación de ADN (ácido desoxirribonucleico, portador del código genético presente en todas las células), de las proteínas y de otras moléculas asociadas a la vida.

Tales elementos no son abundantes, como el hidrógeno y el helio, creados ya en los primeros minutos del universo, en la “nucleosíntesis primordial”. El carbono, el nitrógeno, el oxígeno y otros elementos de masa atómica más elevada, son hijos de las estrellas: sus núcleos complejos se forman por la fusión de núcleos simples, en los hirvientes centros estelares, en un proceso de fusión nuclear -responsable por la luz y el calor que recibimos del Sol- que continúa produciéndose en miles de millones de estrellas, siempre enriqueciendo el cosmos con átomos pesados.

Como las líneas espectrales del carbono, el nitrógeno y el oxígeno son difíciles de observar, una estrategia para mapear los potenciales nichos de vida consiste en buscar estrellas ricas en hierro. Esto se explica de la siguiente manera: en la línea de montaje de la fusión nuclear, el hierro (de masa atómica 56) se forma después que el carbono (masa 12), el nitrógeno (14) y el oxígeno (16). De esta forma, cuando hay mucho hierro, es de esperar que estos otros elementos también estén presentes.Y la detección del hierro se ve facilitada por el hecho de que su átomo tiene varias capas electrónicas: al fin y al cabo, son los saltos de los electrones de una camada a otra los que hacen que el átomo emita la radiación electromagnética que torna posible observarlo. Por tal motivo, estudiar la evolución química de la Galaxia y realizar una prospección de la vida implica la investigación de la abundancia de hierro: la llamada metalicidad.

Marcadas a hierro
“El potencial de excitación del hierro -la energía necesaria para que sus electrones salten de una capa a otra- es comparable con la energía de la superficie de estrellas semejantes al Sol, del orden de los 5 a 6 mil grados kelvin (el cero de la escala kelvin, o cero absoluto, es igual a -273,16 grados Celsius). Por eso, en el espectro electromagnético de esas estrellas, identificadas como enanas G, el hierro es el elemento mejor representado”, justifica Rocha-Pinto. El hierro es, a decir verdad, el marcador característico de este tipo de astros.

En estrellas muy calientes (tipos O, B e A), el hierro no puede ser detectado, pues sus átomos están ionizados. En las que son muy frías (de los tipos K y M), su presencia está mascarada por líneas espectrales características de las estructuras moleculares. El hierro aparece de manera relevante justamente en los astros que interesan: los de los tipos F y G, que no son ni demasiado cálidos ni demasiado fríos.

“Una de las ventajas de trabajar con estos astros es que tienen una expectativa de vida extremadamente larga. Mientras que las estrellas enormes y calientes del tipo A solamente duran 300 millones de años, las estrellas del tipo solar, las enanas G, sobreviven tanto como la edad de la Galaxia: más de 10 mil millones de años. Por eso, al menos como posibilidad, estamos en condiciones de observar todas las estrellas de esta especie que ya se formaron en la Vía Láctea.”Estos astros son los más fuertes candidatos a albergar vida en sus planetas.

La tasa moderada de fusión nuclear les suministra una temperatura suficientemente moderada como para que se puedan desarrollar seres vivos a su alrededor, así como una existencia suficientemente larga como para que estos organismos se desarrollen. “Además, la radiación de estas estrellas es mucho menos nociva para los componentes esenciales de la vida, como la molécula de ADN. Esto no sucede con las estrellas del tipo A, que emiten cantidades letales de ultravioletas”, agrega Rocha-Pinto.

Una nueva datación
Cuando inició su doctoramiento, en 1996, Rocha-Pinto aún no estaba directamente metido en el área de la astrobiología. Su foco era el aumento de la metalicidad -presencia de hierro-, de acuerdo con la edad de las estrellas. “Las investigaciones anteriores”, cuenta, “investigaban básicamente estrellas del tipo F, como Proción, cuyo tiempo de vida es considerablemente largo -entre 5 y 6 mil millones de años-, empero menor que la edad de la Galaxia. Por eso, las épocas más antiguas de la Vía Láctea no estaban bien representadas en estos estudios. Lo ideal era investigar estrellas del tipo G, como el Sol. El problema es que la temperatura de estos astros no permitía efectuar una buena estimativa de sus edades. Nuestra contribución fue la adopción de otra forma de datación: la llamada edad cromosférica. Gracias a ésta, pudimos correlacionar la edad y la metalicidad de un conjunto de 552 estrellas.”

Este estudio preliminar le permitió que, a lo largo de su posdoctorado,pudiera interesarse por planetas del tipo terrestre: “Verificamos que apenas un 10% de los astros de la generación del Sol, constituidos hace cerca de 4.600 millones de años, tiene una metalicidad superior a la del Sol. Eso significa que el Sol nació con una abundancia de hierro muy superior al promedio. Por lo tanto, no es una estrella típica. Esta atipicidad parece haber sido decisiva para la formación de un planeta terrestre en la zona de habitabilidad y el consecuente desarrollo de organismos vivos”.

Para aclarar esto, el investigador recuerda la hipótesis dominante acerca de la formación de los sistemas planetarios, que propone la siguiente secuencia: inicialmente, una nube de gas y polvo cósmico se contrae por efecto gravitacional. La concentración pasa a atraer a la materia circundante. Esta materia no cae directamente en el objeto protoestelar, sino que se asienta en forma de disco en el plano ecuatorial del objeto.

Con este encogimiento, la nube pasa a girar y adquiere la forma de disco. Calentado por la contracción, el objeto pasa a emitir luz y, al alcanzar una temperatura crítica, se transforma en estrella, convirtiendo el hidrógeno en helio por medio de la fusión nuclear. Mientras tanto, los granos materiales de la región exterior del disco actúan como atractores gravitacionales, acumulando gas y polvo en torno a sí. La agregación de materia origina planetésimos, cuerpos rocosos del tamaño de los menores asteroides. Luego los planetésimos se juntan y forman planetas.

Los granos, decisivos en la génesis de los planetas, parecen depender críticamente de la metalicidad en la nube protoestelar: “Ambientes muy pobres en metales no lograrían formar planetas terrestres, debido a la falta de granos capaces de agregar materia. En tanto, los ambientes demasiado metalizados tenderían a generar una cantidad excesiva de granos, produciendo planetas jovianos -semejantes a Júpiter, con el núcleo rocoso y un enorme envoltorio gaseoso- en una región más próxima a la estrella.

Estos planetas jovianos no solamente podrían migrar hacia la parte más interna del sistema, dotando de inestabilidad a la órbita de cualquier planeta terrestre existente en ese lugar, sino que también dejarían de ofrecer un escudo gravitacional contra la penetración de cometas como lo hace Júpiter, en el caso del sistema solar. El resultado de ello es una bajísima probabilidad de que estos sistemas alberguen vida en su zona de habitabilidad”, concluye Rocha-Pinto.

Según Charley Lineweaver, de la Universidad de New South Wales, Australia, la franja de metalicidad propicia para la formación de planetas terrestres va de 0,5 a 1,2 veces la del Sol. Rocha-Pinto coincide en ese punto, pero no con la datación de los planetas terrestres de Lineweaver: mientras el brasileño calcula la edad media de esos planetas en 4.900 millones de años, para el australiano son 6.400 millones. Sucede que Lineweaver no llegó al número solamente a partir de datos de la Vía Láctea. “Él juntó informaciones relativas un gran número de galaxias y estableció un valor promedio. Es evidente que tal operación no tiene en cuenta las especificidades de la Vía Láctea.

Las cuentas de Lineweaver desplazan el auge de la formación de estrellas al pasado, lo que resulta en sistemas planetarios muy antiguos. No es eso lo que sucede en nuestra galaxia, que tuvo varios períodos de intensificación de la formación estelar, coincidentes con las épocas de mayor aproximación de las Nubes de Magallanes -dos galaxias pequeñas, de formato irregular, que gravitan en torno a la Vía Láctea. Fue justamente en una de esas ocasiones que el sistema solar se constituyó”. Si el número de Lineweaver estuviera correcto, existirían posibilidades de encontrar en la Galaxia supercivilizaciones como las descritas por la ciencia ficción. Con la datación calculada por Rocha-Pinto, es menos probable que eso suceda.

Con Walter Maciel, de la USP, y Gustavo Porto de Mello, del Observatorio de Valongo de la Universidad Federal de Río de Janeiro, Rocha-Pinto calcula las abundancias de hierro, níquel, sodio, calcio y silicio en una nueva muestra de 325 estrellas de tipo solar, obtenida en el Laboratorio Nacional de Astrofísica de Itajubá. “Para que haya vida, es necesario alcanzar cantidades críticas de diversos componentes”, dice. “Queremos saber cómo se distribuyen por el espacio esas abundancias y cómo variaron en el transcurso del tiempo. El resultado será una especie de gráfico de las probabilidades de vida en la Galaxia.”

Para rectificar la edad de las estrellas
En el Sol, la cromosfera es la corona que brilla durante los eclipses, una zona enrarecida formada por átomos y electrones que el astro emite. En estrellas del tipo solar, la temperatura en la fotosfera (la superficie luminosa) es de 5.600 grados kelvin, y en la cromosfera oscila entre 10 mil y 100 mil grados. En la fotosfera, los átomos o electrones absorben fotones (partículas de luz) y en la cromosfera los emiten. Por eso, en el espectro electromagnético, la fotosfera es identificada por líneas de absorción y la cromosfera, generalmente, por líneas de emisión. El análisis de esas líneas permite estimar la edad de la estrella, pues, a medida que ésta envejece, gira cada vez más despacio, esto afecta a su campo magnético y, por lo tanto, a la temperatura de la cromosfera, disminuyendo la intensidad de la línea de emisión.

Este hecho es conocido desde los años 60, pero al no considerar la metalicidad, los estudiosos se equivocaban en la construcción de las líneas de absorción y, de esta manera, evaluaban incorrectamente las de emisión -puesto que en los gráficos, ambas se superponen. El resultado de ello eran determinaciones equivocadas de la edad estelar. Rocha-Pinto corrigió este error y rehizo la datación de muchos astros. “Así pudimos establecer una correlación adecuada entre la edad de las estrellas y su metalicidad. Y, por lo tanto, llegar a un cuadro mucho más realista de la evolución química de la Galaxia.”

Coronó el estudio a constatación de que la tasa de formación de estrellas varía en la Galaxia, alternando fases más o menos prolíficas. Eso se debe probablemente a la interacción entre la Vía Láctea y las dos Nubes de Magallanes, que periódicamente se aproximan: “Existe un puente de gas entre la Vía Láctea y las Nubes de Magallanes, lo que indica las recientes interacciones entre ellas. A los períodos de mayor aproximación les corresponde una intensificación de la formación estelar, tanto aquí como allá”.

También con respecto a la edad estelar, Rocha-Pinto descubrió aquellas que llamó crojocas ( “cromosféricamente jóvenes y cinemáticamente antiguas”), estrellas de comportamiento paradójico: como en el caso de las estrellas jóvenes, la cromosfera tiene una intensa actividad, pero se desplaza a altas velocidades, como en las estrellas antiguas. Son el resultado de la fusión de dos estrellas binarias, que nacen muy cerca una de otra. “Este tipo de estrellas solamente era encontrado entre las de tipo A, con gran masa y vida corta, en donde es llamada blue straggler (retardataria azul).

Las crojocas son astros análogos al tipo G, de masa relativamente pequeña y larga vida. Y no son azules, sino amarillas”. A decir verdad, son estrellas viejas cuja cromosfera rejuveneció en la fusión, lo que hace que el astro gire más rápido que los que le dieron origen. “Un dato que corrobora nuestra hipótesis es aquél que indica que las crojocas casi no poseen litio, una característica de las estrellas antiguas, porque el litio es rápidamente quemado en las etapas iniciales de la vida estelar.” 

EL PROYECTO
La Evolución Galáctica y la Actividad Cromosférica
MODALIDAD
Beca de Posdoctorado
COORDINADOR
Hélio Jaques Rocha-Pinto – Instituto Astronómico y Geofísico de la USP
INVERSIÓN
R$ 34.320

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