“¿Con cuántas divisiones cuenta el papa?”, habría dicho Stalin cuando alguien le sugirió que tal vez valiera la pena ser más tolerante con los católicos soviéticos, con el fin de ganar la simpatía de Pío XI. En efecto, además de un puñado de multicolores guardias suizos, el poder papal no es visible. Aun así, como bien sostiene Elias Canetti, “cerca de la Iglesia, todos los poderosos del mundo parecen aficionados”. Las estadísticas no dan cuenta de su importancia: mientras que una investigación de la Fundación Getúlio Vargas indica que con cada generación, se reduce el número de católicos en Brasil (en los últimos 20 años El Vaticano perdió el 14% de las almas brasileñas), otra, de la misma institución, sobre ciudadanía, revela que, para los brasileños, la única institución democrática que funciona es la Iglesia Católica, con prestigio por mucho, muy superior al otorgado a la clase política. Por ello los sentimientos ambiguos que signan la visita del papa Benedicto XVI a Brasil, durante el mes que viene, cuando realizará la apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del caribe (Celam), además de canonizar al primer santo nacional, Frei Galvão.
“Brasil es un país estratégico para la Iglesia Católica, sobre todo en América del Sur. Se está preparando una Concordata entre el Vaticano y nuestro país. En ella, todas las relaciones entre las dos variantes del poder (religioso y civil) serán revisadas. Todo lo que dependiere de la Iglesia será hecho por ella, en el sentido de conseguir concesiones ventajosas para su pastoral, inclusive con repercusiones en el derecho común inherentes a Brasil (investigaciones con células madre, por ejemplo, aborto, y otras cuestiones embarazosas)”, evalúa el filósofo Roberto Romano. “No resultan extraños los oficios religiosos que son utilizados para fines políticos o diplomáticos de la Iglesia. Quien mira el Cristo Redentor, en Río de Janeiro, difícilmente conozca que la estatua significa la consagración de Brasil a la soberanía espiritual de la Iglesia, algo que corresponde a la política eclesiástica de condena al laicismo, al modernismo, y a al democracia liberal”. Las repercusiones de la visita son amplias.
La educadora de la Universidad de São Paulo, Roseli Fischman, en el artículo “Amenaza al Estado laico”, avisa que la Concordata podría estar incluyendo también el retorno de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, tema además, que forma parte del seminario que será promovido, en diciembre, por la Secretaría de Educación Continuada, Alfabetización y Diversidad social (Secad), perteneciente al Ministerio de Educación. “El súbito llamamiento del MEC para debatir acerca de la enseñanza religiosa tiene repercusiones en cuanto a la violación de derechos, en particular de las minorías religiosas y de todos quienes practican todas las formas de libertad de consciencia y creencia, en éste país desde que se constituyó en República”, considera la investigadora.
La pregunta de Stalin, tal como el arribo de Benedicto XVI, parecen plantear otro cuestionamiento, algo más sutil: ¿cuál es la relación entre el Vaticano y Brasil?, ya sea en el ámbito espiritual, o en el orden político. “Todo lo que se comenta acerca de la Iglesia cuenta con una alta dosis de especulación: cuentan con 2 mil años más de sabiduría que nosotros. La Iglesia, en el plano institucional es una ’empresa’, y a pesar de ser la única medieval, lo que le confiere un grado de sabiduría mayor de la que conocemos en la modernidad. Un análisis en clave político siempre se muestra insuficiente para el papado actual. Más aún: perdimos la noción de que la teología fue, un día, espacio del conocimiento. Ese seguramente es un campo de conflictos entre lo que significa este papado (y el anterior) y el formato moderno, con un pensamiento estrictamente secular”, evalúa el profesor del Departamento de Teología de la PUC-SP Luiz Felipe Pondé. ¿Quién precisa de ejércitos cuando el suyo es la eternidad? “La Iglesia, recuerda Canetti, aprecia el tiempo lento. Basta con observar las procesiones: en ellas nadie corre, todos caminan con dignidad y lentitud. La prisa es para las sectas y los movimientos. La Iglesia marcha al ritmo de los siglos, y de ahí, su capacidad para ser más eficiente, en términos de dominación, que muchos de los poderosos citados por Canetti”, completa Romano. Pero ese poder presenta peculiaridades.
“La Iglesia calcula sus intereses terrenales teniendo en cuenta la intervención divina y el impacto humano universal en la prosecución de esos intereses. Pocos, si es que existen algunos estados, pueden jactarse de utilizar esos criterios en sus formulaciones políticas”, observa Lisa Ferrari, de la Georgetown University, en su recientemente lanzado “The catholic church and the nation-state”. La pretensión “apolítica”, no dejaba de ser política. Finalmente, hasta el Concilio Vaticano II (1962-1965), la Iglesia se opuso a las concepciones modernas acerca de los derechos humanos. En 1791 el papa Pío VI llegó a condenar la Declaración de los Derechos del Hombre de la Asamblea Nacional Francesa, considerándola como un documento que iba en contra de los principios del catolicismo. En especial, la libertad de culto era algo considerado demoníaco, pues colocaba a la “verdadera” fe en pie de igualdad con las “otras”. Luego de la Paz de Westfalia, al finalizar la Guerra de los Treinta Años, y con la consolidación de los Estados nacionales, la Iglesia perdió sus territorios y terminó confinada a los límites romanos del Vaticano. El micro-Estado, no obstante, elevó al papado como centro hegemónico de un régimen religioso transnacional. Mediante el control del nombramiento de obispos, el papa progresivamente adquirió poder total sobre las iglesias católicas nacionales. Era la globalización de la fe.
Un poder inaudito que sólo permitió que la Iglesia ingresara en el mundo moderno, recuerda el brasileñista Scott Mainwaring, durante el pontificado de León XIII, en especial, con la encíclica Rerum Novarum, de 1891, que trataba acerca de la condición de vida de los operarios dentro del capitalismo industrial. El siguiente paso fue el Concilio Vaticano II, durante el pontificado de Juan XXIII, que intentó un aggiornamiento de la institución mediante la incorporación definitiva del discurso moderno sobre los derechos humanos en la encíclica Pacem in Terris (1963). El Concilio, observa Mainwaring, enfatizó en la misión social de la Iglesia, desarrollando la noción de la institución como el pueblo de Dios, modernizando la liturgia, entre otros puntos. Auque fue un evento europeo, las reformas condujeron hacia cambios que resultaron más significativos en América Latina, en particular en Brasil, que en Europa.
Hubo, sin embargo, otras consecuencias. “La década que siguió al Concilio marcó el surgimiento de dos facciones enfrentadas dentro de la Iglesia: conservadores y liberales. Ese desdoblamiento, más aún que las edificantes directivas del Vaticano II, desgraciadamente incidieron en la agenda del Vaticano desde los años 1970 en adelante. El pontificado del papa hamletiano Pablo VI (sucesor de Juan XXIII), por ejemplo, estuvo signado por los mayores desafíos al poder pontificio, con la fuga de los fieles y el abandono en masa del sacerdocio”, recuerda el brasileñista Ralph della Cava, de la Columbia University, en su artículo “Vatican policy”. Vale recordar, nota Della Cava, que en 1984, preocupado con la “fragilización” eclesiástica, el entonces cardenal Ratzinger, en una entrevista, habló sobre la necesidad de “reinterpretar” el Vaticano II. Algo, mientras tanto, ya había cambiado.
Como nunca, la Iglesia ingresa en el mundo secular y global. “Se creó la condición para el desarrollo de un nuevo tipo de catolicismo, que no utilizaba más al Estado y su poder coercitivo para asegurar su presencia pública. A partir de entonces, se replanteó la relación entre la Iglesia y la sociedad, sin la intermediación del Estado”, explica Kenneth Himes, de la Georgetown University. Según José Casanova, de la New School of Social Research, la política externa del Vaticano, se expresa por medio de una forma moderna de religión católica pública, de ahora en adelante actuaría en interés de la paz y la justicia, de forma que la participación en la transformación del mundo sería no tan sólo un apéndice, sino la dimensión constitutiva de la misión divina de la Iglesia. Debido a una ironía histórica, el premier soviético Kruschev se vio obligado a reconocer la importancia de la mediación de Juan XXIII durante la crisis de los misiles en Cuba, en 1962. Ahí se reveló cuantas divisiones poseía el papa. La denominada Ostpolitik (política vaticana para los países del Este) eclesiástica creció paralelamente con la política de detención del poder norteamericana. Juan Pablo II fue uno de sus mayores entusiastas.
Él, además, agrega Casanova, fue uno de los más importantes portavoces de la globalización de la Iglesia Católica. “Ligado a Ratzinger, Juan Pablo II retomó la autoridad papal con el fin de recuperar la fuerza y la unidad de la Iglesia. Sus visitas pastorales fueron un movimiento en esa dirección, pues alteraron profundamente el ejercicio del poder externo del Vaticano, que incrementó su importancia notablemente. Sus viajes invistieron al pontificado con el poder de encarnar la ‘fe localizada’. A partir de entonces, la autoridad papal comenzó a ser ejercida directamente por intermedio del Santo Padre, en lugar de por cardenales o prelados”, observa Della Cava. Con personas de confianza en la Congregación Sagrada para la Doctrina de la Fe (Ratzinger) y en la Sagrada Congregación de los Obispos (hoy ocupada por don Cláudio Humes), Juan Pablo sosegó el revuelo marxista advenido del Concilio Vaticano II y expresado en la Teología de la Liberación. Renovó a los obispos por conservadores, continúa Della Cava, y, propiciando mayores poderes en la Curia Romana, imprimió una nueva dirección a su pontificado: una nueva geopolítica para un orden mundial en etapa de transformación. ¿Cómo afectó todo ese movimiento a Brasil? “La Iglesia católica en Brasil era relativamente impermeable a los cambios originados en los conflictos clasistas durante buena parte del siglo XX. Sin embargo, a medida que la Iglesia se abría hacia lo social y la sociedad se tornaba más polarizada, la institución comienza a verse afectada por los cambios políticos”, evalúa Mainwaring. Eso, ya en 1916.
Entonces, el arzobispo de Recife y Olinda, don Sebastião Leme, publicó una carta pastoral que, hace notar Mainwaring, “marcó el inicio de un nuevo período en la historia de la Iglesia brasileña”. En ella argumentaba que Brasil era una nación católica y que la Iglesia debería sacar provecho de esa realidad marcando una fuerte presencia en la sociedad. “Durante la mayor parte de su historia, la Iglesia brasileña ostentó menos fuerza en Brasil que en Hispanoamérica y nunca dispuso de los recursos financieros que usufructuaban sus equivalentes”, explica el brasileñista. Separado del Estado a partir de la República, dice Della Cava, el catolicismo no supo aprovechar la libertad religiosa e institucional que le fue otorgada. La carta de Leme revolucionó al Vaticano. “Pero Roma prefería una Iglesia unida oficialmente al Estado, o, al menos, una Concordata entre la Santa Sede y el Estado secular, no obstante la ideología de éste”. La Revolución de 1930 trajo una oportunidad de oro, que no fue desperdiciada por Leme, quien envió un fuerte mensaje a Vargas: primero, en mayo de 1931, con la innovación de Nuestra Señora Aparecida como Patrona de Brasil, y en octubre, con la estatua del Cristo, en Río. Getúlio comprendió el mensaje del Vaticano y re-entronizó al catolicismo como la religión oficial del país. Igualmente, la Rerum Novarum fue un punto en intermedio entre el corporativismo de la CLT varguista y el “nuevo” giro eclesiástico en favor de los operarios.
Hacia el final del régimen, sin embargo, “el sacerdocio en declive”, nota Della Cava, “la necesidad religiosa laica y el crecimiento de los credos alternativos generaron una crisis religiosa interna en el catolicismo”. La solución llegó en 1947, por obra de don Hélder Câmara, y atrajo la atención del Vaticano hacia el país con la creación, en 1952, por medio de la Santa Sede, de la Conferencia Nacional de Obispos de Brasil (CNBB). “La simplicidad de los objetivos de la Conferencia no debe ocultar el significado sin precedentes de la decisión del Vaticano, Nunca hubo, en el derecho canónico ni en la práctica romana, ningún precedente para la creación de una estructura permanente como la CNBB. Además de eso, hasta entonces, en ningún país de América Latina, el Vaticano había querido desempeñar un papel directo en los asuntos internos de la Iglesia nacional de una nación independiente y autónoma”, analiza Della Cava.
No obstante, existía un motivo: la derecha católica se encontró súbitamente, alejada del poder. Eso sería la chispa de los fuegos futuros. En aquél momento, sin embargo, “la actividad más importante de la CNBB no se constituyó en un proyecto. El estado de la Iglesia Católica en Brasil, la mayor del mundo, era una de las preocupaciones de Roma. Las soluciones se adoptaron al mismo tiempo, tradicionales e innovadoras, pero fallaron en cuanto a los resultados: el número de sacerdotes seguía siendo inadecuado para la tarea”. El sustrato social y político, mientras tanto, crecía a ojos vista del Vaticano.
“El dramático llamamiento de Juan XXIII luego de la Revolución Cubana es el documento en el que el Vaticano apoya la cooperación entre la Iglesia y el Estado. Los obispos deberían demostrar a los gobiernos la urgencia por reformas estructurales y mejoras para las masas subdesarrolladas. La jerarquía y la Iglesia deberían cooperar en ello y participar activamente”, recuerda Della Cava. Pero el modelo del papa era confuso e inédito, liberando fuerzas desconocidas del pontificado, por medio de la reunión de los ideales del Concilio Vaticano II y del encuentro, en 1968, de los obispos latinoamericanos en Medellín, Colombia, cuando surgió la “opción preferencial por los pobres”. “Los líderes de la Iglesia brasileña conformaron la vanguardia de la Teología de la Liberación, que tomó a América Latina por asalto”, explica la brasileñista Christine Kearney. Siendo “la mayor Iglesia Católica del mundo”, Brasil adquiere relevancia en la política externa vaticana. “Luego de Medellín, vino Puebla, en 1972, en el que la Celam adquiere gran importancia como parte de un proceso que pretendía aumentar el control del Vaticano ya iniciado una década atrás. Después de una época caracterizada por fuertes tendencias innovadoras y un compromiso creciente de los grupos progresistas en las acciones políticas, las Iglesias de América Latina, en especial la de Brasil, comienzan a sentir la presión de los grupos de la Curia Romana”, evalúa José-Maria Ghio, de la Universidad de La Plata, en su artículo “The latin american church in the Wojtyla era”.
Con la dirección del Celam en manos del conservador Alfonso Trujillo, “se elaboró una política para revertir la tendencia creada en Medellín; nuevamente, la Doctrina Social se muestra como externa al mundo. Y, de acuerdo con el Celam, la Iglesia no debe intentar ir al encuentro de las demandas sociales como mediadora, si ello implicara la participación de los miembros de la institución en el mundo secular”.
En una entrevista que otorga a los periodistas brasileños, luego de una de sus visitas a Brasil, Juan Pablo II deja en claro su total desacuerdo con la Teología de la Liberación, que ve demasiado próxima al marxismo, y declara su empeño para acabar con su influencia en América Latina. “Se generó un gran cambio cuando Roma escogió un papa que tenía una experiencia de vida concretamente opuesta a aquello que se constituyó en la gran esperanza de América Latina: el marxismo como ideal de la salvación”, dice Pondé. “Juan Pablo II fue un eficaz Richelieu posmoderno, que influyó bastante en el cambio del mapa ideológico mundial, pero su pontificado significó un retroceso de los ideales del Vaticano II. El catolicismo, en Brasil y en el mundo, perdió autonomía frente a la Santa Sede. Lo cual impide la iniciativa de las Iglesias locales, con la consiguiente fuga de fieles y demás”, evalúa Romano. Ismar de Oliveira Soares, profesor de la ECA y autor de “del Santo Oficio a la liberación”, concuerda: “Un pesado malestar continúa atravesando la relación del Vaticano con sectores de la Iglesia latinoamericana simpatizantes con la renovación teológica y sus desdoblamientos pastorales, recordando que el tema no se reduce al silenciamiento de algunas figuras carismáticas”.
De este modo, ¿cuál es el significado de la visita de Benedicto XVI? “A partir de los años 1970, cambió la política de la Iglesia en relación con Brasil, que fue colocado como espectador, se le retiró el apoyo y luego vino la contención. Hoy existen dos elementos que muestran un cambio de rumbo: el Celam que será realizado en Brasil, en un gesto del propio papa, pues Brasil no tendría influencia para tanto, demostrando que quiere a Brasil como integrante de la política vaticana; el nombramiento de don Cláudio en la Santa Sede, que refuerza el proceso de acercamiento”, dice en una entrevista reciente, el padre José Oscar Beozzo, coordinador del Cesep (Centro Ecuménico de Servicios para la Evangelización y la Educación Popular). Según él, el papa restableció los lazos institucionales entre la Curia Romana y Brasil, y el CNBB retornó a formar parte de las relaciones del Vaticano. “Benedicto XVI es un papa europeo que comienza a descubrir Asia y América Latina, lo cual lo llevó a escoger cardenales en estas dos áreas para puestos clave en el Vaticano. Aquí, él reforzará el concepto según el cual, toda la autoridad se centra en el papa y en los obispos, ocupándoles a ellos, y no a la comunidad católica, establecer los destinos de la institución en Brasil”, considera Soares.
Finalmente, el santo brasileño. “El sentido político (y en términos de marketing religioso) puede ser el de evitar más fugas de fieles. Pero no veo a Benedicto XVI como un papa orientado al marketing y creo que su elección ha apuntado a causas prioritariamente teológicas”, analiza Pondé. “El nuevo santo cuenta con una biografía que lo torna próximo al imaginario de buena parte de la población. La devoción hacia él confiere gran emotividad a la racionalidad doctrinaria, no siempre accesible al común de los fieles”, pondera Soares.
Para el historiador de la PUC-SP, Fernando Torres-Londoño, el pontificado de Juan Pablo II otorgó mucha importancia a las canonizaciones. “Se canonizaron o beatificaron hombres y mujeres de México, Guinea, Zaire, etc., Juan Pablo II consideraba que el ejemplo de esas personas y el reconocimiento de su santidad estimularían a otros católicos a vivir intensamente su fe. La elección de Brasil para la canonización del primer santo nacional se encolumna en esa misma dirección”.
“No vamos a eludirlo. El papa personifica la multiplicidad de voluntades que en la Iglesia se inquietan con la complicada relación entre el catolicismo y la sociedad contemporánea. La invitación al retorno a lo sagrado es una renuencia a la mezcla de la religión con la política y sus tensiones. Espacios sagrados restrictos al acceso de los celebrantes ordenados reafirman algo muy difícil de entender en el mundo contemporáneo que es el simple hecho de que en lo sagrado no hay ni puede haber democracia”, escribió José de Souza Martins, profesor titular de sociología de la USP, en un reciente artículo en el periódico O Estado de São Paulo. “El manifiesto del papa, lejos de ser conservador y de ser una condena de los avances de una Iglesia actualizada, es en verdad una grotesca manifestación de pos-modernidad”. Será que el papa, a fin de cuentas, ¿puede también ser pop?
Republicar