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Ética

Entre la Virtud y la Fortuna

¿Cómo analizar la ética de la política sin perderse en el moralismo?

En A sereníssima república, cuento de Machado de Assis, el bondadoso canónigo Vargas cuenta cómo consiguió reunir 490 arañas hablantes y decidió dar a los arácnidos, buenos salvajes políticos, “un gobierno idóneo”. Valiéndose del talento de sus pupilos para crear telas, les dio un sistema que “excluye los desvaríos de la pasión, los dislates de la ineptitud, el congreso de la corrupción y de la codicia”: un saco en el que se colocarían bolillas con los nombres de los candidatos, que, al ser escogidos, eran aptos para la carrera política. Todo comenzó bien, pero el “sistema inmune a fraudes” enseguida cayó en las trampas debido a la astucia de varias arañas. Por último, desisten de la búsqueda de la perfección ética y una de ellas anuncia a las hilanderas del saco: “Vosotras sois la Penélope de nuestra república. Tenéis la misma paciencia y castidad. Rehaced el saco hasta que Ulises, cansado de andar, venga a tomar entre nosotras el lugar que le cabe. Él es la sabiduría”.

Los arácnidos machadianos descubrieron temprano lo que aún nos hace darnos cabezazos: política y ética son una mezcla compleja, insondable, y le queda a la sociedad tener la paciencia de Penélope y esperar que electores, políticos e instituciones maduren. La ética en la política, o la falta de ella es actualmente la obsesión nacional, aunque una investigación reciente hecha por Ibope revele el famoso “dilema brasileño”, como fue preconizado por el antropólogo Roberto Da Matta: “Corrupción en la política: ¿el elector es víctima o cómplice?” Los resultados mostraron que el elector es muy crítico en relación a sus líderes políticos en términos de ética y corrupción, pero un 75% de los entrevistados confiesan que cometerían los mismos pecados si tuviesen las mismas oportunidades que los políticos. “Mientras más ilegalidades el elector comete o acepta en su cotidiano, más tolerante él tiende a ser con los actos de corrupción de los gobernantes y legisladores. Las personas no ven la ética como un valor absoluto, sino con gradaciones, en las que es posible ser más o menos ético”, explica Silvia Cervellini, que hizo la investigación.

“Es curioso que los medios, que cumplen un rol de mediador entre la clase dirigente y la sociedad, demuestren tanta indignación con los casos de corrupción si, como muestra la investigación, ambos extremos de la relación no le dan tanta importancia. Pero la opinión pública acepta y hasta espera ese discurso por parte de los medios”, observa. Así, dicen las cifras (que, está claro, pueden ser impugnadas), el elector no es la víctima, sino un cómplice y se identifica con buena parte de las infracciones cometidas por los políticos. Hay mucho más que 490 arañas por Brasil y por el mundo, ya que, aunque se preconice la falta de ética política como un fenómeno nacional, ésta se detecta en muchos otros países. “La gran política es siempre percibida como amoral por la gran mayoría de las personas porque en sociedades modernas y complejas la negociación política es siempre realizada de forma no transparente para la mayoría. Lo que parece peculiarmente brasileño es la manipulación populista de la corrupción como tema central del debate político, en un país tan carente de discusiones públicas de fondo sobre elecciones colectivas fundamentales”, argumenta Jessé Souza, sociólogo de la Universidad Federal de Juiz de Fora.

Asco
“Todo los político son ladrones”, es la frase más oída en nuestra no tan serenísima república, y el “asco” por la política parece haberse transformado en virtud, sin hablar de los que, como señalaba el psicoanalista Jurandir Freire Costa, preconizan que “en un país en que la ley ha sido puesta en descrédito, cualquier promesa de ley, por más draconiana que sea, puede comportar un poder de seducción irresistible, trayendo la ilusión del ‘yo era feliz y no lo sabia'”. Es la famosa “nostalgia” de los regímenes militares, que, para muchos, serían incorruptibles, cuando, en verdad, “los ciclos autoritarios brasileños suministraron combustible a la corrupción, pues cuanto más cerrado es un sistema, más tiende a respirar sus propios gases tóxicos”, en las palabras de Marco Aurélio Nogueira, científico político de la Unesp y autor de Em defesa da política. Al fin y al cabo, la democracia no permite secretos, forzando la transparencia sobre las prácticas de corrupción en la política. Pero es necesario tomar cuidado para que no se transforme en verdad la hipótesis esgrimida por Theodore Lowi, de la Cornell University, para quien “la transformación de la corrupción en cuestión política tiene menos que ver con los niveles de corrupción que con el nivel de conflicto entre las elites y con la existencia de elites dispuestas a usar ese instrumento en la lucha contra otras”. La telaraña  de la ética es densa.

Para Freire Costa, el pecado capital de la cuestión ética en la política es el fruto de la propia modernidad, con su “ideología del bienestar, que se opone, casi punto por punto, a la cultura humanista, democrática y pluralista”. Por encima de todo, ella es antipolítica. El modo de vida burgués, nota, siempre definió el culto de lo privado como superior al compromiso público. El político era despreciado por no producir riqueza: los políticos eran los que querían tener dinero sin trabajar y vivían en el terreno de la mentira, de la falta de valores éticos. Éstos estarían relegados al mundo privado, cuna de los sentimientos honrados, de la honestidad. “Pero la actividad política, menospreciada por razones que los agentes consideraban moralmente elevadas, no alcanzaba el núcleo de la idea del sujeto moral. Aunque la hipocresía tenía compromisos con la decencia”,  escribe Freire. El apoliticismo del ethos actual es de otra labra, ya que no se cultivan más virtudes públicas o privadas. “En la ideología del bienestar, lo que cuenta no es la virtud, sino el éxito. No se pide más que se piense en cual es la mejor elección para él y para el otro, se pide que se calcule cual es la mejor táctica para ser exitoso.” El psicoanalista recuerda que, en sociedades subdesarrolladas como la nuestra, la apatía política, normalmente exigida en los sistemas capitalistas, se acentúa. “En la estabilidad, el apoliticismo de la sociedad es compensado por la adhesión al orden existente y por la creencia en la autoridad dominante. En las crisis, estos pilares se desmoronan y el hombre común, habituado a delegar a la clase dirigente el poder y la iniciativa de decidir, pierde la confianza en la Justicia, en la política y en las instituciones”. Reducido al “mínimo yo”, en las palabras de Christopher Lasch, es el individuo que piensa solamente en su bienestar, generando la llamada “razón cínica”.

¿Es posible existir ética política en ese estado de cosas? “Las sociedades se despolitizan, buscando refugio en el mercado y dando las espaldas para el Estado, profundizando el divorcio entre éste y la población, entre partidos y ciudadanos, entre clase política y elector. Así, los políticos quedan cada vez más distantes de los fines superiores de la política (la realización del bien común) y cada vez más enredados en sus medios. Crece el riesgo de inoperancia y de corrupción y diminuye el impacto ético-político de la política”, analiza Nogueira. Para exigir y obtener ética es necesario participar de la vida política. “La amenaza que ronda nuestras sociedades democráticas es la combinación de dos rasgos que, tomados separadamente, no parecen constituir un peligro radical: la constitución de una sociedad de consumidores pasivos y la creciente soledad de los individuos”, aseveró Newton Bignotto, filósofo de la UFMG, en ¿Una sociedad sin virtudes?, conferencia que forma parte del ciclo de debates “El olvido de la política”, organizado por Adauto Novaes. Según él, el ciudadano se torna impotente para comprender lo que pasa en su propio país. “De manera radical nos podemos preguntar si aún tiene sentido hablar de virtudes públicas y ética política, en el mundo en que vivimos”, evalúa Bignotto.

Así, hasta el siglo XV la pregunta sobre la virtud y la vida en común era invariablemente respondida por el recurso a la idea de que el buen gobernante y el buen ciudadano dependían de una práctica virtuosa, y la fórmula de una sociedad sin virtudes no tenía sentido para el mundo antiguo y el medieval. “Con Maquiavelo nace la sospecha de que las virtudes que se les exigían a los gobernantes cristianos no eran necesariamente cualidades que podrían garantizar el éxito y el respeto irrestricto a los consejos de la tradición, y podrían hasta ser una fuente de ruina para los que gobiernan”, recuerda el filósofo. Sin vulgarizar el concepto de maquiavelismo, se puede pensar que, a partir de entonces, la política pasó a definir un territorio diferente de aquél de la ética. “No se preconizaba el abandono de las virtudes morales, pero el mantenerse en el poder y derrotar a los enemigos se vuelve también un punto importante en una sociedad que pasa a valorar al individuo y el éxito en la carreras”. Se abría la puerta a la modernidad que pasó a separar virtud moral e virtud política. En el mismo instante, se inauguró la sospecha moderna sobre la virtud y la ética en las asociaciones políticas.

Rousseau y la Revolución Francesa, cada uno a su modo, intentaron cambiar ese estado de la cosas. Para el filósofo suizo, era necesario exaltar la ética, la virtud, colocar el bien común por encima de los intereses particulares. Robespierre llevaría ese precepto al extremo y el resultado de “tanta bondad” desencarriló en el Terror, cuando, acota Bignotto, “la virtud sirve para construir la figura del enemigo y justificar la exclusión de los adversarios de la escena pública, más que para guiar el comportamiento de los ciudadanos”. Entraba en escena el peor acompañante de la ética en la política, el moralismo (que fue apodado entre nosotros, desde los años 1940, como udenismo o lacerdismo, en “homenaje” al partido que advertía que “de nada valen las formas de gobierno si es mala la calidad de los hombres que nos gobiernan”). En un polémico artículo escrito en 2001, el filósofo José Arthur Gianotti advertía que “más que moral, acusar de inmoral públicamente a una persona pública es un acto político”. Según él, “no hay política entre santos” y existiría una “zona gris de la inmoralidad”: “A las leyes guardianas de las leyes que rigen la polis, para que sean practicadas, requieren una zona de inmoralidad sin la cual no podrían funcionar”. Giannotti usa una imagen de Wittgenstein: si el émbolo fuese rigurosamente ajustado al hueco del pistón, no habría movimiento posible.

Esa “necesaria zona de indefinición”, evalúa el filósofo, si es abolida, resultaría en la dictadura o en el jacobinismo. Es más: “Ser democrático es convivir con ese riesgo. Es necesario diferenciar el juicio moral en la esfera pública del juicio moral en la intimidad, pues ambos son diferentes zonas de indefinición”. Para el jurista Fábio Konder Comparato, autor del recién presentado Ética, “en Brasil, la noción de ética sigue en general vinculada a la vida privada. Condenamos al gobernante o al parlamentario ladrón, porque su conducta no difiere, sustancialmente, del acto del particular que mete la mano en el bolsillo ajeno. Pero tenemos una enorme dificultad de percibir que una política de privatización del Estado, o de endeudamiento público, es infinitamente más dañina para la sociedad actual y el futuro del país que la práctica del peculado”, analiza. “Para la gran masa de la población, el reino de la política en nada tiene que ver con el de la ética: en aquél prevalece el principio del poder, en este el del respeto al prójimo. Esa mentalidad es, en gran medida, fruto de la esclavitud, que separaba el género humano en superiores e inferiores”. Gilberto Freyre ya anticipaba la cuestión.

Estado
Según el antropólogo, para los brasileños la culpa de todo estaba siempre en el Estado, que era necesario modificarlo, imaginando, con ingenuidad, que los políticos encargados de esa transformación no formasen parte de la sociedad que esas reformas objetivarían modificar. “En una sociedad donde los seguidores de la ley son clasificados como tontos, la tramoya y el asalto a los bienes públicos son corrientes. El delito contra el Estado no es un desvío, es una oportunidad”, observó Da Matta en Encontros entre meios e fins. “Hoy en día lamentamos la ausencia de la ética, cuando de hecho todo nuestro malestar con la modernidad que construimos en Brasil tiene mucho que ver no con la ausencia, sino con la presencia inestable y contradictoria de muchas éticas. Adoptamos valores modernos (isonomía legal, sufragio universal, lógica de mercado etc.) sin la transformación o discusión de los valores tradicionales. Adoptamos monedas nuevas, sin deshacernos de las antiguas, y peor aún, sin decirle a la sociedad que tales monedas no valen nada”. El antropólogo cita como ejemplo la tendencia de los políticos en “tomar posesión” de sus cargos o, para emplear su definición de “ética doble”, en un momento se toman decisiones siguiendo valores modernos e impersonales, y en otro se actúa en función de la familia, de las simpatías personales y de las relaciones que consideran el caso de “João” o “José” diferente, porque ellos son amigos y están por encima de la ley. “La ética como instrumento de gestión echa luz en la compleja y difícil dialéctica entre el principio de la compasión (para los ‘nuestros’) y de la justicia (para los ‘otros’)”, asevera. En la promiscuidad entre lo viejo y lo nuevo, ¿cómo conciliar igualdad política y jerarquía ‘familística’ y social”, se pregunta Da Matta.

“La respuesta desnuda y cruda es la de la corrupción, la de la tara de origen y del atraso histórico. La más sutil es de la mentira, de la pillería y de los varios populismos que prometen mejorar la vida de todos, sin alcanzar de nadie”, dice. O, en las palabras de Oliveira Vianna: “Soy capaz de una gran intrepidez, menos de la intrepidez de resistir a los amigos”. La investigación del Ibope hace eco a esas palabras que demuestran, continúa Vianna, nuestra incapacidad moral de resistir a las sugerencias de la amistad, para sobreponerlas a las contingencias del personalismo de los grandes intereses sociales. Es necesario tejer mucho todavía para reunir ética y política. A expensas de esa ciencia, preferimos abdicar de la política sin demoras, como si la misma se hubiese efectivamente transformado en el espacio weberiano del desencanto. La intención de galvanizar ese encanto no siempre es saludable. “Esa especie de rechazo ético de la política configura la profunda contradicción en que estamos enredados. Pues si definimos al individuo como social, entonces la separación entre ética y política configura la ruptura entre el individuo y la sociedad, lo que en el límite significa la ruptura del individuo con sí mismo”, afirmó el filósofo Franklin Leopoldo e Silva en su conferencia “La banalización de la ética”, también en el marco del ciclo “El olvido de la política”. “En esas condiciones, la ética gana una autonomía de carácter ideológico, en la medida en que aparece como la ilusión de la preservación de una subjetividad que ya no encuentra en el plano social las posibilidades de realización, toda vez que la instancia de lo social, precisamente por haberse tomado solamente el lugar de manifestación del interés privado, se muestra desnuda de cualquier carácter político-comunitario.”

La telaraña se retuerce. “La cuestión central no está en lo inadecuado que consistiría en juzgar acciones públicas con criterios privados; lo fundamental es que las acciones ocurren de modo característicamente privado en sus causas y consecuencias, aunque enmascaradas por la forma de acción pública, y son juzgadas de modo privado en el contexto de un espectáculo público”, observa Franklin. Para él, si la vida política es auténtica (en el sentido arendtiano de la Antigüedad, en que se entrecruzaban opiniones políticas diversas), su moralización es innecesaria, pues el verdadero sentido de la vida pública está en la reciprocidad entre ética y política. Cuando esta vida no es auténtica, su moralización es inútil, porque la ruptura de la reciprocidad desde luego compromete el sentido de los dos elementos y de su vinculación intrínseca. “Cuando hablamos de la cosa pública (su deterioración como experiencia real), la quiebra simultánea de la política y de la ética hace del discurso moralizante, o de la intención de sustitución de la política por la ética, un procedimiento de la banalización y una estrategia de cinismo”. Eso se refleja en la decisión de voto. Para Marco Aurélio Nogueira, el brasileño ha votado y participado políticamente para defenderse, no para tomar la iniciativa y atacar. “Una cultura del desencanto, sumada a una visión minimalista de la democracia (reducida al rito electoral, visto como vía crucis, extraña a la participación sustantiva) ayuda a expropiar las personas de la capacidad de decidir. La incertidumbre pasa a prevalecer por sobre la hipótesis misma de la regulación, o sea, del equilibrio y de la sensatez.”

Para el cientista político Alberto Carlos de Almeida, se puede dividir el elector en dos tipos, característicos de su visión sobre lo que debe ser la relación entre ética y política: el ciudadano delegativo y su opuesto, el no delegativo. El primero es una persona que o no tiene noción de derechos, o, si la tiene, no la considera importante ya que nadie los cumple o los hace cumplir. Espera que los otros actúen correctamente (desde el punto de vista de ética única) y encuentra justificación para que él tampoco actúe correctamente. No ve problemas en  utilizar lo público como si fuese privado y su tipo de político es el de alguien que resuelva sus problemas, aunque de forma autoritaria, y cuide de lo que es público, ya que él no quiere preocuparse con eso. Así, no exige un comportamiento recto del político, siempre que, claro está, resuelva sus problemas.

El tipo no delegativo conoce y exige sus derechos y apoya una ética única, considerando que la “viveza” brasileña es una forma de corrupción. Pero existe un “pero”. Como recuerda el cientista político Yan de Souza Carreirão, el elector que no se sujeta al aspecto ético lo hace siguiendo un raciocinio todo suyo que le dice no haber inocentes en la política, desde el punto de vista ético, especialmente considerando los partidos más relevantes en el escenario político nacional. No se puede poner sobre ellos, de forma aturdida, la célebre crítica brechtiana de que “primero viene la panza y sólo después viene la moral”. “La crisis moral acompaña a la crisis política, económica y social”, avisa Freire Costa. La cultura narcisista que se establece, nutrida por la decadencia social y por el descrédito de la justicia y de la ley, lleva a un deseo de fruición inmediata del presente, la sumisión al status quo y la oposición sistemática y metódica a cualquier proyecto de cambio que implique cooperación social y negociación no violenta de intereses particulares. La moral se vuelve banal.

Flojedad
Acompañando ese movimiento surge la flojedad de la relación entre ética y política, que trae muchas veces el llamado “voto económico”, en que el elector valoriza sobre todo los resultados y menos la cuestión de saber quién los produce o cuáles son y cómo serán removidos los eventuales obstáculos. “Es un voto pragmático, que juzga al candidato no por su ética o por la identificación del elector con su ideología o personalidad, sino por su potencial de realizaciones”, observa Elizabeth Balbachevsky en Identidade, oposição e pragmatismo, un análisis del contenido estratégico de la decisión electoral en 13 años de elecciones (1989, 1994, 1998 y 2002). Por los resultados, no es de hoy que el elector se deja llevar más por lo que espera ganar que por la rectitud de carácter de su gobernante o por una eventual identificación ideológica. Collor y Cardoso, antes que Lula, se beneficiaron de esa proyección del elector sobre ellos como “realizadores futuros”. Solamente cuando Lula consiguió reunir ese requisito de identificación entre el elector y él es que logró ganar las elecciones. El futuro, entonces, parece no reservarnos sorpresas mejores.

“Hannah Arendt afirmó una vez, cuando se la cuestionó sobre si la política aún tenía sentido, que no deberíamos olvidarnos que originalmente el sentido de la política era la libertad, y que eso seguía siendo válido, si quisiésemos mantener nuestra creencia en los valores que aprendimos a defender como el más alto ideal de la vida en común”, cree Bignotto. Según el filósofo, si para hablar de virtudes en las sociedades de hoy no podemos apelar al comportamiento heroico de sus ciudadanos, no por eso necesitamos relegar la búsqueda de la virtud a un pasado imposible de ser recuperado. “Las virtudes republicanas posibles en nuestro tiempo tal vez no sean tan espectaculares como las que aprendimos a admirar en personajes del pasado, pero en su modestia podrán apuntar el mantenimiento del espacio de la política como aquél en el cual nuestras potencialidades puedan ir más allá del hecho de que seamos consumidores”. De lo contrario, advierte, estaremos condenados a vivir en una sociedad sin virtudes, presa fácil de los procesos y viviendo “solitarios en medio a hombres solitarios”. O, según las palabras de Da Matta: “Decir que todo es un ‘mar de lodo’ es reiterar un moralismo interesado y casi siempre autoflagelante y leer la política con los ojos implacables de una virgen del noviciado”. Una democracia joven, recién salida del autoritarismo, necesita, como las 490 arañas del canónigo Vargas, la paciencia de esperar el regreso de la sabiduría de Ulises.

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