En su voraz búsqueda por sangre, la hembra del mosquito Anopheles puede causar más que dolor y picazón. Muchas veces ella deja en el cuerpo de sus víctimas algunas decenas de ejemplares del parásito causante de la malaria, una de las enfermedades infecciosas más comunes en el mundo, que anualmente afecta a alrededor de 300 millones de personas y causa la muerte de un millón. Vieja conocida de la humanidad – el griego Hipócrates, considerado el padre de la medicina, la describió hace unos 2.500 años –, la malaria o paludismo comenzó a ser mejor comprendida a finales del siglo XIX, cuando el cirujano francés Charles Louis Alphonse Laveran identificó al microorganismo que la causaba, los protozoos del género Plasmodium.
Más de un siglo después del descubrimiento que contribuyó a que Laveran recibiera el Nobel de Fisiología en el 1907, los experimentos hechos en el Instituto Pasteur, de París, por el biomédico brasileño Rogerio Amino y por el parasitólogo alemán Friedrich Frischknecht revelan detalles sobre el comportamiento de ese parásito que pueden reorientar el desarrollo de vacunas contra la malaria.
Invitado por Frischknecht para hacer un posdoctorado de dos años en la Unidad de Biología y Genética de la Malaria de Pasteur, encabezada por Robert Ménard, Amino decidió verificar cómo el Plasmodium infecta a los organismos vivos. Desde los tiempos de Laveran se sabe que el parásito es inyectado en el cuerpo de los mamíferos en el momento de la picadura del insecto, pero nunca se había observado hasta ahora el trayecto del protozoario hasta las células del hígado, en donde se aloja y se multiplica rápidamente antes de ocupar los glóbulos rojos de la sangre.
Amino y el parasitólogo alemán contaminaron ejemplares del mosquito Anopheles stephensi, responsable de la transmisión de la malaria humana en el Asia, con el protozoario Plasmodium berghei genéticamente alterado para producir una proteína verde fluorescente. En seguida, dejaron que los insectos picaran la oreja de ratones y de pequeños ratones domésticos anestesiados. Con la ayuda de un microscopio de láser, que permite observar estructuras bajo la piel en seres vivos y reconstruir las imágenes en tres dimensiones, acompañaron paso a paso lo que sucedía.
Ya de entrada surgieron novedades. En la picadura, el insecto no inyecta los ejemplares del protozoario en el interior de los vasos sanguíneos, como se suponía. La mayor parte de los mosquitos lanza de 10 a 20 parásitos mezclados con la saliva en una capa más profunda de la piel – a 50 milésimas de milímetro de la superficie, cerca de la región en donde nacen los pelos. “Ese resultado confirmó una antigua sospecha”, dice Amino, profesor de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp).
Antes de investigar la malaria, Amino estudiaba la transmisión de otro protozoario – el Trypanosoma cruzi, causante del mal de Chagas, transmitido por la vinchuca – y sabía que la saliva del insecto era inoculada en la piel, y no directamente en los vasos sanguíneos. Como contiene compuestos farmacológicamente activos, la saliva de la vinchuca facilitaría el acceso del insecto a la sangre. Si era así con la vinchuca, Amino imaginó que lo mismo pudiese ocurrir con el Anopheles.
Lo más importante, sin embargo, sucedió a continuación. Siete horas después que el mosquito se alimentara en la oreja de los roedores aún había protozoarios en local de la picadura, según el estudio publicado el 22 de enero en la edición online de Nature Medicine. La mitad de los parásitos prácticamente no se desplaza y muere en el punto en que fueron depositados. El resto puede tomar dos caminos, con destinos bien diversos. Siete de cada diez ejemplares del Plasmodium se desplazan por medio de movimientos que recuerdan a los de un sacacorchos, perforando las células que encuentran en su camino, a una velocidad de un micrómetro por segundo. Parece poco, pero es lo suficiente como para que alcancen el torrente sanguíneo pocos minutos después de la picadura.
Entre la vida y la muerte
Una vez en la sangre, cada parásito – que hasta entonces se encontraba en el estadio de esporozoario, con un formato alargado como el de un plátano – puede invadir el hígado, en donde pasa a reproducirse rápidamente, generando 30 mil copias del protozoario. Ahora con forma de pera, llamado merozoíta, el parásito deja el hígado y vuelve a la sangre, en donde infecta a los glóbulos rojos. Es el inicio de otra etapa de multiplicación, que termina con la explosión de los glóbulos rojos y las fiebres de hasta 40°C, capaces de dejar a cualquier persona en cama, tiritando los dientes de frío y con anemia.
Las otras copias del Plasmodium que escapan del lugar de la picadura siguen una ruta suicida jamás imaginada: atraviesan las células de la piel hasta alcanzar los vasos linfáticos, canales cercanos a los vasos sanguíneos que, en vez de sangre, transportan linfa, un líquido blanquecino rico en grasas, proteínas y células de defensa del organismo. Conducidos por la linfa hasta los linfonodos, pequeños ganglios con gran concentración de células de defensa llamadas linfocitos, estos protozoarios encuentran su destino final. La mayor parte es destruida en hasta cuatro horas.
Unos pocos ejemplares sobreviven por hasta 24 horas y maduran, asumiendo la forma correspondiente a la que adquieren en el hígado, antes de morir. “Ese descubrimiento es importante porque es en el sistema linfático que se produce la respuesta inmunológica del organismo”, dice Amino. “Siempre que se avanza en biología, una aplicación surge tarde o temprano”, comentan Victor y Ruth Nussenzweig, pareja de investigadores brasileños que trabaja en el desarrollo de una vacuna contra la malaria en la Universidad de Nueva York, Estados Unidos.
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