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Medicamentos

Fiebre creadora

Articulación entre universidades, empresas y el gobierno facilita el descubrimiento y el desarrollo de fármacos en Inglaterra

carlos fioravantide Oxford*

* Este artículo es parte integrante del estudio New Perspectives on Drug Development in Developing Countries: a Case Study of the Brazilian Compound P-MAPA, desarrollado en 2007 como parte de un programa de estudios brindando por el Reuters Institute for the Study of Journalism en la Universidad de Oxford, Inglaterra.

La penicilina no es únicamente uno de los medicamentos más usados del mundo. Es también el resultado de un abordaje pionero, descrito por Robert Bud, director de investigación del Museo de la Ciencia, en Londres, en el libro Penicillin — Triumph and tragedy, publicado el año pasado por la Editorial de la Universidad de Oxford. La transformación de un extracto de hongo descubierto en un modesto hospital de Londres en un polvo que comenzó a emplearse durante la Segunda Guerra Mundial, desde entonces ha salvado millones de vidas, y representa el primer trabajo colectivo de desarrollo de fármacos en el mundo.

Las articulaciones entre las fuerzas científicas, económicas y políticas, tejidas con dificultad en aquella época, hoy en día son comunes en Inglaterra. El engranado de investigación y desarrollo de medicamentos se fue ajustando y hoy es articulada de forma razonable, conectando universidades, empresas, gobierno y agencias de financiación. La investigación de nuevos medicamentos tiene lugar en 62 laboratorios de hospitales o de universidades y en buena parte de las casi 500 empresas farmacéuticas instaladas en el Reino Unido. Como resultado de ello, 15 de los 75 medicamentos más vendidos en el mundo nacieron y crecieron en el Reino Unido, incluyendo el Viagra. Sólo Estados Unidos, con empresas más volcadas a las ganancias, logró más.

El gobierno británico creó un ambiente favorable a la innovación en fármacos, incentivando la formación de investigadores, la aproximación entre universidades y empresas y la comercialización de la investigación académica. Los científicos aún tienen que hacer sacrificios y, de vez en cuando, ponerse una ropa un poco más formal que la bata casi blanca de todos los días, y gastar algunas horas conversando con empresarios. Por lo menos dos veces por año, Isis Innovation, la empresa de transferencia de tecnología de la Universidad de Oxford, promueve cenas en las que no faltan consistentes vinos tintos franceses regando las esperanzas de transformar las ideas nacidas en laboratorios en productos comerciales.

Tanto los investigadores como las instituciones cuentan con un fuerte apoyo del gobierno. Las inversiones en investigación pública habrían ascendido a casi 4 mil millones de dólares estadounidenses por año entre 2005 y 2006, aunque la mayor parte de ese dinero se destine a la ciencia básica y la investigación clínica aún sea relativamente mal contemplada. Quien no quiera el dinero público puede recurrir a alguna de las 25 fundaciones independientes, las charities. La Wellcome Trust, la mayor de ellas, creó un fondo extra — de hasta  700 millones de libras esterlinas (un libra esterlina equivale a alrededor de 4 reales brasileños) por proyecto durante 3 años — para estimular la innovación biomédica hasta el punto de ser apoyada por los mecanismos habituales de financiación. Nich Dunster, de la Wellcome Trust Technology Transfer, presentó ese fondo en la BioTrinity, una feria de negocios que reunió durante dos días en Oxford a empresas que investigan, producen o ayudan a emprendedores a elaborar los planes de negocios a encontrar socios, a licenciar tecnologías, a conseguir financiación o a convertirse más conocidos en el Reino Unido, en Europa o en Estados Unidos. Muchos directores de las pequeñas y medianas empresas que comparecieron a la BioTrinity afirmaron que pretendían concluir los estudios clínicos iniciales de los futuros medicamentos en que trabajaban y después hacer una sociedad con grandes empresas farmacéuticas, ya que no tenían dinero suficiente como para ellos mismos producir y vender los nuevos productos.

Representantes del gobierno que asistieron a un seminario realizado en noviembre en la Cámara Británica de São Paulo demostraron interés en estimular la creación de un ambiente de innovación en fármacos también en Brasil, de modo que supere la antigua desarticulación entre universidades, empresas y el gobierno. Una de las nuevas fuerzas es el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), que destinó mil millones de reales para que empresas de todos los portes inviertan en la producción de principios activos y en la innovación. ?Sin innovación, estamos asumiendo que somos periferia ad eternum?, comentó Pedro Lins Palmeira Filho, jefe del departamento del área industrial del BNDES. La historia muestra que puede ser difícil. Hace dos décadas la Compañía de Desarrollo Tecnológico (Codetec), apoyada por el gobierno,  pretendía promover la síntesis de fármacos y reducir la dependencia externa, pero perdió aliento por falta de inversiones. En Oxford ese engranado fluido comenzó a tomar cuerpo en 1997, cuando Tim Cook entró en Isis después de siete años como director administrativo de empresas de base tecnológica y otros siete como inversor privado. Según él, el movimiento de crear empresas y recabar otras fuentes de financiación emergió porque la universidad decidió no sólo ser útil, formando empresarios y políticos, sino también parecer útil y convertirse una fuerza económica. Parece haber funcionado: la recuperación de la inversión fue diez veces mayor que la inversión. Cook y su equipo avanzaron en la medida que estimularon la comunicación y las relaciones de confianza entre los investigadores y empresarios y evidenciaron el valor social y económico de los científicos. “Todo lo que hacemos aquí es sociología aplicada”, dijo. Cualquiera de los cuatro mil investigadores de la universidad puede contar con la Isis para elaborar el plan de negocios, obtener financiación y administrar la empresa.

Para Graham Richards, director del departamento de química de la Universidad de Oxford, un aspecto notable de ese modelo es que los investigadores no necesitan dejar el laboratorio: como las nuevas empresas normalmente tienen sus propios gerentes, que no son los científicos que las fundaron, casi nada cambia en la vida académica. No es lo suficiente, sin embargo, para cambiar la cultura académica: “Necesitamos (también) de campeones”, comentó. “Dos o tres personas hacen toda la diferencia”. Al lado de Cook, Richards hace la diferencia. Además de las empresas que él creó o ayudó a crear, articuló la construcción de un nuevo laboratorio de química, de 64 millones de libras esterlinas, sin ningún apoyo financiero de la universidad.

museu flemingEl departamento de química exhibe el record de 18 spin-offs, que trajeron 80 millones de libras esterlinas para la universidad. De toda la universidad salieron alrededor de 60 empresas, principalmente a partir de 1987, cuando una nueva ley concedió a las universidades el derecho de explotar la propiedad intelectual. Quien provocó el cambio fue la entonces primera ministra Margareth Thatcher, a quien no le gustaba nada historia de un anticuerpo monoclonal desarrollado en Cambridge que no fuera patentado y generó mucho dinero cuando comenzó a ser explotado por la industria.

Casi 50 empresas, incluyendo muchas de las mayores de Estados Unidos, Europa y Japón, coordinan los ensayos clínicos de alrededor de 500 potenciales medicamentos en el Reino Unido. Los ensayos se hacen principalmente en los hospitales del National Health Service (NHS), el sistema público de salud inglés. Los compuestos aprobados en los ensayos son después nuevamente evaluados por la autoridad reguladora, la European Agency for the Evaluation of Medicinal Products (Emea), que puede suministrar una licencia única para la venta en todos los Estados miembros de la Unión Europea. Ese modelo daría otro final para historias como la de la penicilina. “Fleming se quedaba aquí, con otros tres médicos, fumando 60 cigarrillos por día”, cuenta una señora sexagenaria muy delgada y locuaz, al exhibir una pequeña mesa de madera cubierta de frascos, potes y un microscopio, en el segundo piso de uno de los edificios del Hospital St. Mary, en Londres. Fue en esa sala en la que el médico escocés Alexander Fleming en septiembre de 1928, al volver de vacaciones, encontró en una placa de Petri un hongo que exterminaba bacterias.

De entrada, Fleming trabajó con entusiasmo. En 1929 publicó un artículo en la British Journal of Experimental Pathology, pero algunos meses después perdió el interés: ni él ni su equipo habían logrado purificar la penicilina. Asimismo, a su jefe inmediato, Sir Almroth Wright, no le gustaban los bioquímicos, que podrían resolver ese problema, y no los quería ver ni en figuritas.

Uno de los editores del British Journal, el patólogo australiano Howard Florey, que años después tendría un rol fundamental en el desarrollo de la penicilina, debe haber visto el trabajo de Fleming, pero no el medicamento que podría nacer de allí. Nueve años después, fue el bioquímico Ernst Chain, un refugiado judío de la Alemania nazi, quien abrió los ojos de Florey al encontrar el estudio de Fleming en una biblioteca de la Universidad de Oxford y sospechar que allí había algo precioso. Como profesor de la Universidad de Oxford, Florey inició entonces la transformación del extracto de Fleming en medicamento. El equipo que él formó trabajaba al mismo tiempo en los ensayos en animales, en la purificación y en la producción de la penicilina “inicialmente en orinales” en cantidad suficiente para hacer ensayos en seres humanos.

Aún mostrando que la penicilina aplacaba infecciones bacterianas en pequeños ratones domésticos, Florey no consiguió atraer el interés de las industrias farmacéuticas británicas, preocupadas en sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Pero atravesó el mar y consiguió apoyo del gobierno de Estados Unidos. Las empresas farmacéuticas estadounidenses se unieron y priorizaron la producción de la penicilina, mientras que a las británicas les costaba llegar a un plan común. Más tarde, Inglaterra tuvo que comprar a Estados Unidos la patente sobre los métodos de producción de penicilina. Fleming, Florey y Chain dividieron el Premio Nobel de Medicina de 1945.

Hoy Florey no tendría que ir a Estados Unidos para completar el desarrollo de la penicilina. Podría abrir una empresa, pedir una patente, conseguir financiación, concluir la investigación y ganar mucho dinero recibiendo royalties de multinacionales que producirían penicilina y la venderían en todo el mundo. Al llegar a Emea percibiría que los vientos no estaban más soplando a favor. A diferencia de los años 1940, cuando casi no había regulación para el registro de medicamentos, en el actual ambiente regulador los técnicos de Emea no aprobarían la penicilina a causa del 3% o más de riesgo de reacciones alérgicas que puede causar. Nada personal, claro: muchos otros medicamentos serían hoy rechazados.

Los europeos son más cautelosos también porque, tal como demostró una exposición del Museo de Ciencia que mantuvo el título del libro de Robert Bud, la penicilina fue una historia de triunfo sobre las infecciones, pero su uso descontrolado dejó el camino libre para la propagación de bacterias y de virus. En este momento uno de los mayores miedos de quien vive en Inglaterra son las superbacterias, como las que causan infecciones hospitalarias o tuberculosis y resisten a cualquier medicamento que se tenga.

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