Imprimir Republish

ITINERARIOS DE INVESTIGACIÓN

Inventario de daños

Francisco Inácio Bastos transitó de la psiquiatría a la epidemiología para expandir la comprensión referente al consumo de drogas en Brasil

Ana Carolina Fernandes / Revista Pesquisa FAPESP

A la hora de presentarme a rendir el examen de ingreso a la universidad, pensaba estudiar Física. Me gustaban mucho las clases del antiguo curso científico [el equivalente a la actual enseñanza media], y siempre me ha gustado la matemática aplicada. No tengo talento para lidiar con abstracciones y símbolos puros, pero siempre me ha interesado utilizar las herramientas de la matemática para resolver problemas en áreas tales como la física, la química y la biología.

Recurrí a mi profesor de física de ese entonces, en busca de orientación, pero su respuesta me desalentó. Me dijo que la física era mucho más complicada de lo que había aprendido en la escuela. Como no me proporcionó ninguna orientación, me dirigí a la biblioteca para hojear los libros de física. Sencillamente no entendí nada. Ahora sé leer, pero entonces todo me parecía indescifrable, así que me rendí.

Tenía facilidad para los idiomas y siempre me había gustado mucho la literatura, así que pensé en estudiar Letras. La familia de mi madre vino a Brasil desde Europa Oriental: hablaban alemán y algunos en yiddish, y mi abuela hablaba portugués sin ningún acento. Pero dudaba, también consideraba estudiar medicina. Mi padre era médico y fue docente de psiquiatría durante un tiempo.

Acabé decantándome por la medicina por una cuestión práctica. Era la carrera que me ofrecía la posibilidad de empezar a trabajar más pronto y disponer de cierta independencia económica. Me percataba de que pronto tendría que empezar sostenerme por mi cuenta, porque la situación en casa era problemática. Mis padres se separaron poco después de que yo entré a la facultad.

Ingresé en la Universidad del Estado de Río de Janeiro [Uerj] con 17 años, en 1976. Cuando cursaba el tercer año, tuve que empezar a trabajar para mantenerme. Escribía una columna sobre salud en un periódico de barrio y empecé a traducir artículos científicos para tratados de medicina y otros libros técnicos, lo que todavía hago ocasionalmente para revistas científicas. Trabajaba de noche y rápido, lo que siempre me ayudó mucho.

En una oportunidad incluso me aventuré en la poesía. Un amigo me convenció para presentarme a un concurso de traducción organizado por la Pontificia Universidad Católica [PUC] de Río de Janeiro y obtuve el segundo puesto. Traduje un poema corto de T. S. Eliot: “Rhapsody on a windy night” [“Rapsodia em uma noite de ventania”, en la versión brasileña de Bastos, o Rapsodia en una noche ventosa].

En mi segundo año en la facultad, descubrí la neurociencia. En aquella época había muchos jóvenes renovando el estudio de la fisiología, algunos de los cuales siguen siendo mis amigos hoy en día, y empecé a estudiar la fisiología del sistema nervioso. Era un campo que estaba evolucionando mucho. Había un diálogo entre la ciencia y las concepciones más filosóficas al respecto de la mente, y eso me fascinaba.

Estábamos empezando a utilizar métodos cuantitativos de otras ciencias para estudiar el sistema nervioso. Como ya me gustaba la matemática, eso me producía satisfacción. Estudiábamos la trayectoria de las ondas cerebrales e integrábamos la parte cuantitativa con los aspectos más descriptivos de la fisiología. Fue un diálogo muy interesante entre la matemática y las ciencias naturales.

Cuando cursaba el tercer año, el profesor Carlos Telles volvió de una temporada en Alemania y creó la clínica del dolor en la UERJ. Fue la primera de Brasil. La idea era reunir a profesionales de diversas especialidades para tratar pacientes con dolor crónico. Se trataba de casos difíciles, pues muchos padecían cáncer avanzado y tenían un historial de tratamientos infructuosos.

Yo tenía 20 años y me impresionó mucho. En primer lugar, porque a estos pacientes se los sometía a un traqueteo incesante sin poder encontrar alivio para su sufrimiento. Y después, porque la morfina y otras sustancias que teníamos para combatir el dolor podían generar dependencia. Pensaba que la medicina existía para aliviar el sufrimiento, y fue allí donde conocí su otro lado.

Ana Carolina Fernandes / Revista Pesquisa FAPESPUno de los títulos de la biblioteca de Bastos. El libro trata sobre un coloquio que se llevó a cabo en 1988, organizado por el Instituto de Letras de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, en el que el médico coordinó las mesas centradas en la traducción y la ediciónAna Carolina Fernandes / Revista Pesquisa FAPESP

Esta experiencia me afectó mucho y más adelante me llevó a trabajar con la drogodependencia.

Cuando me gradué, hice una residencia en psiquiatría y decidí hacer una maestría en esta área. Pero entonces me crucé casualmente en el campus con el profesor Hesio Cordeiro. Me dijo que mi habilidad con los métodos cuantitativos podía serme útil en el área de la medicina social y me convenció para hacer el máster allí. Mi tesina fue un trabajo conceptual sobre el tema de las drogas y las adicciones, y su evolución histórica.

Por aquel entonces, me ofrecieron trabajo en una nueva clínica que había abierto en la Uerj para el tratamiento de drogodependientes y abandoné la clínica del dolor. Los estudios sobre el tema eran muy incipientes en Brasil y había pocas personas con la experiencia necesaria para abordarlo. Se hablaba mucho de la marihuana, pero casi nadie se ocupaba del abuso de sustancias y otros problemas más graves.

Después del máster, que concluí en 1988, me tomé un descanso del estudio por tres años. Seguí trabajando en la clínica, traduciendo y editando libros y revistas técnicas, pero no estaba seguro de si debía seguir una carrera como investigador. Finalmente me decidí por la investigación y cursé el doctorado en la Escuela Nacional de Salud Pública de la Fundación Oswaldo Cruz [Fiocruz], institución en la que permanezco hasta ahora.

El trabajo con drogadictos en la clínica influyó mucho en mi investigación doctoral, intitulada “Ruina y reconstrucción: el sida y las drogas inyectables en la escena contemporánea”. En la clínica, me centré en los riesgos y los daños asociados a las drogas. Comencé a trabajar para sistematizar los datos en lo referente a sobredosis y accidentes, y me di cuenta de que muchos pacientes estaban infectados con el virus del sida. Era una época, a mediados de los años 1980, en la que todavía se pensaba que solo los varones homosexuales se contagiaban y mucha gente creía que nadie consumía drogas inyectables en Brasil.

Este tipo de adictos estaban muy estigmatizados por otros consumidores y por los traficantes, porque dejaban las jeringas como rastro y esto facilitaba la intervención de la policía. En mi doctorado, utilicé técnicas de geoprocesamiento para analizar los datos recogidos en la investigación y demostré una fuerte asociación entre los casos de sida en consumidores de drogas y las rutas de distribución de la cocaína en el país.

Durante el doctorado, que llevé a cabo entre 1992 y 1995, pasé unos meses como investigador visitante en la Universidad de Hamburgo, en Alemania, y allí pude conocer mejor los programas de prevención y tratamiento de adictos. En Brasil no había nada parecido. Los primeros programas de este tipo empezaron a implementarse a mediados de la década de 1990 y pude ayudar a diseñarlos.

Tras la conclusión del doctorado me presenté a concurso en la Fiocruz y tras aprobarlo comencé mi carrera como investigador de la institución en 1997. Coordiné la investigación nacional sobre el consumo de crack, publicada en 2014, y la investigación nacional sobre drogas, cuya publicación fue vetada por el gobierno de Bolsonaro en 2019. Pudimos publicar un informe y varios artículos, pero no pudimos poner a disposición la base de datos con los resultados completos.

El debate sobre las drogas está muy politizado en todo el mundo, y yo no tengo ninguna vocación política. Pero he tenido que aprender a ser diplomático para poder llevar a cabo estas investigaciones y para lidiar con las innumerables presiones a las que estamos sometidos por parte de los gobiernos y las comunidades. La labor de los investigadores debe entenderse como una acción sanitaria, para que podamos sustraernos a la confusión que impera en esta área.

Republicar