Los libros escolares de Historia enseñan someramente que había en la América precolombina, es decir, hasta 1492, tres grupos indígenas con sociedades avanzadas: los aztecas y los mayas, al norte del Ecuador, y los incas al sur, en los Andes. Estos pueblos, con sus ciudades de rica arquitectura, erigidas en piedra, dominaban la agricultura y poseían una jerarquía social y ciertos conocimientos científicos. Cada con su estilo, y con sus particularidades, a éstos grupos suele agrupárselos en la columna de las “civilizaciones” conquistadas – destruidas quizá sea el mejor término – por la vía de las armas de fuego y por las enfermedades traídas por los primeros colonizadores europeos del siglo XVI.
Son la luz que se apagó con la llegada del hombre blanco. A los demás pueblos amerindios, incluidos los de Brasil, igualmente víctimas del desembarco de los nuevos señores provenientes del Viejo Mundo, les quedó la imagen de sociedades primitivas, de tinieblas, sin refinamiento cultural o significativas distinciones de clase, compuestas por pequeñas aldeas aisladas unas de otras, donde imperaba el nomadismo. En fin, representaban el atraso – comparado con el esplendor imperial de sus contemporáneos andinos y centroamericanos.
Sin embargo, recientes descubrimientos arqueológicos en al menos dos puntos diferentes de la región amazónica brasileña sugieren que los aztecas, los mayas y los incas no eran los únicos que ostentaban el status de ser sociedades complejas a la época del desembarco del navegante Cristóbal Colón. En los últimos años, intensos trabajos de campo llevados a cabo por investigadores brasileños y extranjeros en el Alto Xingú, norte de Mato Grosso, y en la confluencia de los ríos Negro y Solimões, a unos 30 kilómetros de Manaos, estado de Amazonas, sugieren la existencia de grandes y refinados asentamientos humanos, que eran habitados hace 500 años – o incluso antes – simultáneamente por algunos millares de personas.
Las evidencias más espectaculares de ocupaciones de tal magnitud – algo únicamente posible con la adopción de un estilo de vida sedentario y de prácticas que alteraban la selva nativa y permitían la implementación de una agricultura razonablemente productiva – surgieron en sitios prehistóricos ubicados en las tierras actualmente habitadas por el pueblo kuikuro, en el interior de la reserva indígena de Xingú, y se materializaron en las páginas de la edición del 19 septiembre de la revista estadounidense Science, una de las publicaciones de mayor peso entre los científicos.
En un artículo de cuatro páginas, ilustrado con seis imágenes de satélite, un poco común equipo de autores – tres investigadores de la Universidad de Florida, dos del Museo Nacional de Río de Janeiro y dos indios kuikuro – describe la estructura del tipo de sociedad que existía en ese punto de la Amazonia entre los años 1.200 y 1.600 d.C.: un conjunto de 19 aldeas de formato circular; las mayores protegidas por fosos de hasta 5 metros de profundidad y muros de empalizadas, interconectadas por una extensa y ancha red de carreteras o estradas de tierra apisonada. Los investigadores estiman que entre 2.500 y 5.000 personas vivían en las mayores aldeas. El cuidado y la precisión con la que esas vías fueron concebidas y ejecutadas impresionan. Eran sumamente rectilíneas, con anchos que oscilaban entre los 10 y 50 metros, y una extensión de 3 a 5 kilómetros.
“Esas carreteras constituyen un trabajo de ingeniería, en cuyo marco se trasladó una enorme cantidad de tierra en el plano horizontal”, afirma el arqueólogo Michael Heckenberger, de la Universidad de Florida, el principal autor del texto publicado en Science, un estadounidense de 41 años que habla en portugués con fluidez, pues vivió siete años en Brasil, y un año y medio de estos siete dentro del Xingú. También se hallaron en el sitio arqueológico indicios de plazas, puentes, represas y canales, y del cultivo de mandioca o yuca y otras plantas.
El lugar abarca un área de 400 kilómetros cuadrados, equivalente a un tercio del territorio de la capital amazonense, no muy distante de las tres aldeas contemporáneas de los kuikuro. “La construcción de estas estructuras en la selva quizá no haya sido más complicado que hacer pirámides, pero representa una otra forma de monumentalidad”, compara Heckenberger. “Este pueblo tenía una monumentalidad horizontal”, dice el antropólogo Carlos Fausto, del Museo Nacional, otro autor del estudio. “Las carreteras tenían una función más bien estética que práctica”. Según Fausto, los indios no transportaban nada tan grande entre las aldeas que justificase abrir caminos de 10 metros de ancho como mínimo, por los que pasan holgadamente dos automóviles.
Los anchos caminos abiertos en la selva estarían ligados a la tradición de efectuar rituales colectivos entre las tribus, y simbolizarían la unión entre las aldeas. Si esta hipótesis fuera correcta, entre los siglos XIII y XVI, mientras los incas demostraban su conocimiento construyendo ciudades de piedra en las tierras altas de los Andes, por ejemplo, los miembros de este antiguo pueblo del Xingú, instalados en un área plana de bosque tropical, tendían una majestuosa red vial en los bordes de la Amazonia; éste quizá sea su legado arquitectónico más sorprendente.
Los vestigios de la “ciudad” xinguana fueron datados siguiendo el método del carbono 14, y la traza de las carreteras, que se basaba en los movimientos del Sol y denotaba el dominio de conocimientos de astronomía, fue mapeada con la ayuda de un GPS de alta precisión. La versión del aparato utilizado en el Xingú, capaz de suministrar la ubicación precisa de un punto geográfico con el auxilio de satélites, tenía un margen de error de menos de un metro. Este instrumento fue de gran valía para Afukaká Kuikuro y Urissapá Tabata Kuikuro, los dos indios que también suscriben el artículo de Science.
“Ellos son excelentes cuando se trata de hallar el trayecto de las carreteras y los sitios arqueológicos”, comenta Heckenberger. En muchos casos, tramos de los caminos abiertos por los habitantes de los antiguos asentamientos se encuentran actualmente copados por la selva. En dichos puntos es difícil localizar los salientes cordones que formaban en los bordes de las carreteras, y que podían llegar a medir un metro de altura.
Los autores de este estudio creen que, en sus aspectos centrales, ese asentamiento precolonial era una versión expandida del modo de vida de los menos de 600 kuikuros presentes hoy en día en Xingú, que también abren carreteras y cultivan en rozas. En las antiguas aldeas de carácter más residencial, las chozas, probablemente erigidas con estructuras de madera y cubiertas por ‘sapé’ [palmas], al igual que sus viviendas actuales, se ubicaban en torno a la plaza central. La diferencia es que ahora existe apenas un anillo de viviendas. En la época del descubrimiento de América han de haber existido varios.
Con todo, no se sabe con seguridad si los indios que vivieron allí hace 500 años eran realmente los ancestros de los actuales kuikuro. La hipótesis está lejos de ser absurda, pero no ha sido comprobada. “Pero, como existe una continuidad cultural a lo largo de más de mil años de historia entre los pueblos del Xingú, se puede pensar el pasado por medio del presente”, dice Fausto. “Es muy posible que varios aspectos de la cultura xinguana actual ya estuvieran presentes entre las poblaciones que construyeron y vivieron en las antiguas grandes aldeas”. Entre éstos la adopción de una jerarquía política, que distingue a los indios entre jefes y no jefes, y de algunos rituales intertribales, similares al famoso Quarup, la fiesta en homenaje a los líderes muertos.
Pero, ¿es cierto que los indios de la época precolonial vivían en perfecta armonía con la selva virgen? Pues bien, se cree que estaban en paz con el medio ambiente. Pero el bosque – es forzoso decirlo – ya no era virgen. Para erigir una sociedad de tamaña complejidad, con carreteras conectando aldeas fortificadas y cinturones agrícolas a su alrededor, los antiguos kuikuro efectuaban grandes alteraciones en el paisaje natural – así como también lo hacen los kuikuro de hoy en día. Pero los investigadores se apresuran a añadir que no se trataba de agresiones desmedidas a los recursos naturales.
“Algunos estudios de etnobotánica muestran que el manejo indígena del medio ambiente, en forma consciente o inconsciente, tiende a producir una mayor biodiversidad que si la selva fuese efectivamente ‘virgen'”, explica Fausto. Ecologistas más radicales y románticos pueden haber visto el trabajo de los brasileños y estadounidenses publicado en Science como un estímulo a la desforestación de los bosques. Pero no se trata de eso. Provocativamente intitulado “¿Amazonia 1492: Selva Virgen o Bosque Cultural?”, el texto sugiere que aquello que la mayoría de la gente piensa que es “selva virgen”, es, a decir verdad, producto de una interacción milenaria entre las poblaciones indígenas y el ecosistema. Y que la interferencia humana en el medio ambiente no ha degradado el suelo local.
Tierra negra
Muchos kilómetros arriba de los antiguos asentamientos en el área de los kuikuro surgen más vestigios de sociedades complejas existentes a la época del descubrimiento: una pequeña Mesopotamia tropical situada a 30 kilómetros de Manaos, que parece confirmar los descubrimientos efectuados en el Alto Xingú. En una parcela de tierra situada en la confluencia de los ríos Solimões y Negro, el equipo de Eduardo Góes Neves, del Museo de Arqueología y Etnología de la Universidad de São Paulo (MAE/USP) identificó 70 sitios arqueológicos con evidencias de presencia humana y realizó 71 dataciones con carbono 14 para determinar su edad aproximada. Los sitios más antiguos se remontan a 8.000 años. En uno de éstos, por ejemplo, se descubrió una punta de lanza hecha en sílex, de 7.700 años.
Las áreas arqueológicas más jóvenes, que concentran la mayor parte de los trabajos realizados hasta ahora, cuentan con sitios con edades entre los 2.500 y los 500 años. Cinco de estos sitios más recientes ya fueron excavados y mapeados digitalmente: Açutuba, Osvaldo, Lago Grande, Hatahara y Dona Stella. El material de estudio de estos lugares puede incluso ser menos espectacular que las antiguas carreteras del Alto Xingú. Pero no por ello menos elocuente.
En esa región cercana a la periferia de la capital del estado de Amazonas se encontraron partes de esqueletos humanos dispuestas directamente en el suelo o en el interior de urnas, incontables fragmentos de cerámicas, fosas excavadas en la parte de trasera de algunos sitios, resquicios de empalizadas – y mucha tierra negra. Este tipo de suelo orgánico, sumamente fértil, rico en nutrientes y repleto de pedazos de cerámica, suele ser interpretado como una marca producida por grandes y prolongados asentamientos en una determinada región. En algunos lugares, la tierra negra fue utilizada por los pueblos precolombinos, junto con centenas de pedazos de cerámica, como materia prima para la construcción de montículos de 1ó2 metros de altura que desempeñaban la función de tumbas.
Excavando en esos montículos, los investigadores se depararon en ocasiones con urnas funerarias. “Todos estos elementos indican que la presencia de los pueblos amerindios fue continua en algunos puntos de la Amazonia Central”, dice Neves, cuyo proyecto cuenta con financiamiento de la FAPESP. “Ciertos sitios fueron habitados durante décadas seguidas, o quizá más de cien años ininterrumpidamente por unos pocos miles de personas. “Pero, ¿cómo este conjunto de hallazgos del pasado es interpretado por el arqueólogo y sirve para dar asidero a la teoría de la existencia de sociedades complejas en la Amazonia precolonial? Los montículos erigidos con tierra negra y trozos de cerámica, como los diez hallados en el sitio Hataraha, situado en un área elevada aledaña a la planicie aluvial del Solimões, son un indicio de que habría existido una cierta división del trabajo – y, por consiguiente, diferencias jerárquicas – entre los pueblos amerindios de la selva.
“Alguien con comando necesitaba coordinar los esfuerzos de varios hombres para que se lograse elaborar ese tipo de tumba funeraria”, comenta Neves, quien hasta el mes pasado se recuperaba de una malaria que contrajo en su último viaje a la región amazónica. El descubrimiento de fosas en los fondos de áreas donde hubo ocupaciones humanas denota una preocupación de los habitantes de una aldea por defenderse de los ataques de otros poblados. En Açutuba, el mayor sitio identificado en el marco del proyecto de Neves, de 90 hectáreas de superficie, los investigadores localizaron dos fosos en la parte trasera de su terreno. Las dimensiones de esos orificios son significativas: 150 metros de extensión por 2 metros de profundidad.
Cerca de los fosos se hallaron también vestigios de empalizadas, antiguos muros de madera que no hacen sino reforzar la idea de que los indios pretendían proteger la retaguardia de Açutuba. “Si había una preocupación por mantener los fondos de una aldea seguros, es porque existía el riesgo de guerras entre las tribus”, deduce el arqueólogo de la USP. El mismo razonamiento cabe para las aldeas fortificadas de los kuikuro del Alto Xingú. La tierra negra, presente en la mayoría de los sitios ubicados en la confluencia de los ríos Solimões y Negro (y también en el área de los kuikuro y en otras partes de la cuenca amazónica), es uno de los elementos claves para sustentar las tesis de que los indios precoloniales llevaban un estilo de vida más elaborado de lo que se pensaba.
En otras palabras: es un indicio de que los pueblos precolombinos (o al menos algunas corrientes de ellos) se establecieron en puntos de la cuenca amazónica, erigieron aldeas perennes de porte significativo, en las cuales practicaban alguna forma de agricultura. Con el correr del tiempo, los residuos producidos por esa ocupación permanente de un área – osamentas de animales cazados en la selva, restos de peces, pescados en los ríos vecinos, fragmentos de plantas recolectadas o cultivadas, excrementos humanos, la madera usada en la construcción de las viviendas – acabaron dando origen a la tierra negra.
En la Amazonia, la mayoría de los sitios arqueológicos que presentan esta formación geológica data de entre 2.500 y 500 años. Justo en el centro de Manaos, en la plaza Don Pedro, obreros que trabajaban en una obra de revitalización del espacio público descubrieron por casualidad en agosto pasado tres urnas funerarias en una capa de tierra negra con una edad estimada entre 1.000 y 1.200 años. De acuerdo con la interpretación de Neves, la tierra negra se volvió más común hace alrededor de dos milenios y medio, pues en ese momento de la prehistoria, debe haber habido una explosión demográfica – y de sedentarismo – entre las tribus amerindias.
Cuando, alrededor de cinco siglos atrás, el tamaño de las poblaciones indígenas dio señales de declinación, en razón de las armas y de las enfermedades traídas por los europeos, la formación de este tipo de suelo empezó a ralear. Hasta la década de 1980 no existía consenso con relación a si la tierra negra era o no el resultado de la acción del hombre. Algunos estudiosos imaginaban incluso que este tipo de suelo negro, que cuando aflora se usa hoy en día para la agricultura, pudiera haberse formado a partir de material oriundo de los volcanes andinos, traído por el viento, o de sedimentos provenientes de los lagos. “En la actualidad, casi todo el mundo acepta la idea de que la tierra negra es fruto de la intervención humana en el paisaje de la región”, asegura el arqueólogo de la USP. La cuestión aún en abierto radica en saber cuánto tiempo demora la tierra negra para originarse.
“Algunos autores creen que un centímetro de tierra negra tarda diez años para formarse. Personalmente, yo creo que este proceso es más rápido y tiene más que ver con la dimensión de los asentamientos que con su tiempo de duración”, afirma Neves. En Açutuba, por ejemplo, pueden haber vivido 3 mil indios en un mismo período, de acuerdo con sus estimaciones. Cuando recurren a la expresión “sociedad compleja”, arqueólogos, antropólogos y otros estudiosos se imaginan un pueblo que había dejado atrás – o relegado a segundo plano – la vida nómada de cazadores y recolectores de los obsequios de la fauna y la flora nativa.
Un grupo de personas que se había fijado en un pedazo de tierra y desarrollado alguna forma de agricultura. Un asentamiento con algún grado de sedentarismo, dotado de aldeas para algunas centenas o quizá miles de personas, con una jerarquía social y división del trabajo. La hipótesis de que haya habido culturas con tales características en la Amazonia precolonial entra en colisión con la visión tradicional y aún dominante en la arqueología, muy influida a partir de la década de 1950 por los trabajos de campo y los artículos de la estadounidense Betty Meggers.
Para esa veterana investigadora, aún hoy en día activa, a los 81 años, y fiel a sus tesis de décadas atrás, las condiciones naturales del trópico húmedo – suelos pobres y poco alimento disponible a nivel del suelo – eran adversas para la presencia humana en gran escala, y posibilitaban únicamente la formación de pequeñas aldeas, de menos de cien personas, que ocupaban extensiones de pocas hectáreas. Cuando la comida se acababa, las pequeñas aldeas eran rehechas en otro lugar, cosa que ocurría con frecuencia. Una crítica común formulada por Meggers a los trabajos de sus colegas que dicen haber descubierto vestigios de grandes asentamientos humanos en la región amazónica apunta que estos investigadores en realidad habrían encontrado resquicios de pequeñas aldeas que nunca fueron contemporáneas. En el caso del área de los kuikuro, resulta difícil creer que los indios hayan construido una red vial tan grande y ancha como para conectar aldeas que existieron en épocas diferentes.
Las teorías alternativas a la idea de que la Amazonia fue la morada exclusiva de pueblos precoloniales carentes de una elaborada organización política y social no constituyen precisamente una novedad elaborada en el siglo XXI por investigadores como Heckenberger, Fausto, Neves y otros. En cierta medida, los cronistas europeos del siglo XVI que pasaron por la selva ecuatorial, por ejemplo, hicieron referencias a sociedades organizadas en la cuenca amazónica. El problema es que una de las más famosas alusiones de ese género no pasa de ser una leyenda: la saga de las guerreras amazonas. En las últimas décadas, algunos estudiosos empezaron a buscar evidencias más concretas que pudieran contradecir las ideas de los seguidores de Meggers.
Pero la tesis de que podrían haber existido sociedades complejas en los trópicos a la época del descubrimiento nunca se consolidó debido a la escasez de pruebas materiales que la sostuvieran. El descubrimiento de grandes carreteras y aldeas precoloniales en el Alto Xingú, y de asentamientos antiguos y densos en los alrededores de Manaos empieza a rellenar esa laguna. Los pueblos de la selva podían incluso no ser tan sofisticados como sus vecinos de los Andes o de América Central, pero tampoco eran tan “primitivos” como se decía. “No eran un imperio inca o maya. Sin embargo, eran complejos, con una estructura amazónica”, resume Heckenberger.
Los Proyectos
1. Complejidad Social en la Prehistoria Tardía de la Amazonia (Alto Xingú); Coordinador: Michael Heckenberger – Universidad de Florida; Inversión: US$ 150.100 (National Science Foundation, EE.UU.)
2. Estudio arqueológico del área de confluencia de los ríos Negro y Solimões: continuidad de las excavaciones, análisis de la composición química y montaje de un sistema de informaciones geográficas (02/02953-0); Coordinador: Eduardo Góes Neves – MAE/ USP; Inversión: R$ 209.968,18 (FAPESP)