“En ella todo fue, nada es. No se conjugan los verbos en tiempo presente. Todo es pretérito. Vistas de lejos, las haciendas son Escoriales de soberbio aspecto visual, pero son entristecedoras cuando uno llega al pie. Ladeando la casa grande, barracones vacíos y patios de piedra con malvas en los intersticios. El dueño está ausente. Cafetales extinguidos”, escribió Monteiro Lobato sobre las “ciudades muertas” que albergaron “fábricas de café”, responsables de la transformación de la capitanía de la Colonia, sin riquezas ni poder, en el estado más desarrollado del país. “La caficultura del estado de São Paulo produjo en 150 años un acervo importante de edificaciones, que actualmente ayuda a explicar su historia. Desafortunadamente, muchas de esas construcciones han sido destruidas o descaracterizadas a lo largo de los años, con pocos registros sobre el cotidiano de las personas que las construyeron y las usaron”, lamenta Vladimir Benincasa, autor de la recientemente defendida tesis doctoral “Haciendas paulistas”, presentada ante el Departamento de Arquitectura y Urbanismo de la Escuela de Ingeniería de São Carlos (USP), dirigida por Ângela Bortolucci, que contó con el apoyo de la FAPESP.
“Los cambios en la economía de los últimos 50 años, que provocaron un intenso éxodo rural, crearon una generación alejada de sus tradiciones y que desconoce sus orígenes”, explica el investigador. Fueron tres años visitando, midiendo y fotografiando más de 300 haciendas, que resultaron en 15 mil fotos y 200 planos de caserones. El objetivo de Benincasa era tener una visión general del acervo arquitectónico rural producido durante el ciclo cafetalero, entre comienzos del siglo XIX y la década de 1940, a los efectos de detectar cómo se dio la creación del modo paulista de construir y vivir y de qué forma el mismo se vio influenciado por el impacto de las transformaciones del capitalismo (la mecanización, la electrificación, los ferrocarriles, etc.) en la configuración de los espacios de producción y vivienda. La dificultad radicaba en volver en el tiempo para entender el espacio. Al fin y al cabo, las actualmente abandonadas o transformadas en “hosterías” casas de hacienda quedaron aisladas en el paisaje, desprovistas del conjunto de instalaciones que componían el complejo de producción cafícola. “Difícilmente el observador será capaz de hacerse una idea del movimiento y de la actividad que había allí. Era una sucesión continua de casas formando patios, con lugares para el procesamiento, el ingenio, el molino, el almacenamiento, el herrero, la casa de esclavos, la enfermería, el rancho, la venta, el apeadero; y gente, mucha gente. Casi todo desapareció y quedan solamente enormes edificios residenciales”, asevera el arquitecto Marcos Carrilho, del Iphan (Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional), en su artículo “Haciendas de café decimonónicas en Vale do Paraíba”.
Si la decadencia fue rápida, el apogeo fue largo. Recién a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, con el fin del ciclo minero, la Corte lusitana empezó a valorar la fertilidad de las tierras del sur de Brasil, que hicieron surgir una economía paulista agrícola significativa. El café es hoy en día una pasión nacional, y si bien llegó a Brasil en 1727, tardó casi el siglo entero para llegar a Río de Janeiro, y a la zona de Vale do Paraíba llegó en 1790. Como poco se sabía acerca del nuevo cultivo, surgieron variedades de textos (como los manuales de Laborie, Saia y del barón de Paty Alferes) para ayudar a los pioneros, que describían técnicas de implantación de los cultivos, las máquinas y, por encima de todo, la configuración espacial de la hacienda. “Los toscos establecimientos rurales de subsistencia dieron lugar a los más que especializados y complejos conjuntos de edificaciones de la hacienda cafetalera”, sostiene Benincasa. “Principiaréis vuestra hacienda edificando primero una casa común para vuestra vivienda temporal, y tantas cuantas fueren necesarias para instalar a los esclavos y camaradas; pero todo esto debe hacerse de forma tal que no estorbe la línea de la hacienda”, advierte el compendio de 1847 de Paty Alferes. El proyecto del establecimiento era la base de todo, y en dicha base estaba el cultivo del café y, posteriormente, el terrero, el centro de todo el conjunto. “Además del cuidado de situar las plantaciones, es deseable implantar la residencia del propietario de manera tal de asegurar dominio visual de las instalaciones, evidenciando el propósito del control del conjunto de actividades”, agregaba Laborie. Para funcionar, la “industria” cafetalera debería construirse de manera tal de permitir el encadenamiento de las articulaciones.
“La configuración típica era un terrero de secado de café alrededor del cual se encontraba el caserón en posición destacada, foco central del conjunto. Esa conformación permitía la dominación visual, y así, la social, ya que todo sucedía delante del caserón, incluida la posición de la casa de esclavos, siempre cerca de la casa grande, dada la necesidad de vigilancia sobre los esclavos, cuyos precios eran a veces superiores a los de la tierra”, explica el investigador. Al lado del café, llegó la “leche”: con la decadencia de la minería, grupos de mineros se vieron atraídos por el cultivo del café, y trajeron el influjo de su arquitectura, más sofisticada, y de técnicas más modernas que la paulista, basadas en la tapia de pilón. Fueron también los mineros los que dieron a las haciendas nuevos rasgos formales, tales como la inclusión del área de servicio en el cuerpo principal de la edificación, la adopción de alpendres y escalinatas externas, de los ornamentos, de la levedad de la obra. “En diversas regiones, la población minera era superior a la paulista. De allí la presencia de la casa típicamente minera en las más diversas épocas y zonas del estado de São Paulo.”
Aislada en el medio del bosque, la hacienda de café del siglo XIX se asemejaba a una villa, y concentraba un gran número de trabajadores para la ejecución de actividades diarias. La tipología arquitectónica de esta primera fase de la caficultura, sostiene André Ferrão, de la Facultad de Ingeniería Civil, Arquitectura y Urbanismo de la Unicamp, autor de Arquitectura del café, es la “hacienda autárquica, sin relación con el medio externo, porque producía todo lo necesario para su subsistencia”. “La antigua casa paulista rústica, que perduró hasta el siglo XVIII, de pocos muebles, con ganchos de hamacas esparcidos por los batientes de las puertas, va paulatinamente cediendo su lugar a casas con salas amuebladas con muebles importados, pianos, cuadros y bibelot”, sostiene Benincasa. “Ya no se recibe más en la antigua galería embutida; ahora las visitas llegan al sector principal por una escalinata”. Nacía la casa grande suntuosa, hecha para mostrar el poder de la elite cafetalera monarquista. “La llegada de la misión francesa a Río también introduciría elementos nuevos en esas casas, tales como una mayor preocupación con la elaboración del diseño de la fachada, la búsqueda de la simetría, la mayor armonía en la distribución de los vanos, la adopción del sótano para evitar el contacto directo con el suelo, el mayor aislamiento y la ventilación, en el marco de los supuestos higienistas de la época. La hacienda cafetalera de São Paulo posee especificidades que no existen en propiedades similares de otros países”, advierte el autor.
Los manuales de Laborie y del barón igualmente preconizaban la necesidad de organizar el lugar de albergue de los esclavos, hasta entonces construidos por ellos mismos, reproduciendo el esquema de sus habitaciones africanas. “A partir de la década de 1840, se difundió un nuevo modelo de barracones en muros corridos o en cuadras, una forma de ejercer mayor control sobre los cautivos”. Hoy en día existen pocas de esas edificaciones, ya que, no siendo lugares para vivir, sino de albergue, eran construidas con técnicas y materiales precarios y rústicos. “En general las que están en pie exhiben modificaciones hechas para albergar luego de la abolición a las familias de inmigrantes; otras se convirtieron en depósitos”. De todas maneras, se ubicaban cerca del caserón señorial, para que los ojos del dueño no se despegaran de sus esclavos. Al fin y al cabo, ahora éste tenía nuevas obligaciones sociales que decretaron el fin del alpendre, que antes era el lugar destinado recibir a las visitas, una descortesía impensable a comienzos del siglo XIX en las haciendas del Paraíba. A los visitantes debía recibírselos directamente en el interior de las casas, en salas de recepción, para después llevarlos a una sala de visitas. “Esto modificó la fachada del caserón, ahora compuesta por una escalinata y un descanso de acceso, portadores de un fuerte simbolismo, marcando la recepción y creando una expectativa para la entrada en la casa del amo de la propiedad.”
He allí otra innovación en relación con la antigua casa paulista: en la morada del rico hacendado del café, el espacio destinado a la recepción, el área de convivencia general, es mucho más generosa. “Son las salas sociales, en donde se hacen los saraos, las veladas literarias, y donde se admite en cierto grado la sociabilidad, una vez cumplidos los rituales mínimos de admisión y de actuación de los cuales se revestían estos encuentros”, explica Benincasa. La capilla dentro del caserón resaltaba de la misma manera la ligazón del poder del hacendado con la poderosa Iglesia Católica. “El interior de esos caserones guardaba funciones exclusivas que no podrían desarrollarse en otro lugar de la hacienda, dado su valor simbólico; las prácticas religiosas fueron llevadas adentro de la casa del hacendado”. La ostentación estaba en todas habitaciones: desde los pisos encerados hasta las cañerías de agua y la electrificación, pasando por las pinturas murales decorativas, los papeles de pared importados, los techos elaborados, las ventanas y puertas tapizadas al mejor estilo de la Corte carioca, cuyos hábitos se adoptaron en las haciendas de café. Nuevos tiempos, nuevas costumbres: la expansión de la caficultura en el interior de São Paulo, y también la campaña antiesclavista, trajo a los colonos europeos y sus habilidades. “Este proceso, aliado al surgimiento de una elite cafetalera y a la llegada de profesionales tales como arquitectos e ingenieros europeos (además de diversos artesanos transformados en colonos), iba a modificar el paisaje de las haciendas cafetaleras. Asimismo, la expansión de las vías férreas empleadas para llevar la producción al puerto de Santos y el desarrollo de la navegación a vapor facilitaron la importación de materiales de construcción desde Europa y Estados Unidos.”
Surgen casas de mayor libertad formal, con una rígida segmentación del espacio. “Hay salas y saletas destinadas a las más diversas actividades: salas de visita, de té, de juegos, de costura, de música, de almorzar, de cenar, fumoir, etc. Surgen los pasillos, destinados al tránsito interno por las diversas alas de la casa sin la percepción del visitante, reflejos de un proceso de aburguesamiento de la clase rural”, afirma Benincasa. La arquitectura de tierra fue sustituida por la modernidad de materiales y ladrillos y el nuevo ideal es la casa soleada, aireada y aseada, en la cual que el baño se convierte en una pieza fundamental. “La casa rural de finales del siglo XIX y comienzos del XX incorporaba las comodidades de la vida moderna, pasando a expresar de esta manera la solidez económica y el cosmopolitismo del hacendado paulista”. Tan distante de la austeridad campesina de la casa bandeirante, el caserón moderno era testigo de la disposición de los barones del café a transformar sus residencias en lugares apacibles y cómodos que se reflejaba, acota el investigador, incluso en las relaciones de género. “Había oportunidades de convivencia para las mujeres. Si bien las áreas de permanencia de ellas aún estaba separada de las de los hombres, se había creado una franja intermedia donde todos podrían estar, incluso gente ajena a la convivencia doméstica.”
La casa grande y los barracones dejaron paulatinamente su lugar a casas rodeadas de jardines y las casas de colonos. “Preservando elementos arquitectónicos de la hacienda típica, surgía una nueva tipología que incorporaba la modernidad técnica. La hacienda cobraba aires de empresa agroindustrial como las instaladas en la zonas de tierras moradas de la región de Ribeirão Preto”, escribe André Ferrão. Esa evolución arquitectónica se rompería una vez más con la depresión de 1929 y la Revolución del ’30. “Surge una nueva arquitectura, no la de la gran hacienda, sino la de la chacra de café, de cara a la nueva lógica del proceso productivo”, acota Ferrão. Es el comienzo del fin de las grandes propiedades de Vale do Paraíba y de su evolución como empresas agroindustriales del oeste paulista. Según el investigador, es el momento en que el núcleo industrial de las haciendas se redujo en tamaño y complejidad, pues las operaciones de procesamiento y almacenaje del producto empezaron a hacerse en las ciudades, y así, las casas principales, las de los colonos y las demás instalaciones se volvieron más modestas, cuando no desaparecieron. “El dueño no está”: la frase de Lobato describía la mudanza del propietario a las grandes ciudades, desde donde podía controlar todo el proceso pasando solamente unas temporadas en sus propiedades rurales. Al fin de cuentas, ahora había medios de transporte rápidos que permitían esa doble vida, tan diferente del antiguo aislamiento en la hacienda. “La arquitectura del complejo productivo de la mayoría de las propiedades del nuevo oeste paulista se identificaba así bastante con la propia arquitectura del cafetal”, sostiene Ferrão.
“Las casas de las primeras décadas del siglo XX tienen una arquitectura sencilla, donde desaparecen los adornos; una arquitectura práctica, destinada prioritariamente al trabajo y no tanto a vivir. Se hizo realmente común que un hacendado tuviera varias haciendas, ya que con el automóvil podía desplazarse rápidamente entre ellas. Es significativo que las revistas de comienzos del siglo XX no muestren casas de haciendas, como era común, sino las oficinas y casas de administración, como para justificar la ausencia de un caserón más suntuoso”, añade Benincasa. Las casas de los colonos eran reflejo de la modernización económica. “Existe una gran semejanza entre ellas y las casas de los poblados obreros, cuyo ideal se propagaba por el mundo capitalista, y la hacienda cafetalera paulista no podría dejar de recibir ese influjo, principalmente en lo que atañe al incremento de la productividad y al control del trabajo y de los trabajadores”, explica el investigador. Van también volviéndose comunes, sigue, las torres con relojes, las campanas, los miradores y las sirenas en estas haciendas convertidas en complejos agroindustriales: eran símbolos de la modernidad y organizaban el día en varios turnos de trabajo, que ahora podían entrar en la noche gracias a la iluminación eléctrica. Pero el tiempo corría en contra del sistema. “En la década de 1940 era nítida la tendencia que indicaba que la chacra de café, con su arquitectura específica y apropiada a los nuevos parámetros impuestos por el sistema productivo, se había convertido en la principal unidad de producción del complejo agroindustrial de café. En la mayoría de estas chacras, la llamada casa de colonos desapareció debido al éxodo de los trabajadores rumbo a las ciudades, con lo cual surgió la figura del bracero [bóia-fria]. Algunas casas aisladas, en general de madera, se esparcen por la propiedad. El caserón se volvió sencillo o incluso inexistente”, escribe Ferrão. Todo es pretérito, aunque los verbos se conjuguen en futuro.
Republicar