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Historia

Lejos de Dios y cerca de EE.UU.

Estudio de Moniz Bandeira analiza meticulosamente la formación del imperio americano

Dismouted: The Forth Trooper Moving The Led Horses, Frederic Remington, 1890

Un antiguo y elegíaco adagio mexicano dice así: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. De ser una nación joven, que les arrancaba suspiros a los iluministas europeos por su “passion de l’egalité”, según las palabras de Alexis de Tocqueville, la América de hoy en día, pasados poco más de dos siglos de su nacimiento, ha logrado que una buena parte del globo arribe a un consenso negativo sobre ella, algo antes visto como un arrebato de testarudez envidiosa e izquierdista. Es un país que parece sobrevolar, al acecho, el resto del mundo, orgulloso de su aislacionismo, siempre dispuesto a iniciar una nueva guerra en nombre de la libertad que, según afirma, habría sido inventada allí por los founding fathers, en 1776. Curiosa falacia, pues el padre de la patria, George Washington, advertía en 1796 que “cualquier exceso militarista es perjudicial para la libertad, en particular para la libertad republicana”.

“Este desprecio por parte de Estados Unidos con respecto a la soberanía de los  otros pueblos, el unilateralismo de su política internacional, su militarismo, su soberbia y su prepotencia, la pretensión de reformar el mundo su imagen y semejanza, con el pretexto de promover la democracia como rationale para la deflagración o participación en guerras; todo esto no afloró como resultado de los atentados del 11 de Septiembre, sino en los albores de la formación del país”, afirma el historiador Luiz Alberto Moniz Bandeira, autor de Formação do império americano [La formación del imperio norteamericano] un sólido estudio acerca de cómo el “imperio de la libertad” hace de todo para darle “libertad al imperio”. “Para comprender este proceso de perversión de la democracia, que rompió con la vida civilizada y estableció un estado de guerra permanente, me planteé escribir sobre la formación del imperio norteamericano como epílogo de la globalización del sistema capitalista, que es un todo mundial y no una suma de economías nacionales”, analiza el profesor.

Y a esta idea de un mundo global, con la América en el comando, Moniz la halló en Karl Kautsky, un discípulo de Marx, despreciado por la izquierda a favor de Vladimir Lenin, para quien el imperialismo sería la expresión del “capitalismo agonizante, en descomposición”. La práctica, asevera el historiador, le dio la razón a Karl, y no a Vladimir. “Kautsky sostuvo que se podía aplicar al imperialismo lo mismo que Marx dijera sobre el capitalismo, es decir, que el monopolio generaba la competencia y ésta el monopolio, en un embate furioso, lo que llevó a los grupos financieros a concebir la idea de cartel. Según él, no era imposible que el capitalismo ingresase en una nueva fase, signada por la transferencia de los métodos de los carteles a la política internacional, la fase del ultraimperialismo”. La teoría de Kautsky es de una lógica notable: el imperialismo como fruto del capitalismo industrializado necesita exportar sus capitales para sobrevivir, lo que hacía de la guerra de conquista una necesidad económica, ya que era necesario garantizarle el mercado para colocar las mercaderías producidas. El problema es que estas guerras, al igual que la competencia entre las empresas, eran dolorosamente costosas. De allí la osadía de esta previsión: de tanto romperse sus cabezas, las grandes potencias terminarían por formar un “trust universal, un único Estado mundial, sujeto al capital financiero de los  victoriosos, que asilaría a todo el resto”.

Bush – La visión de las potencias devorándose unas a otras, que Lenin planteara como la certeza de que el socialismo triunfaría, y que sería el único sobreviviente de esa guerra entre capitalistas, fue definitivamente sofocada en 1976, con el establecimiento del Grupo de los Siete (u Ocho), el G-7, la reunión de las grandes economías para coordinar la economía global, confirmando así, tal como sostiene Moniz, la previsión de Kautsky, de que habría una explotación conjunta del mundo a cargo del capital financiero, aunque dicha integración no eliminase la competencia comercial y las contradicciones existente entre as potencias industriales. Al frente de dichas economías se encuentra Estados Unidos. Lejos de ser una innovación de Bush Junior, esta tendencia al mesianismo, acota el profesor, signó la formación del pueblo americano: es América renovando la tradición judaica. “Nosotros, los americanos, somos el pueblo peculiar, elegido, el Israel de nuestro tiempo; somos los depositarios del arca de las libertades del mundo. Dios ha predestinado a nuestra raza, y así lo espera la humanidad, para grandes cosas, y el resto de las naciones vendrá muy pronto detrás de nosotros”, escribió en 1850 Herman Melville, el creador de Moby Dick, la ballena blanca. “El pueblo estadounidense, al igual que los israelitas, pasó a considerarse el mediador, el vínculo entre Dios y los hombres en la Tierra”, recuerda el profesor.

Los peregrinos que salieron de Europa rumbo a la aventura en el Nuevo Mundo, donde fundaron la colonia que se transformaría en Estados Unidos, se consideraban “protagonistas de un ejercicio de excepcionalismo, creyentes de que eran capaces de ejercer un rol que otros pueblos no podían desempeñar”. En 1912, recuerda Moniz, Domício da Gama, embajador de Brasil en Washington, resumió cuál era el espíritu yanqui: “El duro egoísmo individual se expandió hasta cobrar ribetes de aquello que se podría definir como el egoísmo nacional”. “No sin razón, en enero de 2003, un alto funcionario del Departamento de Estado, al ser indagado acerca de hasta qué punto Estados Unidos se disponían a delegar su soberanía, al juntarse a instituciones multilaterales o tratados internacionales, declaró: ‘It depends’. Se infiere así que la única soberanía intangible es la de América y solamente ésta tiene derecho a decidir qué debe respetar o no internacionalmente”, asevera el investigador. Así, en el decurso de su historia, el país oscila entre el aislacionismo y el expansionismo, hasta llegar a asumir en la administración actual “el desprecio por la soberanía de otros Estados, el unilateralismo y el militarismo, que eran latentes y sólo en ocasiones se manifestaban, se convirtieron en normas oficiales de su política internacional”.

Fue un largo camino, si bien que se recorrió rápido y dubitativamente. Al comenzar el trayecto imperaba la Doctrina Monroe: “América para los americanos”, formulada en 1823 por el presidente James Monroe, que aislaba a Estados Unidos del Viejo Mundo, reforzando el deseo de George Washington, para quien “Europa tiene una serie de intereses primarios que no tiene relación alguna con nosotros, o si la tienen, es muy remota”, pero, al mismo tiempo, contenía el “pragmatismo” de Thomas Jefferson, quien afirmaba que “América tiene un hemisferio para sí misma”, de un expansionismo explícito. Que por cierto: empezó dentro de su propio territorio, con la conquista del oeste y la compra de vastas áreas adyacentes al mismo (como en el caso de Louisiana, comprada a Francia) pertenecientes a países europeos.

El progreso industrial requería nuevas áreas de consumo, y así el inmenso territorio estadounidense le quedó chico. Con el espíritu del “destino manifiesto”, analiza el historiador, EE.UU. se percató de que era necesario “extender el área de la libertad”. La ambigüedad de la Doctrina Monroe fue funcional a ello, y el precursor del uso de la “brecha” ideológica del ideal del aislacionismo fue el presidente Theodore Roosevelt, inventor de la política del big stick, el gran garrote por la democracia. “La de Roosevelt fue la primera ‘presidencia imperial’ de EE.UU., ya que por primera vez administró posesiones cerca y lejos de su territorio, y alcanzó influencia dominante en el Caribe y América Central, transformando a su Marina en la segunda en el mundo y convenciendo a los demás países a tomar en serio sus políticas y consejos”, analiza Moniz.

El país comprendió que las restricciones del mercado interno requerían un movimiento militar de expansión. Así fue en 1848, con la guerra fraguada contra México, con el ataque y la anexión de Hawai, en 1898, y ese mismo año, con la confrontación con lo que quedaba del imperio español, fustigado por un movimiento de liberación en Cuba. Echando mano de un incidente con el USS Maine, un buque americano anclado en La Habana, EE.UU. intervino militarmente en Cuba y tomaron la isla como una especie de protectorado.

Poco después le tocó el turno a las Filipinas, donde también se trababa un movimiento de liberación contra los españoles, que perdieron a manos de EE.UU. lo que les quedaba de sus dominios en el Caribe y en el Pacífico. Cesaba así todo lo que la antigua musa cantaba, y se erigía otro imperio. O, en las palabras de Teddy Roosevelt, en 1904, “la adhesión a la Doctrina Monroe podría forzar a América, si bien que de manera reluctante, a ejercer un poder de policía internacional” en caso de “wrong doing or impotence” en países del hemisferio occidental. El apogeo de este primer movimiento se dio al final de la Primera Guerra Mundial, cuando fue derrotado el expansionismo imperial alemán, mientras que los norteamericanos salieron del conflicto enriquecidos y todopoderosos.

Y la nueva tentativa teutona de competir con los mercados de EE.UU. llevó Franklin Roosevelt, en los años 1930 y 1940, a abocarse a revertir la tendencia aislacionista norteamericana y lanzarse al conflicto. Moniz recuerda las distintas provocaciones que EE.UU. les lanzó a Japón y a Alemania −que fueron evitadas−, para que ambos países rompieran relaciones con los estadounidenses. La guerra, sostiene el historiador, era un imperativo categórico para Roosevelt, y Pearl Harbor fue el pretexto que el presidente necesitaba. Algunos incluso afirman que éste azuzó a los japoneses al extremo y sabía del ataque del 7 de diciembre a la base. Y se calló, aunque, según palabras del secretario de Marina, Frank Knox, Roosevelt “expected to get hit but en el so hurt”. Sin embargo, acota investigador, no sólo de armas viven los imperios.

En 1944, el acuerdo de Bretton Woods creó el Fondo Monetario Internacional (el FMI) y el Banco Mundial. “El factor fundamental en las políticas del Fondo no emanó de su capacidad de decidir qué Estado merecía asistencia, sino de su principio de condicionalidad. Quien recibiera ayuda estaría obligado a cumplimentar determinados objetivos, lo que le otorgaba al FMI ingerencia en las políticas internas de cada país”, afirma Moniz. “A partir de la Primera Guerra, con el debilitamiento de Francia e Inglaterra, EE.UU. emergió como una potencia hegemónica y consolidó esta posición luego de la Segunda Guerra, modelando también el sistema económico internacional de conformidad con sus intereses, bajo la égida del Banco Mundial y del FMI. La libertad por la cual los founding fathers se batieron pasó a identificarse cada vez más con el capitalismo de consumo, el free-enterprise. El free world pasó a significar el mundo del free-market”, explica el historiador.

Miedo – La excepción no dejó de confirmar la regla. Los gobiernos demócratas y republicanos podían tener divergencias, pero todos, salvo raras excepciones (Jimmy Carter, por ejemplo), siguieron ejerciendo su poder en el globo mediante la fuerza directa de las armas o vía intervención blanca (vía FBI y CIA). “El militarismo fue el medio privilegiado que halló el capitalismo norteamericano para efectivizar su acumulación de capital. Desde comienzos del siglo XX, se hizo necesario alimentar permanentemente a la industria bélica y los grandes negocios, en los cuales militares e industriales se asociaban, forjando un clima de amenazas, un ambiente de miedo, de manera tal de compeler al Congreso a aprobar abultados recursos destinados al Pentágono y a los órganos de defensa”, analiza el investigador. De allí la necesidad constante de hallar “nuevos enemigos” que eran reemplazados con el correr del tiempo: de los comunistas a los fundamentalistas islámicos, pasando por la guerra contra las drogas. ¿De qué otra manera entender sino la razón del creciente incremento del presupuesto militar estadounidense aun luego el final de la Guerra Fría? se pregunta Moniz. Y hay más: “Los gobernantes y los políticos norteamericanos, en su exacerbado nacionalismo, jamás admitieron el nacionalismo de los pueblos de Latinoamérica o de cualquier otra región del mundo”. Pero se podía negociar alguna que otra vez, tal como recuerda el historiador, con las dictaduras, si éstas respondieran al interés de EE.UU., como fue el caso de los militares brasileños, con Saddam y con Pinochet, entre tantos otros. Así surge con fuerza el antiamericanismo, exasperado en Medio Oriente por su fuerte alianza con Israel. “El ‘terrorismo internacional’, que luego de la revolución islámica triunfante en Irán aparece en los discursos de los líderes norteamericanos como el nuevo enemigo, reemplazó al ‘comunismo internacional”. Todo para justificar los altos gastos con la defensa”. Entonces no lo culpen únicamente a George W.

Gigante – El conflicto Este-Oeste sale de escena y la nueva retórica evoca el clash de civilizaciones, el cristianismo versus el islamismo, todo en el centro de la cuestión primordial del acceso a las reservas petrolíferas, pues el gigante tiene pies de barro y necesita materias primas. Luego de la primera guerra de Irak, reuniendo militarismo y racionalismo económico, surgen los así llamados “halcones” (Wolfowitz, Cheney, Perle, referentes de la actual administración estadounidense), funcionarios civiles del Pentágono que defendían la “guerra preventiva”: atacar antes para impedir el surgimiento de un rival. Con ellos llegó también el Consenso de Washington, que fomentaba las privatizaciones, la desregulación de las economías y la liberalización del comercio – de los otros. “La reducción del papel del Estado, el Estado mínimo, en medio al proceso de globalización del capital, implicaba la reducción de la soberanía de los Estados nacionales, para traspasarles el poder económico a las corporaciones transnacionales, cuya mayoría es estadounidense”, evalúa Moniz. Kautsky parece estar cada vez más en lo cierto.

Y el movimiento externo fue seguido internamente. “La democracia, como desde los tiempos de Theodore Roosevelt, siguió estando identificada con el concepto de ‘good government’, que significaba no ya el respeto a las libertades públicas y a los derechos individuales, sino el mantenimiento de la estabilidad”. Moniz dice que la elección de Bush para gobernar EE.UU. confirma que la democracia norteamericana de las últimas décadas ha comenzado a claudicar y a mostrar signos de haber perdido el rumbo. Cosa que no es tan reciente, ya que “la política post 11 de Septiembre no fue un turning point en la política exterior de  EE.UU: sencillamente le dio ímpetu a ciertas tendencias que siempre han existido. Debe verse a Bush como un actor que recita decires consolidados, más que como un dramaturgo que acaba de escribir una nueva obra”.

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