Los Nuer son disidentes de una etnia semítica cuyos fundadores se perdieron hace alrededor de tres mil años. Debido a las estrategias que delinearon para vivir en el desierto, no se asemejan en nada a los demás pueblos que habitaran otrora las orillas del Nilo. En términos de tecnología, son inigualables. No porque la posean en abundancia o por su evolución, sino sencillamente porque carecen de ella. A excepción del fuego y de la rueda, de algunos medicamentos y paliativos contra el dolor, todo aquello que no sea indispensable para mantener su simple viva no solamente es despreciado, sino también perseguido. Parten del principio de que cada creación del hombre es un intento artificial de imitar a la naturaleza en aquello que no les fue dado por principio. Y hay un ser que, según ellos, fulmina a cualquiera que desee emularla, con sus debidas consecuencias: al hombre que desarrolló un sistema de alas destinadas a erigirse en vuelo, se lo vio cruzando los aires y desapareciendo.
Después supieron que se había se transformado en un gran avestruz: tenía al fin las alas de las aves y el andar del hombre; así lo concluyeron en su sabiduría, ya que sería un abuso y un absurdo para los Nuer que el hombre, ya con una serie de beneficios con relación a los pájaros, quisiera también ser pájaro. Éste puede parecer el lado moralista de este pueblo. Pero adornado con una extraña inteligencia: la vida en el desierto les enseñó a respetar a cada uno de ellos sus límites, y a tener siempre la conciencia que están desnudos en el mundo, y que un mísero adorno solamente puede conquistarse en cuestión de milenios. No la técnica en sí; en este caso, el arte de volar, sino el hecho de merecerla. Según los Nuer, los hombres solamente volarán efectivamente al cabo de miles de años, cuando al fin tendrán alas. Cada vez que ven un avión cruzando el cielo azul y límpido, se desternillan de risa casi hasta sofocarse; saben que el vuelo de aquella gente es una mentira, y les parece cómico que tantas personas juntas crean en una sola y misma mentira y compartan conjuntamente una misma ilusión.
Este hecho tiene que ver a lo mejor con la concepción metafísica de los Nuer, que por cierto, es muy interesante. No creen en un Dios ni en dioses, no tienen héroes ni mitos, no tienen templos ni rezos. Creen en algo mucho más complejo. Para ellos existe algo que podríamos traducir muy mal en nuestras lenguas como estado de gracia. Es una especie de trascendencia por demás de extrema. Descreen de la conciencia individual; aquello que nuestros doctos filósofos denominan imagen mental le generaría náuseas a un Nuer, al paso que la sola hipótesis de que el mundo sea la representación sensible de un mundo suprasensible los haría sonrojarse de vergüenza y tomar al autor de tal creencia por un hombre enfermo, o un imbécil. El hecho de que cada uno de nosotros aprehenda el mundo de una manera, les suena como algo en sí mismo aburrido, soporífero. Ellos desprecian aquello que conocemos como psicología: creen que las creaturas solamente son bellas y vivas si las vemos en su abismo, es decir, en aquello que tienen de irreducible, de exclusivamente propio, y siempre que miran hacia una persona o hacia una cosa, no buscan ver a ésta misma, sino más bien verla como si estuviera ausente. Si acaso dos Nuer están conversando, existe un pacto, según el cual cada uno de ellos se verá al otro como una puesta en escena, como un tipo de fantasma, imaginando permanentemente que el verdadero interlocutor está, a decir verdad, en aquel exacto momento, solo y andando en círculos por el desierto, sin peso de ser vivo o de gente.
Tal la manera que los Nuer hallaron para matar a la conciencia personal: ven todo como un gran teatro y una animación, y al contrario de lo que se imagina, no lo hacen porque sospechan que la realidad no existe, y que seamos quizá, nosotros y todo el universo, tan sólo la pálida sombra de otra realidad verdadera, sino para preservar a todas las cosas ilesas, en su estado de gracia; es decir, en su realidad intocable, intangible y intraducible. A esto, los Nuer lo denominan Cosa: los objetos y los seres, en su perpetuo estado de gracia, encarnan la Cosa: una piedra al sol en un banco de arena, sólo puede ser aquella piedra, bajo aquel sol de aquella parte del día y sobre aquella arena. Los Nuer imaginan al mundo, y evitan su carne: ésta es su estrategia, y es así como hacen que las cosas pertenezcan a su vez a la gran Cosa. Para nosotros todo esto se resumiría a los pobres conceptos de realidad, imaginación y representación. Con relación a las artes, podemos decir que, afortunadamente, es factible que los Nuer no las posean. O mejor dicho, debido a esa concepción que narré antes, se hace difícil pretender que ellos siquiera supongan que existe alguien que se tome en serio la idea de imitación de la naturaleza o de la realidad.
Uno de los aspectos más interesantes de los Nuer es su concepción del tiempo. Desconocen eso que entendemos como historia, y una de las pocas ciencias que poseen es la historia natural: miden la vida a partir de aquello que para nosotros equivaldría a la eternidad, y para ellos nuestro concepto de milenio se asemeja a algo que imaginan que es lo equivalente a un suspiro o a una flatulencia. No conocen el tiempo como círculo, ni como espiral, y mucho menos como una línea recta. Para ellos el tiempo sencillamente no existe. Al fin y al cabo, solamente para quienes conciben varios añicos de instantes como partes de una unidad trascendente el tiempo es posible, como así también el espacio y la extensión solamente existen para quienes están acostumbrados a ver el mundo en su continuidad, que no deja de ser una hermosa invención a la cual nos acomodamos y nos dedicamos, en una burocracia de milenios. En tanto, el espacio es otro caso curioso: creen que el espacio celeste, donde la constelación se desplaza, y la tierra donde movemos nuestros cuerpos están dentro de un grano de arena, una especie de pequeño huevo que reposa en el vacío. Por eso nunca lograrán experimentar las nociones de distancia y cercanía; el hombre que está a quince kilómetros está al lado de alguien que está al mío, y andan diariamente dentro de ese universo compacto sin incomodidad o malestar. Simplemente, andan.
En cuanto a sus curiosidades y hábitos, es común que los Nuer seleccionen objetos al azar para ser sus compañeros por tiempo indeterminado. Hubo un caso de una mujer que arrastró consigo un tronco de árbol durante dos semanas, y el de un hombre que durmió con su sandalia, incluso en su lecho de muerte. Un niño se casó con una mulita, si es que se puede catalogar como casamiento a tal alianza.
Hace algunos años, el ejército británico pasó por Egipto y ultimó a los postreros representantes de los Nuer. El general hizo una arenga referente al imperativo, a la urgencia del progreso y de la historia. Los Nuer no existen más: arrojados definitivamente en dirección al supremo estado de gracia y hacia fuera de la gran puesta en escena de la vida, habitan ahora en la flotación indefinida de la Cosa. Pero lo más curioso de todo, y que a su vez puede entenderse como la más inocente venganza posible, es que donde quiera que estén y donde quiera que se ubique tal dimensión, a ellos con seguridad poco les importará.
Rodrigo Petronio es escritor e investigador. Hace su postgrado en Literatura Española en la Facultad de Letras de la USP. Es autor de História natural (poesía) y Transversal do tiempo (ensayos).
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