Keats no le perdonaba a Newton que “hubiera destruido toda la poesía del arco iris”, haciendo, quizás la primera crítica al excesivo racionalismo científico, del cual Sir Isaac, desde entonces, fue entronizado como su más ortodoxo ícono. Pero a decir verdad, lejos de ser el primer representante de la edad de la Razón, Newton fue “el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que vio más allá del mundo visible y racional, con los mismos ojos de aquellos que iniciaron la construcción de nuestra herencia intelectual”; así lo definió otro inglés, Keynes. El mundo prefirió no escuchar la definición de Newton dada por el célebre economista en 1942, tras haber comprado en una subasta los manuscritos de Newton y descubierto, atónito, el intenso interés del científico por el mundo oculto.
Michael White, editor de ciencia de varias publicaciones inglesas, siguió la pista de 50 años atrás y resolvió investigar. El resultado es una sorprendente biografía del padre de la física moderna, Isaac Newton: o Último Feiticeiro (Record, 378 páginas, R$ 40,00) (Isaac Newton, el último hechicero), que revela el intenso interés de Newton por el ocultismo y de qué forma el mismo fue responsable por sus descubrimientos científicos más importantes. “El siempre fue considerado un científico rígido, adepto pertinaz al empirismo. Nadie podía creer que pudiera tener ideas ajenas a la corriente científica tradicional. Pero él tenía, en secreto, otro campo de estudio, la alquimia, a través del cual pretendía develar los secretos del universo, en lugar de hacerlo por medio de las matemáticas y la ciencia. Los Principia, en especial, son prueba de ello”, asegura White.
Según White, de los más de 4 millones de palabras que Newton dejó escritas, 3 millones remiten al mundo oculto. “Él, sin embargo, temía mostrar al público ese envolvimiento, pues la alquimia era un crimen penado con la muerte, ya que sus adeptos querían producir oro y eso era una amenaza para el sistema monetario”, explica el periodista. “Fue la alquimia, con su concepto de un espíritu de afinidad química difundida por medio de la materia y permitiendo la existencia de reacciones químicas, aliada al arianismo secreto de Newton y a su noción del cuerpo espiritual de Cristo difundido por el universo, como un medio en donde la materia puede moverse, lo que le permitió aceptar que la fuerza de la gravedad pudiera obrar a una distancia aparente”, explica.
¿Y la manzana? Bien, ya sabíamos que la historia de la inspiración de la caída de la fruta ante los ojos de Newton no era para ser tomada en cuenta seriamente. A quien desconocíamos era al autor de la ficción: quién sino el propio Sir Isaac. “El inventó esa historia para encubrir la verdadera línea de razonamiento oculta que utilizó para llegar a las fuerzas gravitacionales. Newton, ya anciano, quiso encubrir sus estudios alquímicos y también dejar una imagen póstuma fascinante y digna de su status de gran genio de su era. Adoraba autopromocionarse”, cuenta White. “Pero debemos siempre remitirnos a su época y no juzgarlo con nuestros ojos. Para él, nada había de equivocado en, junto a las herramientas científicas, echar mano a conocimientos extraídos de la Biblia y de la alquimia”, dice.
Basta efectivamente recordar que Newton, nacido en 1642 y muerto en 1727, vivió en una era en la cual se hacían guerras y se asesinaban hombres por sus creencias religiosas, y los análisis meticulosos de la naturaleza de la luz ocurrían concomitantemente a las tentativas serias de encontrar la piedra filosofal. Lejos de un Newton disminuido, encontramos al científico humano y creativo. “Hasta hoy, la mayoría de los científicos no piensa en términos puramente matemáticos o empíricos y son personas muy imaginativas. Incluso la ciencia que enterró a la física newtoniana, la mecánica cuántica, convengamos, no es una cosa de las más lógicas, y si intentamos entenderla solo con la razón no lo lograremos”, dice.
Pero la alquimia no está tan lejos de la física como cree nuestra filosofía. “Los alquimistas procuraban abarcar todos los secretos del universo de manera, como decimos hoy, holística. Eran excelentes observadores del mundo físico, el cual intentaban entender y explicar su funcionamiento, con una mirada alternativa hacia el universo. Newton comprendió que, si deseaba llevar adelante la física, tendría también que reinventar el universo y crear una nueva narración”, afirma. “Ergo, para él, la alquimia no era una diversión, sino su musa inspiradora. Y debe loárselo por inventar una ciencia creativa y que va más del dato inmediato”, avisa. “Era un hombre muy religioso y creía que era su deber develar los secretos del universo, y solo existían dos maneras hacerlo: estudiando la palabra de Dios, la Biblia, y la obra divina, la naturaleza. Él intentó reunir esos universos en equilibrio”. Pero antes que su biógrafo y que Keynes, un contemporáneo suyo había revelado la extraña pasión del sabioracional: su archienemigo Leibniz.
“Leibniz denunció que el concepto de la gravedad estaba muy vinculado al mundo del ocultismo. De hecho, Newton se dejó caer en una trampa intelectual al tentar esconder ese su lado secreto. Al verse acorralado, sin poder revelar la fuente de sus ideas, él se valió de un ‘éter’ hipotético a fin de explicar la gravedad. Eso no solo iba al encuentro con su pregonado compromiso con la razón experimental, sino que también lo dejó expuesto al ataque -para él terrible dado su credo religioso – de que era un mecanicista”, cuenta White. El científico gastó 40 años de su vida persiguiendo a su colega Leibniz, en una campaña nunca antes vista en el mundo académico, para destruirlo, convencido de que había sido robado por su compañero de ciencia en la formulación del cálculo.
“Newton era una persona detestable, un hombre amargo, extraño, recluido. Cuenta la leyenda que solo se rió una vez en la vida: cuando le preguntaron que utilidad hallaba en Euclides. Eso es, con seguridad, una exageración, pero no está del todo lejos de ilustrar su personalidad real”, comenta White. “Cuando cumplió 19 años, escribió una lista con los pecados que había cometido en toda su existencia y el del número 13 es asombroso: ‘Quise quemar a mi padrastro y a mi madre, y la casa sobre ellos’. El siguiente tampoco es mejor: ‘Les deseé la muerte a muchas personas y me gustaría que realmente les llegara a algunos’.
Era un hombre problemático, solitario y sufrido”, dice. “Siempre quiso compensar sus orígenes humildes con el éxito. Así, si en la juventud realizaba sus investigaciones para glorificar a Dios, con el correr del tiempoquiso solo promocionarse, haciendo ciencia para su propio provecho”, revela el biógrafo. El último de los magos, aunque mostrase modestia, diciendo haber en verdad llegado donde llegó subiendo a los hombros de los gigantes que lo precedieron, adoraba ser adulado por sus colegas y perseguía a todos los que, según él creía, no lo trataban como un genio único. Solo fue extremadamente paciente con un joven discípulo, el matemático suizo Nicholas Fatio de Duilier, con quien mantuvo una tórrida correspondencia. Bien, la manzana puede no haberle inspirado la teoría gravitacional, pero le dio otras ideas, bíblicas, a Sir Isaac.
“Newton, todo lleva a creer, fue un homosexual reprimido que se enamoró de Fatio de manera intensa. Buena parte de las cartas entre los dos tienen partes destruidas por el propio Newton para encubrir fragmentos más reveladores. Aún así, lo que quedó es suficiente para sostener esa hipótesis. Sea como fuera, tras haber parado súbitamente de corresponderse, el físico sufrió una depresión nerviosa dramática. Creo que la causa de ello fue el rechazo del suizo a vivir con él en Inglaterra”, dice White.
Eso no interesaría a la posteridad si no hubiera sido el catalizador del fin de la creatividad newtoniana. “Tras ese acontecimiento trágico, él abandonó su interés por sus investigaciones y se refugió en la vida pública, en especial, con su nombramiento como Maestro de la Casa de la Moneda Real”, dice. “Allí, Newton mostró lo peor de su personalidad, transformándose en una autoridad cruel, impiadosa, obsesiva, siempre en busca de cualquier tentativa de falsificación, que castigaba con rigor exagerado. No aceptaba ningún tipo de pedido de clemencia de condenados a muerte y siempre quería presenciar las ejecuciones”, dice White.
“Lo propio vale para su período como presidente de la Royal Society, que gobernó con mano de hierro, vengándose de todos aquellos que creía que eran sus desafectos o no eran respetuosos lo suficiente de su contribución científica”. Su primer medida fue mandar arrancar de la pared y quemar el cuadro de su antecesor y crítico, Robert Hooke. “Aún así, esa frialdad se confunde con su habilidad para concebir el universo como si el hombre -antes el observador privilegiado, la medida de todas las cosas- fuera una nota de pie de página irrelevante”, analiza el biógrafo.
La relatividad de Einstein
Dio vuelta el universo celosamente engendrado por Newton, pero, así como su predecesor pasado inglés, Albert Einstein también se subió a los hombros de gigantes oscuros. Ésa es una de las conclusiones descritas en el libro recientemente lanzado en EE.UU., Einstein in Love: a Scientific Romance (416 págs., Viking, 27,95 dólares), de Dennis Overbye, el editor senior de ciencia de The New York Times. Según él, siguiendo las huellas del archienemigo de Newton, Leibniz, Einstein postuló que espacio y tiempo no poseían realidad objetiva. “Einstein no es un matemático, sino que trabaja bajo la influencia de oscuros impulsos físicos y filosóficos”, escribió Felix Klein, un colega matemático de Albert.
El libro, así como la biografía de Newton de Michael White, también trae otros secretos del célebre científico, en especial su inconstancia sentimental, un pecado que, por suerte, no repetía en su vida profesional, permaneciendo fiel durante toda su vida a una sola concepción filosófica del mundo. Sin embargo, eso no valía para su relación con las mujeres que poblaron su existencia. En especial en su juventud, cuando el genio era muy diferente a la figura de abuelo santo con la lengua afuera a la que nos acostumbramos.
Overbye recuerda que el físico tuvo una hija ilegítima (cuya vida es descrita en otro libro reciente, Einstein Daughter: The Search for Lieserl, de Michele Zackheim), Lieserl, que nunca quiso ver y pudo incluso haber obligado a la mujer, Mileva, a darla en adopción. También solía pegarle a la pobre esposa y, ni bien pudo, la engañó con la prima Elsa, a quien poco después dejó por otra. Cuando su hijo más joven empezó a sufrir de esquizofrenia, Einstein lo rechazó. Según el periodista, era un hombre misógino, egoísta y un mujeriego incorregible.
Pero Overbye desmiente la vieja leyenda de que el científico le habría robado las ideas de su teoría de la relatividad a su mujer, Mileva, una avezada matemática. Por el hecho de haber publicado un ensayo con 26 años poco después de su casamiento con la servia, el rumor se esparció y afectó por tiempo la reputación de Einstein. Pero, dice el libro, más allá de corregir algunas ecuaciones matemáticas, Mileva en aquella época estaba realmente preocupada en criar a los hijos y dejar al marido libre para pensar. Aún así, para poder lograr la separación, él fue obligado a prometerle el dinero que ganaría si ganase el Nobel. En 1921, Einstein ganó el cumplió el trato.
Otra obra fascinante sobre él que acaba de salir es Driving Mr Albert (224 págs., 18,95 dólares), de Michael Paterniti. Un road book que describe el viaje del autor, un reportero de la Harper’s, con el médico Thomas Harvey, el responsable en 1955 por la autopsia de Einstein, que robó el cerebro del genio y lo guardó en su casa, cortado, dentro de untupperware , exhibiéndolo ocasionalmente a cambio de algún dinero. Arrepentido,el médico resolvió devolvérselo a la nieta del científico e invitó al periodista a acompañarlo. Una lectura fascinante.
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