Creo que heredé de mi padre la pasión por el estudio. Él era militar, políglota y un apasionado de la mitología griega, por eso me llamaron Ceres, la diosa de la agricultura y la fertilidad de la Tierra. Mis padres se separaron en 1959, cuando yo tenía 7 años. Por entonces vivíamos en Río de Janeiro y mi madre crio a sus tres hijos sola. Ella trabajaba como modista, y era muy solicitada por la alta costura carioca. Yo soy la menor de la familia y con mi hermana fuimos a estudiar en un internado de monjas, mientras que mi hermano asistió a un colegio militar.
En cuanto terminé la secundaria, nos mudamos a São Paulo, porque mi madre quería que empezáramos una nueva vida en una ciudad diferente, con todos los hijos juntos y lejos de mi padre. Yo tenía 14 años y nuestra situación se complicó desde el punto de vista económico. Tuve que dejar la escuela momentáneamente para trabajar como telefonista en una concesionaria de vehículos, pero en ese lapso continué estudiando en casa por mi cuenta.
Más tarde, hice un curso de instrumentación quirúrgica y empecé a ejercer esta profesión. En 1974, a los 22 años, me casé y, cuatro años después, me mudé con mi marido a São Bernardo do Campo, en las afueras de la capital. En aquella época, mi madre vivía conmigo y empezó a mostrar ciertos comportamientos extraños. Parecía inventar situaciones que solían generar malentendidos e intrigas en la familia, pero mis hermanos y yo creíamos que se debía a su mal temperamento.
Yo ya tenía una hija, Renata, que entonces tenía 3 años, y estaba embarazada. Tres días antes de dar a luz a mi segunda hija, Roberta, en 1979, mi madre sufrió un infarto. Se recuperó, pero pronto debió ser internada nuevamente a causa de una insuficiencia cardíaca. Entonces me mandó llamar el médico intensivista de la UTI, y me dijo que mi madre sufría un cuadro de delirio hiperactivo, en el que gritaba y acusaba al paciente de la cama contigua de haberla asaltado la semana anterior.
En 1981 nació mi tercer hijo, André Luiz. Mi madre no hacía más que empeorar: comenzó a acumular deudas y a enredarse cada vez más en malentendidos con conocidos y familiares. También tenía lapsus de la memoria y desorientación espacial, por ejemplo. Yo la cuidaba a ella sola, en forma intuitiva, sin demasiada información. Llegué a pensar que ella estaba enloqueciendo.
El diagnóstico de mi madre llegó recién en 1985, por casualidad. Trabajaba como instrumentista en un equipo de tres traumatólogos y aquel día asistía a uno de estos médicos en una cirugía. La persona que iba a ser intervenida era paciente del geriatra Flávio Sepúlveda, también presente en el quirófano. Como tenía mis ojos hinchados, mi jefe me preguntó si todo andaba bien. Le comenté de las dificultades con mi madre y, como se hallaba cerca, el doctor Sepúlveda oyó mi relato. Al concluir la operación, me ofreció ayuda.
En la primera consulta, solicitó una tomografía, que resultó clave para ayudar a definir el diagnóstico de mi madre: padecía la enfermedad de Alzheimer. Desde entonces, la acompañó como médico y el tratamiento correcto nos reportó una buena calidad de vida a ambas. Mi madre empezó a dormir mejor y a tener días más tranquilos, dentro de lo posible. Falleció cuatro años después, en 1989, tras haber convivido unos 13 años con la enfermedad.
En aquel entonces, conseguí aprobar dos exámenes de admisión en la universidad: uno para derecho y otro para filosofía. Me decanté por la segunda opción y empecé la carrera en 1990. Pero la experiencia con mi madre había dejado en mí un impacto profundo y pronto decidí cambiar de rumbo: fui a estudiar enfermería en el Centro Universitario São Camilo [São Paulo], donde me gradué en 1994. Como mi meta era entender a fondo a los ancianos y luego dedicarme a la neurología para trabajar en educación, asistencia e investigación, al año siguiente comencé a formarme en gerontología social en el Instituto Sedes Sapientiae [São Paulo]. A partir de ahí ya no paré.
En 1997, a los 45 años, ingresé en la maestría en neurociencias en el Sector de Neurología del Comportamiento de la Universidad Federal de São Paulo [Unifesp]. Bajo la dirección del profesor Paulo Henrique Ferreira Bertolucci, ahondé en el papel de la enfermería en la demencia y los factores de riesgo de institucionalización precoz de las personas con esta enfermedad. Hice mi doctorado en la misma institución y con el mismo director entre 2000 y 2004. En los 12 años que pasé en la Unifesp diseñé el primer Protocolo de Enfermería en Demencia en el país y coordiné los programas de Educación en Demencia y Asistencia al Cuidador, como así también el Programa de Visitas Domiciliarias.
En 2011 fui invitada a sumarme como investigadora al Grupo de Neurología Cognitiva y Comportamental [GNCC] del Hospital de Clínicas de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo [HC-FMUSP]. Allí tuve como mentores a los profesores Ricardo Nitrini y Sonia Maria Dozzi Brucki, quienes me apoyaron en el desarrollo de dos iniciativas.
Una de ellas, puesta en marcha en 2011, es el Proyecto Caad – Análisis de Costos Asociados a la Demencia. Fue el primer estudio de esta clase en nuestro país y se convirtió en mi investigación posdoctoral en la USP. En este trabajo, que aún hoy coordino, realizamos un análisis financiero de los costos directos e indirectos para las familias de los pacientes con demencia. Los primeros resultados, que publicamos en 2015, revelaron, por ejemplo, que el 60 % de estos costos está ligado al pago de un cuidador profesional o de una institución de cuidados permanentes. Los últimos resultados, de 2018, mostraron que el promedio mensual de gastos por paciente, entre las tres fases de la enfermedad, asciende a 1.379,02 dólares, una cifra elevada para la realidad brasileña.
Otra iniciativa, también inaugurada en 2011, es GNCC-Suporte, un programa que promueve reuniones entre familiares de pacientes con demencia, con la asistencia de profesionales del sector del cuidado. Los encuentros eran presenciales, pero desde la pandemia de covid-19 han pasado a ser virtuales y ahora se realizan los lunes y los viernes, de 20 a 21 horas. También tenemos un grupo en una aplicación de mensajería que actualmente reúne a unos 130 miembros, de los cuales un 90 % son familiares de personas que padecen la enfermedad.
A lo largo de mi trayectoria académica, además de pensar en los cuidadores, conociendo por experiencia propia todos los retos que deben afrontar, he tenido la oportunidad de trabajar teniendo un trato directo con pacientes con demencia. A menudo, no reciben un cuidado adecuado de enfermería, e incluso son estigmatizados e infantilizados al tratarlos con diminutivos, en lugar de llamarlos por su nombre. En mi opinión, el cuidado debe complementarse con comunicación verbal y no verbal asociadas, una labor que requiere de una profunda empatía, afecto y respeto por el otro.
A pesar de los enormes desafíos, me siento satisfecha con lo que hago. En 2021 tuve el privilegio de poder participar en la elaboración del Consenso Brasileño de Demencia de la Academia Brasileña de Neurología [ABN], donde escribí sobre los cuidados en la fase grave de la enfermedad y ha sido publicado el año pasado. Actualmente sigo vinculada al GNCC como investigadora colaboradora y trabajo en mi consultorio particular.
Pero mi historia no termina aquí. A mis 72 años, sueño con crear en Brasil un programa público similar a Admiral Nurses, del Reino Unido, donde las enfermeras especializadas en demencia asisten a domiciliariamente a los pacientes. Esta iniciativa podría reducir el costo de los cuidados para las familias y también podría implementarse en las periferias, donde hay tanta falta de atención en este sentido.
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