Amenazada de destrucción por un zeppelín plateado, la ciudad, de rodillas, fue salvada por la travesti Geni. Como agradecimiento, ella tuvo más de lo mismo de parte de los ciudadanos “de bien”: “Tiren piedras a Geni/ Ella es hecha pa’ cobrar/ Ella es buena pa’ escupir/ Maldita Geni”, escribió Chico Buarque en su “Ópera do balandro”. Recientemente, la prensa publicó que actores del canal Globo habrían ido a un motel con dos travestis y, al darse cuenta del engaño, las amenazaron de muerte. “Hechas para cobrar”, otras recibieron mucho más que amenazas. “Figuras consideradas ‘monstruosas’ y abyectas, no son apropiadas por los sistemas de saber y poder establecidos, lo que suscita su eliminación, resultando en los asesinatos frecuentes de travestis, fruto de la llamada ‘transfobia’. Al exceder las clasificaciones de género y sexualidad de nuestra sociedad, ellas nos desafían, nos deconstruyen y provocan un deseo de muerte, como las figuras monstruosas descritas por Foucault”, explica el psicólogo Marcos García, autor de la tesis doctoral “Dragones: género, cuerpo, trabajo y violencia en la formación de la identidad entre travestis de baja renta”, defendida este año en el Instituto de Psicología de la Universidad de São Paulo.
Durante cuatro años García acompañó reuniones semanales de travestis en una institución pública en busca de un factor común que las identificase. En vez de la mera dualidad de géneros, se deparó con una compleja “colcha de retazos” en permanente construcción que reúne, en una persona, a varias figuras diversas y contradictorias, parcialmente incorporadas por el travestí y que forman su identidad: la “mujer sumisa”, la “prostituta”, la “mujer superseductora”, en el campo de la feminidad, y el “maricón”, el “pillo” y el “bandido”, en el lado de la masculinidad. “Ellas son travestis justamente porque asumen todas esas figuras. La síntesis de elementos contradictorios en una misma persona puede metaforizarse en la figura mítica del dragón, el mismo término usado por ellas para designar a las que son pobres o tienen apariencia masculina (en oposición a las ‘diosas’, como Roberta Close etc.)”, observa el autor. “El dragón tiene como marca común la mezcla de elementos de diferentes animales y es entendido como un representante de poderes del ‘bien’ o del ‘mal’, otra analogía con las travestís, tenidas como figuras para ser eliminadas, pero que, al mismo tiempo, atraen el deseo erótico de muchos, a veces de los mismos que las agreden.” Como el ser mitológico, continua, ellas “contrarían” las leyes de la naturaleza y de la sociedad, combinando lo imposible con lo prohibido, aquello que no es contra la ley, solamente en la medida en que esa no lo prevé. “Él es impensado, el fuera de la ley, suscitando no la imposición de ley, sino la eliminación.”
García cree que la violencia a ellas dirigida tenga como uno de sus determinantes el hecho de que ellas justamente no ocupan un local definido en los “catálogos” de identidades reconocidos en la sociedad brasileña, “siendo perseguidas no por ocupar un lugar femenino, sino por la pretensión a la transitividad y por escapar a la clasificación social”. En Brasil, el término “travesti”, hasta la década de 1960, era reservado a quien se vestía como mujer, sea en parodias carnavalescas o en shows, sin la connotación de prostitución. “En aquel tiempo era casi imposible ser travesti en Brasil. Ellas no tenían condición de poner los pies en la calle, pues la sociedad no lo admitía”, cuenta el antropólogo Hélio Silva, de la Universidad Federal de Río de Janeiro, y autor de Travestis: entre el espejo y la calle (Editora Rocco), estudio clásico, reeditado recientemente. En una década, los “transformistas”, como también eran llamadas, se transformaron, en los años 1970, observa García, en el travesti actual, término a partir de entonces usado para designar a quien se prostituía, no solamente usando aderezos femeninos, sino cabellos largos, uñas pintadas y con el “cuerpo modificado” por medio de hormonas o silicón, en busca de una imagen semejante a la femenina.
La investigación del antropólogo reveló historias comunes entre ellas, en general venidas de familias de baja renta y desde temprano discriminadas y agredidas por ser “afeminados”. La solución también era patrón “ir a la ciudad grande en busca de mejores condiciones de vida y aceptación social”, así como el destino final, la prostitución, alternativa a la falta de espacio en el mercado de trabajo y a la imposibilidad de contar con el auxilio de la familia. Ese rompimiento, además, es el responsable por el aislamiento social de las travestis, que fortalece la nueva identidad, ya que la convivencia próxima a otros homosexuales surge como la red social alternativa a la exclusión familiar. Esos lazos de amistad y protección, apunta el investigador, llegaban hasta a constituir un lenguaje específico entre las travestís, permeado por términos oriundos de dialectos africanos, manifestación “de pertenencia a un grupo selecto y una protección en relación a los que están fuera de las fronteras definidas por esos cultos”. Esa lengua propia se explicaría, observa García, “por la asociación histórica entre los cultos afrobrasileños y la homosexualidad”.
El “retazo” más notable de la “colcha” de identidad de las travestís es su relación, afectiva y sexual, con sus compañeros, los “maridos”. “Ellas incorporaban la mujer sumisa, permaneciendo en posición pasiva frente a ellos, que muchas veces las explotan económicamente, y asociando la feminidad con el sufrimiento”. Si aceptaban el “marido” pillo, en la relación con los clientes, sin embargo, se colocaban como “pillos”, manteniéndolos en una posición complementar la suya (la de “tontos”) y sublevándose contra aquellos que intentaban dejarlas en un lugar sumiso. Según el antropólogo, hay un desprecio por los clientes que querían relaciones pasivas en los “programas”, toda vez que, aunque eso garantizase la satisfacción de las necesidades financieras, no realizaba las del orden de ser deseadas como “mujeres”. Ya el papel pasivo puede, muchas veces, ser fuente de satisfacción, ya que la travesti era reconocida, “piropeada”, desarrollando su autoestima, y ganando dinero.
Tía
Pero la felicidad nunca es completa. “Las travestis desvalorizan el dinero de la prostitución, visto como ‘sucio’. El mismo término es aplicado a los portadores de VIH (llamados por ellas como ‘tías’ y vistos como una forma indeseada de ‘masculinización’, redoblando el sufrimiento de ser portadores), cuya sangre también sería ‘sucia’. En los dos casos hay un desprecio por la actividad que ejercen, remitiendo a una ‘suciedad moral’, involucrando todo en una atmósfera de vergüenza y culpa”, analiza el investigador. La pauperización revelaba en ellas otro “retazo”: el “bandido”. “Robando y amenazando clientes para arrancar dinero, hacían de ellos objetos de explotación económica. Eso es agravado por el envolvimiento con el tráfico de drogas o por el consumo de drogas, en especial el crack, que hacía que ellas se aproximasen del ‘mundo del crimen’.”
¿Pero qué decir de los clientes? Desgraciadamente, dice García, casi inexisten investigaciones sobre la otra punta de la relación, por un miedo obvio de los clientes en presentarse como tales. “Pero algunos autores relacionan la búsqueda por travestis como la búsqueda de un ideal de feminidad estereotipada, asociada a la seducción que las mujeres ‘de verdad’ no más encarnarían por cuenta de la emancipación femenina, que las haría recusar la posición de ‘mujer objeto’. Esa ‘mujer ideal’ sería más fácilmente inventada por un hombre, por el hecho de él conocer profundamente los deseos masculinos.” Aunque el psicólogo resalte la peligrosa generalización de ese argumento, él, de cierta forma, explica otro de los “retazos”: la figura de la femme fatale, ideal de muchas travestís. “La relación de ellas con el cuerpo pasa por una percepción del carácter ambiguo del mismo, lo que sugiere que no lo perciben como solamente masculino o femenino. De ahí la intensa preocupación con la transformación corpórea por medio de métodos definitivos como la hormonoterapia o la aplicación de silicona (hecha, muchas veces, de forma inadecuada y peligrosa por las ‘bombadeiras’, colegas que inyectan silicona industrial).” La búsqueda por un cuerpo seductor y voluptuoso remite a la figura de la mujer seductora, calcada en los estereotipos cinematográficos, lo que también se desdobla en la selección de nombres de guerra con sonoridad “extranjera” (cuando no directamente inspirados en celebridades), forma de resaltar la aproximación de las travestís con las estrellas de las pantallas.
Para García, toda esa complejidad debe ser contemplada al intentarse trazar un retrato de la identidad de las travestís. “Tal vez los ‘retazos’ no sean los únicos en rellenar la ‘sobrecama’ y que cada uno de ellos puede tener tamaños diferentes. Eso implica reconocer una identidad sujeta a tensiones evidentes entre masculino y femenino, pero también dentro del campo de la feminidad y de la masculinidad.” Como, por ejemplo, la contradicción entre la sumisión de la “mujer del pillo” y el deseo del dominio de la femme fatale o el desacuerdo entre ser deseada y ser usada, en el caso de la “prostituta”. En el campo de la masculinidad, existe la tensión entre la figura del “pillo” y la del “bandido” en lo que se refiere a las prácticas aceptadas por ellas en relación a los clientes y la incoherencia de un “bandido” viril ante la identidad gay, vista como “pasiva y cobarde”. “Ser travesti es vivir tales contradicciones cotidianamente, en el cuerpo, en la auto-representación, en las relaciones duraderas y transitorias, y ser cotidianamente castigada por eso.” Al final, nada más fácil que tirar piedras y escupir a Geni.
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