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Resistencia contra la ciencia

La crisis de confianza suscita un debate mundial sobre cómo enfrentar los ataques al conocimiento científico

La ciencia vive una crisis de confianza. En sociedades polarizadas, en las cuales las noticias falsas y las teorías conspirativas se propagan con rapidez por las redes sociales, el conocimiento científico se ha vuelto un blanco frecuente de ataques que tienen reflejos en grupos con creencias o intereses políticos o económicos opuestos, o simplemente con escaso nivel cultural. Los efectos de este fenómeno cobraron relieve en un estudio efectuado en 144 países, Brasil inclusive, para conocer el punto de vista, el interés y el grado de información sobre temas relacionados con la ciencia y la tecnología (C&T), y que salió publicado en el mes de julio. En la investigación, cuya ejecución fue encomendada al Instituto Gallup por la organización británica Wellcome Trust, participaron más de 140 mil personas y se verificó que, en el caso de los brasileños, un 73% desconfía de la ciencia y otro 23% considera que la producción científica tuvo un aporte escaso al desarrollo económico y social del país. Tal nivel de descrédito no es exclusividad de Brasil y también afecta a naciones desarrolladas tales como Francia y Japón, donde, entre los entrevistados, el 77% también declaró desconfiar de la ciencia.

En el informe Wellcome Global Monitor se constató incluso que la percepción y el compromiso de los brasileños en lo concerniente a la ciencia se ven afectados por las creencias religiosas. Casi la mitad de los encuestados dijeron que “en algún momento la ciencia fue en contra de mis convicciones religiosas”, y dentro de ese grupo, las tres cuartas partes aseveraron que “cuando ciencia y religión se oponen, elijo a la religión”. En Estados Unidos se constató una tendencia similar, donde la ciencia en alguna instancia confrontó las creencias religiosas del 59% de los entrevistados, y de estos, el 60% apostó por la religión.

Los datos revelan que, en los países desarrollados, la percepción acerca de los beneficios de la ciencia es tres veces mayor entre los individuos que refieren llevar una “vida cómoda” en comparación con los que relatan que afrontan dificultades. El nivel de confianza en los científicos también parece tener un correlato con el coeficiente de Gini, el índice que mide el grado de concentración de los ingresos, en los países evaluados. “En los países con mayor desigualdad, la gente tiende a desconfiar más de la ciencia que en las naciones más igualitarias”, escribió Mark Henderson, director de comunicaciones de la Wellcome Trust. Para Simon Chaplin, director de Cultura y Sociedad de la organización británica, las evidencias en diversos países sugieren que el descrédito en la ciencia está relacionado con la reputación de otras instituciones, tales el gobierno y la Justicia. “Esto es un llamado de atención para todos aquellos proclives a pensar en la ciencia como algo neutro y separado de la sociedad en la que vivimos”.

Tales resultados no constituyen una sorpresa para Yurij Castelfranchi, investigador de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG). “No se trata solamente de un movimiento negacionista de los consensos científicos, sino de una crisis de legitimidad”, dice. “La gente recela de la ciencia tanto como desconfía de otras estructuras de poder, tales como el gobierno, el sistema judicial y la prensa”, sostiene el sociólogo y físico italiano, quien desde hace más de una década estudia cómo concibe y consume C&T la gente, en Brasil y en Latinoamérica. “Era inevitable que esa percepción colectiva repercutiera en la ciencia”.

Desde el final de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la ciencia cobró relieve en la elaboración de estrategias de desarrollo de los países. “La ciencia era vista en el mundo como uno de los motores del progreso y de la promoción de la calidad de vida, y en el imaginario popular ascendió a un sitial de autoridad incuestionable y exenta de incertidumbres, conflictos e intereses”, dice Castelfranchi. Ese movimiento condujo a la creación de agencias de financiación, tales como la National Science Foundation (NSF), en Estados Unidos, en 1950, y el Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), en Brasil, en 1951. El auge de ese proceso fue la carrera espacial entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética, dice el filósofo Marcos Nobre, del Centro Brasileiro de Análise e Planejamento (Cebrap). “Hubo un incremento significativo de los recursos para la investigación científica, justificado por la necesidad de demostración de poderío bélico y de que un país siempre estuviera por delante del otro en términos tecnológicos para la conquista del espacio”, explica.

Este panorama comenzó a modificarse al final de la década de 1980, con la finalización de la Guerra Fría, cuando la ciencia se propuso renovar su base de legitimación social, aunque sin el mismo éxito de antes. Nobre cita el caso de la secuenciación del genoma humano (lea el reportaje de la página 30) y dice que las sociedades no percibieron la aplicación de los resultados de ese esfuerzo de investigación de la misma manera que ocurriera con la carrera espacial. “La ciencia, con el proyecto genoma, no alcanzó el mismo grado de adhesión social que había logrado con la carrera espacial, y en el contexto en el que se lanzó el proyecto, en 1990, ya había una cierta erosión ligada al acomodo de conveniencia entre la ciencia y el poder político, algo que hoy en día se denuncia abiertamente como un complot”, resalta el investigador. El resultado de ello, dice, es que el rechazo al poder político, percibido como una institución “corrupta” que no gobierna para todos, afectó a la ciencia como si la misma estuviera al servicio del poder establecido.

Esto es un problema notorio en Brasil, tal como revelan los resultados del estudio Percepção pública da C&T no Brasil 2019, elaborado por el Centro de Gestión y Estudios Estratégicos (CGEE) por encargo del Ministerio de Ciencia, Tecnología, Innovación y Comunicaciones (MCTIC). Este mapeo, que se realiza periódicamente desde 2006, muestra que los brasileños siempre se mostraron interesados por la C&T, especialmente en temas relacionados con la medicina y el medio ambiente. Sin embargo, recientemente se muestran más críticos en cuanto a la ciencia y sus usos. En su última edición, en el estudio fueron entrevistadas 2.200 personas de todas las regiones del país y se constató un descenso en el porcentaje de individuos que consideran que la C&T solo aportaron beneficios a la humanidad, de un 54% en 2015, a un 31% en 2019. También se verificó un crecimiento de aquellos que creen que la C&T producen tanto beneficios como perjuicios, del 12% en 2015 al 19% en 2019. Y se registró una mengua en el porcentaje de los que consideran a los científicos gente que hace cosas útiles para la sociedad. En 2010, el porcentaje llegaba al 55,5% de los encuestados, en 2015 cayó al 52% y, en 2019, al 41%.

La idea de que la ciencia puede estar impulsada por intereses privados también cobró fuerza. Aumentó el contingente de personas para las cuales los científicos son individuos que sirven a grupos económicos y producen conocimiento en áreas no siempre deseables (vea el gráfico de la página 21). “Simultáneamente, se observa que esa percepción más crítica viene acompañada de un desconocimiento al respecto de conceptos científicos básicos”, enfatiza la historiadora Adriana Badaró, coordinadora del estudio del CGEE. La investigadora cita a modo de ejemplo al hecho de que un 73% de los entrevistados cree que los antibióticos sirven para matar virus, y no bacterias.

Para el físico Marcelo Knobel, rector de la Universidad de Campinas (Unicamp), estos datos son preocupantes y pueden servir de ayuda para explicar las oleadas recientes de ataques a las instituciones educativas y de investigación del país. Según sostiene, el bajo nivel de confianza de la población en la ciencia y en el trabajo de los científicos, sumado a un preocupante desconocimiento sobre lo que es la ciencia y su importancia para el país, puede comprometer la estructura del sistema educativo y de investigación nacional. “Los recortes recientes en el presupuesto de la ciencia ilustran esos riesgos”, asevera Knobel, quien viene movilizando a la comunidad de la Unicamp en contra de los recortes presupuestarios y los ataques a la ciencia. “La realización de investigación científica de calidad exige tiempo y dinero, y eso solo es viable con el apoyo de la sociedad”.

La percepción de la sociedad al respecto de la ciencia está distorsionada, dice Simone Pallone de Figueiredo, investigadora del Laboratorio de Estudios Avanzados en Periodismo (Labjor) de la Unicamp. “Pocos, por ejemplo, son conscientes de que las tecnologías que usamos a diario surgieron a partir de conceptos que demoraron años en tener una aplicación práctica en nuestras vidas”.

El camuflaje de las evidencias
Los estudios de la Wellcome Trust y del CGEE ayudan a comprender un proceso histórico, pero no explican el surgimiento de movimientos que se oponen a las evidencias y a los consensos científicos en temas tales como los cambios climáticos, la teoría de la evolución o la eficacia de las vacunas. Un trabajo a cargo de Castelfranchi, aún en desarrollo, se propone arrojar luz sobre ese asunto. Según su percepción, no existe un movimiento anticientífico, sino burbujas que rechazan ciertas evidencias y consensos, y aceptan otros. “Quienes se rehúsan a reconocer que los cambios climáticos están relacionados con la actividad humana no son necesariamente los mismos que sostienen que la Tierra es plana”, dice.

Esos grupos, señala, son pequeños y siempre existieron. Al amparo de sus propias fuentes de información y debido a interpretaciones erróneas de estudios científicos, cobraron notoriedad con el poder de difusión que les brinda Internet. Ese es el caso de la creencia de que la Tierra es plana, divulgada en comunidades en Facebook que agrupan a casi 80 mil personas en todo el mundo. “Son comunidades integradas por individuos caracterizados por su forma paranoica de pensar, que sospechan de los consensos políticos, sociales o científicos”, dice Castelfranchi.

Las redes sociales constituyen la herramienta principal que usan para divulgar esas ideas. “Los grupos en contra de las vacunas en Brasil abrevan en teorías conspirativas producidas en Estados Unidos y se propagaron principalmente por medio de YouTube”, resalta Dayane Machado, doctorando del Departamento de Política Científica y Tecnológica de la Unicamp. Ella estudia a los movimientos antivacunas y explica que los mismos son antiguos, pero resurgieron con fuerza a partir de 1998, cuando el cirujano Andrew Wakefield publicó en la revista Lancet un estudio que apuntaba a la vacuna triple viral asociándola a casos de autismo en niños. Trabajos posteriores refutaron esa conexión y, en 2010, una década después de la publicación del estudio, se descubrió que Wakefield poseía acciones en una empresa que proponía el uso de una vacuna alternativa. El artículo en cuestión fue retractado y se le retiró su licencia médica, pero el daño ya estaba hecho.

Curiosamente, el recelo en cuanto a la seguridad y la eficacia de las vacunas tiende a ser mayor en los países desarrollados. Según el estudio de la Wellcome Trust, un tercio de la población francesa afirmó que no cree que la inmunización sea segura. “El escepticismo al respecto de las vacunas no es un fenómeno nuevo en Francia, pero notamos un aumento de la desconfianza luego de la campaña de vacunación contra la pandemia de gripe en junio de 2009, durante la cual, la Organización Mundial de la Salud [OMS] fue acusada de haber sido influenciada por empresas farmacéuticas”, comenta Imran Khan, de la Wellcome Trust. Las vacilaciones en cuanto a la vacunación están consideradas como la causa principal del aumento de un 462% en la cantidad de casos de sarampión entre 2017 y 2018 en aquel país. Pese al descenso reciente de las tasas de inmunización, la mayoría de los brasileños entrevistados en el estudio manifestaron que confiaban en las vacunas y las consideraban “importantes para los niños”. Una tendencia similar fue registrada en otros países de bajos ingresos, tales como Bangladesh, en Asia, y Ruanda, en África (vea el mapa de la página 18). Machado explica que existen varios factores que fortalecen a los grupos antivacunas, entre los cuales figuran el crecimiento de la medicina alternativa, el rechazo a la injerencia del Estado en las decisiones individuales y las convicciones religiosas.

El debate acerca de cómo la gente elige en qué creer y por qué algunos rechazan los consensos científicos es complejo y está abierto. A juicio del lingüista Carlos Vogt, del Instituto de Estudios Avanzados (IdEA) y del Labjor de la Unicamp, los movimientos negacionistas surgen del desconocimiento sobre qué es la ciencia y cómo la misma funciona. “La ciencia es un método que nos permite identificar patrones subyacentes en los fenómenos de la naturaleza y traducirlos en leyes generales”, explica. El problema es que eso no se ha comprendido muy bien. “Son pocos los que saben que las investigaciones científicas se basan en métodos, que sus resultados son sometidos a la evaluación de otros científicos de la misma área antes de publicárselos y que si se los publica, muy probablemente serán reproducidos por otros investigadores, que evaluarán si los resultados se confirman o no”. Para Vogt, debe entenderse que los resultados científicos son provisorios y susceptibles de ser refutados en el marco de experimentos o hallazgos futuros. “La verdad científica es eterna mientras dure”.

Conservadurismo
Con todo, muchas veces son las personas con más conocimiento científico las que contribuyen a la polarización del debate sobre algunos tópicos científicos. Esa fue la conclusión a la que arribó un estudio publicado en 2015 por Dan Kahan, docente de psicología en la Universidad Yale, en Estados Unidos. En el experimento, los participantes debían evaluar las amenazas de los cambios climáticos en una escala de 0 a 10. A continuación, el investigador cotejó las respuestas con el nivel de alfabetización científica de cada uno. Kahan verificó que cuanto mayor era el conocimiento de los participantes al respecto de la ciencia y sus procesos, más extremas eran sus posturas en lo concerniente a los efectos de los cambios climáticos tanto en un sentido como en el contrario. Esto ocurre porque muchos tienden a utilizar el conocimiento científico para reforzar creencias que ya tienen y que fueron talladas según su visión del mundo.

El rol del conservadurismo político en la manera en que los estadounidenses lidian con determinadas evidencias científicas fue analizado en un estudio publicado en 2017 por el Pew Research Center, un instituto especializado en investigaciones de opinión pública. Se comprobó que los electores del Partido Republicano, sobre todo aquellos más conservadores, tienden a ser más desconfiados al respecto de las noticias sobre los cambios climáticos, la eficacia de las vacunas o los alimentos transgénicos. Una hipótesis que avala esa resistencia residiría en el aumento del uso de evidencias científicas por el gobierno para justificar medidas regulatorias en ciertos sectores de la economía a partir de la década de 1970. “Cualquier evidencia que refuerce la necesidad de una intervención estatal en la economía o en la vida de las personas tiende a ser vista con mayor recelo por ese segmento de la población”, dice Castelfranchi.

Este fenómeno es evidente en los debates sobre los cambios climáticos. El consenso entre los científicos en cuanto al aumento de la temperatura global en los últimos 130 años y la incidencia de las actividades humanas en ese proceso generó una participación más efectiva de los gobiernos en la regulación de la emisión de gases de efecto invernadero. “Varias organizaciones financiadas por la industria de los combustibles fósiles intentaron minar la comprensión del público en cuanto al consenso científico al que se había arribado sobre ese tema, promoviendo a científicos ‘escépticos’, difundiendo dudas y controversias”, dice John Besley, investigador experto en opinión pública sobre C&T de la Universidad del Estado de Michigan, en Estados Unidos. Ese movimiento fue tan intenso que, según Besley, logró que los medios se vieran obligados a divulgar las opiniones de grupos contrarios.

El físico Paulo Artaxo, del Instituto de Física de la Universidad de São Paulo (IF-USP), recuerda que la diatriba negacionista sobre los cambios climáticos cobró vigor en la década de 1990, en simultáneo con la formalización de acuerdos, convenciones y leyes que pretendían mitigar los impactos del desarrollo económico sobre el medio ambiente. “Cuando el presidente estadounidense Donald Trump declara que no cree en los cambios climáticos, incluso después de ‘leer’ 1.656 páginas de un informe respaldado por 300 científicos acerca de los efectos devastadores del calentamiento global sobre la economía, la salud y el medio ambiente, deja claro que bregará por los intereses políticos y económicos de los sectores que financiaron su campaña”, dice el investigador.

La Unión Europea estudia cómo enfrentarse a esa ola y ha promovido discusiones que se basan en un informe elaborado en 2018 por el Grupo de Peritos de Alto Nivel sobre Noticias Falsas y Desinformación Online. El documento, dirigido a los países del bloque europeo, sugiere un abordaje basado en varios pilares, entre ellos, una mayor transparencia por parte de los portales y proveedores de Internet, “la alfabetización mediática e informativa” de jóvenes y adultos y el estímulo a las investigaciones académicas sobre la desinformación.

Para Marcos Nobre, el desafío que se le presenta a la ciencia es el de generar un mayor diálogo con la sociedad. “La ciencia debe reconstruir su plataforma de legitimación social y deberá ser absolutamente transparente para poder tener éxito en ello”, sugiere. También deberá mostrarle a la sociedad que está abierta al debate, incluso con aquellos que niegan sus conclusiones. “De lo contrario, no hará más que alimentar la idea de que tiene un contubernio con el poder”, concluye el investigador.

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