Matilde Lazzari Zanardi nació hace 87 años en Pedreira, localidad del interior paulista, y nunca fue a la escuela. Su hermana mayor murió siendo aún joven, y entonces ella, que era por entonces una niña, tuvo que ayudar a la madre a cuidar a sus nueve hermanos menores. Mientras éstos estudiaban, ella se encargaba de las tareas hogareñas. Pero al margen de los quehaceres domésticos, Matilde trabajaba en el campo. En 1940, luego de haber vivido durante un breve período en la zona periférica a la capital, conocida como ABC paulista, regresó a Pedreira, y allí se casó con Hugo Antonio Zanardi, con quien tendría luego dos hijos: Osvaldo y María Ivone. Al día siguiente de contraer matrimonio, la pareja se mudó definitivamente a la ciudad de São Paulo.
En la capital, ambos trabajaron en el sector textil. Osvaldo como estampador. Matilde como tejedora. Cuando tenía unos 50 años, Matilde, que aprendiera a leer y a escribir sola, pese a no haber frecuentado el colegio, se jubiló. Pero, para reforzar los ingresos y mantenerse activa, esta descendiente de italianos empezó a comercializar alhajas. “Visitaba a los clientes en casa y vendía joyas en oro y plata”, recuerda la arquitecta Liamara Milhan, 40 años, nieta de Matilde. La vida seguía su curso natural en el clan de los Zanardi, que vivían todos (padres, hijos e incluso nietos) cerca unos de otros, en casas situadas en Vila Prudente, barrio de la zona este de São Paulo.
Pero en 1984, el marido de Matilde murió, víctima de un infarto, cuando estaba con 70 años. Aun con esa pérdida, esta jubilada (que percibía un salario mínimo en carácter de pensión, equivalente actualmente a 240 reales) siguió adelante. En octubre del 98, un aneurisma cerebral, seguido de un derrame, por poco no la derriba. Pese a su avanzada edad, actualmente se recupera de ese traspié en casa, con la ayuda de su familia y de los remedios. La trayectoria de esta ex tejedora sirve en gran medida como testimonio de la historia de vida de una porción significativa de los ancianos que viven en la capital paulista.
Por ser mujer, por tener pocos estudios, por provenir del medio rural, por ser jubilada, por ganar poco, por haber ejercido un oficio manual,por vivir con la familia y por depender de los medicamentos -en síntesis, por todo esto-, doña Matilde reúne en sí algunas de las principales características del contingente de casi un millón de ancianos que vive en la mayor y más próspera metrópolis brasileña. Esto es lo que podría decirse al tomar contacto con los principales resultados de un estudio llevado a cabo por investigadores de la Facultad de Salud Pública de la Universidad de São Paulo (USP), mediante un convenio con la Organización Panamericana de la Salud (Opas), y que contó con el apoyo de la FAPESP.
Este trabajo, formalmente denominado Sabe (por salud, bienestar y envejecimiento), trazó un retrato que indica quiénes son, cómo viven y cuál es el estado de salud de las personas de 60 años o más que residían en el año 2000 en el municipio de São Paulo. Los habitantes que se ubican en esa franja de edad equivalen al 9,3% de la población de la capital paulista, de acuerdo con datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE).
He aquí algunas cifras suministradas por el estudio, que registró una edad promedio de 69 años entre los ancianos de São Paulo. Las mujeres, que son mayoritarias en la población total de la metrópolis, son todavía más fuertemente representadas en la tercera edad, constituyendo casi el 60% de esa franja de edad. Uno de cada cinco ancianos nunca fue a la escuela, y el 60% estudió menos de siete años. Antes de mudarse a São Paulo, casi dos tercios de éstos vivieron en el campo antes de los 15 años de edad, y por un período no inferior a los 60 meses.
En su vida laboral, poco más del 75% de los ancianos ejerció ocupaciones que demandaban esfuerzos predominantemente físicos. Los medicamentos son una compañía de todas las horas para casi todos ellos: un 87% usa algún remedio. Las dos terceras partes de las personas que llegaron a la tercera edad tienen un rendimiento económico de entre uno y cinco salarios mínimos, provenientes esencialmente de sus jubilaciones, considerando que el 80% no trabaja más. Por último, el 86% de los ancianos vive en compañía de alguien de la familia (cónyuge, hijos o parientes). De todos estos datos se desprende que hay algo de doña Matilde en los ancianos de São Paulo en general.
Estas cifras y porcentajes son tan solamente una muestra de las centenas de informaciones que están empezando a emerger del Sabe. Para cumplir con el objetivo del proyecto, sus investigadores tuvieron que entrevistar a 2.143 ancianos residentes en São Paulo, visitar sus domicilios y tomarles sus medidas (peso, estatura, pliegue cutáneo para ver la capa de grasa, etc.). La personas que brindaron sus testimonios para el estudio fueron estadísticamente seleccionadas, para formar un conjunto representativo del segmento más viejo de la población del municipio.
“Tenemos mucho material, que reúne los más variados datos sobre los ancianos”, comenta la investigadora Maria Lúcia Lebrão, de la Facultad de Salud Pública de la USP, una de las coordinadoras del Sabe. “Falta gente para analizar tanta información”. La Opas impulsó proyectos idénticos alrealizado en São Paulo en las capitales de otros siete países de América Latina y el Caribe (Cuba, Costa Rica, Uruguay, Argentina, México, Chile y Barbados). Por ahora, únicamente una pequeña parte de esos datos, recabados con la misma metodología utilizadaen la capital paulista, está disponible para su comparación.
De acuerdo con los patronesdefinidos en el Sabe, el 96% de los ancianos de São Paulo vive en residencias cuya calidad es buena. Sus viviendas -en un 78% de los casos son propias, o de alguien que les cede graciosamente el espacio- tienen agua corriente, sistemas de desagüe y baño, y cuentan con un recinto para cocinar. Con todo, esta buena noticia esconde un dato perverso de la ubicación geográfica de los ancianos de la ciudad. La inmensa mayoría está concentrada en barrios más centrales, de mejor estructura, lejos de las favelas y de la periferia. Un indicio de que el envejecer sigue siendo un privilegio de las clases más pudientes.
Pese a que solamente el 13% de los ancianos residen solos, siete de cada diez individuos de 60 años o más dijeron que no cuentan con nadie que los ayude en sus actividades diarias. Pero, ¿qué tipo de auxilio quisieran tener? Posiblemente, que les diesen una mano para desempeñar tareas que otrora les eran comunes, mas que hoy en día se han transformado en un pequeño martirio: un 18% tiene dificultades para vestirse, un 12% para acostarse y levantarse, un 10% para ducharse, un 7% para ir al baño y un 6% para comer.
Las enfermedades crónicas son una sombra que se cierne sobre los ancianos, de acuerdo con el proyecto Sabe. Poco más de la mitad de los ancianos que residen en São Paulo dijo tener presión alta. Un tercio informó que sufre de artritis, reumatismo o artrosis. Un quinto afirmó que tiene algún problema cardíaco. Los que se declararon diabéticos llegan al 18%, cuatro puntos porcentuales más que las víctimas de osteoporosis, la descalcificación progresiva de los huesos, que afecta principalmente a las mujeres. Otras afecciones frecuentemente mencionadas fueron los problemas en los pulmones (un 12%), embolias y derrames (un 7%), y el cáncer (un 3%).
Ante una primera observación, el estado de salud de una persona de edad avanzada parece ser inversamente proporcional al número de enfermedades: más afecciones significan menos calidad de vida. Así y todo, eso no siempre es verdad. “A veces, un anciano que tiene cuatro o cinco enfermedades crónicas, todas bajo control, puede vivir mejor y tener menos riesgos de ir a parar a un sillón de ruedas o morirse que otro que tiene uno o dos problemas de salud, pero que no es tratado de manera adecuada”, pondera el geriatra Luiz R. Ramos, del Centro de Estudios del Envejecimiento de la Universidad Federal de São Paulo (Unifesp).
La receta para envejecer bien
En la segunda mitad de la década pasada, Ramos coordinó un proyecto que siguió durante dos años la salud de 1.667 ancianos que vivían en Vila Clementino, barrio de la capital paulista en donde tiene su sede la Unifesp. Sus objetivos centrales eran recabar los factores de riesgo que aumentaban las probabilidades de muerte en la tercera edad, e intentar entender por qué algunas personas envejecían bien y otras no. Una de las principales conclusiones de este estudio fue que el foco de la atención en esa franja de la población no debía concentrarse pura y exclusivamente en las enfermedades, sino en los impactos que dichas afecciones tenían sobre las funciones cognitivas y motoras de los pacientes. “Lo más importante es que el tratamiento tenga por objeto preservar o, si fuera posible, aumentar incluso el grado de independencia (mental y de locomoción) de los ancianos con relación a las otras personas”, afirma Ramos.
Al pasar revista a la montaña de números del Sabe, un punto se destaca: el nivel de escolaridad de los ancianos parece comportarse como un marcador de su condición general de salud, sobre todo en los que se refiere a sus aspectos cognitivos. Aparentemente, cuanto mayor es el grado de educación formal del entrevistado, menor es su malestar físico y mental. ¿Cómo poner en evidencia tal relación? La misma comienza a cobrar contornos de realidad cuando se ve que aproximadamente el 65% de los individuos sin escolaridad calificó a su salud como mala, diez puntos porcentuales más que el resultado general de la muestra. Si el tema es la salud mental, tal relación salta a la vista claramente.
Independientemente del grado de instrucción de los ancianos, la aparición de problemas cognitivos, tales como la pérdida de memoria y de razonamiento, y de otras funciones cerebrales, afecta al 11% de toda la muestra del Sabe, con una frecuencia un cuarto mayor en las mujeres que en los hombres. Entre las personas de 60 años o más que nunca fueron a la escuela, la incidencia de este tipo de problema es del 17%. En los ancianos que estudiaron menos de siete años, ese índice cae al 5%. Y entre los que contabilizaron más de siete años en los bancos escolares es de apenas un 1%. “Aquéllos que pudieron estudiar generalmente logran una mejor condición socioeconómica durante su vida, y son mejor informados sobre las cuestiones inherentes a la salud”, afirma Ruy Laurenti, también de la Facultad de Salud Pública de la USP, otro coordinador del Sabe. “Se preparan y reúnen mejores condiciones de envejecer bien.”
Los preocupantes índices de deterioro cognitivo en los ancianos, también recabados en los demás países latinoamericanos radiografiados por el Sabe, constituyen un indicio de que diversos problemas aparecerían en un futuro próximo, en especial las demencias, como el mal de Alzheimer, y la pérdida de autonomía para la realización de las tareas cotidianas. En otras palabras: estos ancianos, si la deterioración mental avanza, tendrán que ser asistidos por alguien durante más tiempo. Para la psicóloga Ana Teresa de Abreu Ramos Cerqueira, de la Facultad de Medicina de Botucatú de la Universidad Estadual Paulista (Unesp), que también participa en el análisis de los datos del Sabe, la relación entre escolaridad y los trastornos cognitivos realmente existe.
Es un problema real, pero debe ser un poco relativizado. “Los resultados varían mucho de acuerdo con la metodología que utilizamos para recabar este tipo de datos”, pondera Ana Teresa. “Muchas veces sucede aquello que denominamos falso positivo para problemas de cognición o demencia, especialmente en el diagnóstico de situaciones de personas menos instruidas”. Los ancianos sin estudios tienen más dificultades para responder a los cuestionarios de los investigadores que las personas con mayor escolaridad. Como resultado de ello, mucha gente con poca o ninguna escolaridad acaba siendo rotulada, erróneamente, como demente o portadora de problemas mentales.
Más viejo y sin dinero
La preocupación de la Opas por estudiar la vejez en esta parte del planeta tiene una razón clara: en los próximos 20 años, el número de personas con 60 años o más en América Latina y el Caribe prácticamente se duplicará, trepando de 42 millones de individuos en el año 2000 a alrededor de 82 millones después de 2020. En ese mismo período, en términos proporcionales, el aumento será un poco menor, pero aún así será muy significativo. Los ancianos pasarán de ser un 8,1% a un 12,4% de la población total de esos países. En ese cuadro de rápido envejecimiento de las sociedades latinoamericanas, Brasil no es la excepción. En 1940, tan solo un 4% de su población tenía 60 años o más.
Según el censo, los ancianos en 2000 ya sumaban un 8,6% de todos los brasileños -un contingente de 14,5 millones de individuos, un 55% de los cuales correspondía a mujeres. En los próximos 20 años, la población anciana de Brasil podrá superar los 30 millones de personas y representar casi un 13% de sus habitantes. “Puede no parecer tanta gente en términos proporcionales, sobre todo cuando se observan los datos de los países europeos, en los cuales más del 15% de la población corresponde a ancianos”, comenta Ruy Laurenti. “Pero el número absoluto de ancianos en Brasil es muy grande, y continuará creciendo.”
Las consecuencias de ese incremento significativo de la cantidad de personas de la llamada tercera edad sobre los sistemas de salud y de previsión social son evidentes y ya se están haciendo sentir. Basta con mencionar el acalorado debate nacional sobre el techo máximo de las jubilaciones y la edad mínima para solicitar tal beneficio. Fuera de ello está también el impacto del envejecimiento sobre las relaciones familiares.
¿Quién no ha participado ya de una reunión familiar para discutir, por lo bajo y de una manera medio incómoda, en dónde va a vivir la abuela, luego de que el abuelo se fue? En rigor, el problema mayor no es el envejecimiento de la población en Latinoamérica (y también en Asia y África), sino su envejecimiento sin salud ni calidad de vida. Esta cuestión es aún más dramática en el universo de las naciones pobres y en desarrollo, como Brasil y sus vecinos latinos, en donde buena parte de los ancianos tiene poca instrucción formal, el dinero contado y servicios públicos precarios.
“Primero los países desarrollados se hicieron ricos, y solamente después se volvieron viejos”, afirma Maria Lúcia Lebrão. “Nosotros nos estamos poniendo viejos antes de ser ricos”. Los datos del proyecto Sabe en la capital paulista sirven para ilustrar esta máxima. Pagar un sistema de medicina prepaga es un lujo que tan solo cuatro de cada diez ancianos que viven en São Paulo se dan. Doña Matilde está entre los que cuentan con ese beneficio. Debido a que el mismo es antiguo y le da derecho a atención en un hospital de la zona únicamente, el valor de la cuota -cerca de 150 reales-, es considerado bajo para la edad de la portadora del plan.
El envejecimiento de la población y el aumento de la expectativa media de vida al nacer -en 1980 era de 62,7 años para los brasileños, y actualmente es de casi 69 años- son fenómenos nacionales. Pero, según datos de censos del IBGE, la presencia de ancianos en los 27 estados brasileños varía -y mucho. En la base hay un grupo de estados en el cual la fracción más vieja de la población representa entre un 4% y menos del 7% de sus habitantes. Es el caso de toda la región norte.
En una situación intermedia se ubica un gran grupo de estados cuya proporción de ancianos varía de un 7% a un 9% de sus habitantes. En São Paulo, por ejemplo, las personas de 60 años o más representan un 9% de la población. Y en la cima, con un índice de ancianos que llega a dos dígitos, figuran tres estados: Paraíba (un 10,2%), Río Grande do Sul (un 10,5%) y Río de Janeiro (un 10,7%). No por casualidad, los municipios de Porto Alegre y Río de Janeiro también son las capitales con más gente de edad (un 11,8% y un 12,8% de sus habitantes, respectivamente).
Ya se ha tornado clásica la asociación de uno de los más tradicionales barrios de la zona sur carioca con la imagen de los simpáticos viejitos -relativamente prósperos con relación al grueso de los jubilados nacionales- andando por la playa o ejercitándose en la arena. “El 27% de los habitantes de Copacabana corresponde a ancianos”,dice el médico Renato Veras, director de la Universidad Abierta de la Tercera Edad (Unati, sigla en portugués), un proyecto mantenido por la Universidad Estadual de Río de Janeiro (UERJ) que dicta semestralmente 125 cursos para 2.200 ancianos.
Veras, un especialista en salud de la tercera edad, afirma queel sector público de salud no está preparado aún para atender la creciente demanda de servicios especialmente abocados a la fracción de mayor edad de la población. “Aun con esa enorme presencia de ancianos, ¿cree que va a encontrar algún geriatra en un centro de salud de Copacabana?”, indaga el médico.
Guardería para ancianos
El cuidado de los ancianos es diferente que el de los niños o el de los adultos. Por eso, muchos especialistas abogan por la implementación de servicios diferenciados para esa franja de edad. Veras es favorable al incremento de la atención domiciliaria para esa parte de la población. “En casa el anciano sufre menos infecciones hospitalarias, y está en un ambiente conocido”, dice el director de la Unati. La implantación de un sistema de atención domiciliaria requiere de una logística compleja, que administre de manera eficiente y racional el desplazamiento de los equipos médicos. Pero, según Veras, si es bien administrado, dicho servicio llega incluso a reducir los costos de atención, en la medida en que actúa más bien preventivamente y evita internaciones innecesarias.
Por cierto, el hecho de salir de casa y llegar a un hospital o consultorio médico puede ser una tarea imposible de realizar para muchos ancianos. En São Paulo, de acuerdo con los resultados del Sabe, la falta de un (buen) transporte público llegó a ser la causa más mencionada por los entrevistados para faltar a las consultas médicas. Otra posibilidad de servicio diferencial para los ancianos, que no excluye la propuesta anterior, consiste en estimular la creación de centros de convivencia para ese segmento de la población; lugares que funcionan como guarderías para la tercera edad.
En dichos espacios, aquéllos que ya han llegado a los 60 años pueden pasar el día haciendo actividades físicas e intelectuales, siempre bajo la supervisión de algún profesional del área médica, una enfermera al menos. Cuando llega la noche, los ancianos vuelven a casa. “De esta manera, no pierden el vínculo familiar y se mantienen activos”, dice Maria Lúcia Lebrão, de la Facultad de Salud Pública de la USP, que aboga por poner en práctica esa idea.Algunas de las llamadas universidades de la tercera edad desempeñan de cierta manera el rol de centros de convivencia para ancianos.
Es cierto que el número de vacantes ofrecidas en sus carreras y actividades generalmente es pequeño delante de la demanda. Pero los que logran un lugar se muestran satisfechos. Es el caso de Guiomar Genaro Hachel, ama de casa, 65 años, que frecuentó durante cuatro años actividades para ancianos en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (PUC-SP) y desde hace tres participa de la Universidad Abierta a la Tercera Edad (Uati, sigla en portugués) sostenida por la Unifesp. Sin la compañía del marido, Guiomar estuvo presente durante todo el ciclo de conferencias, y ahora va a “clases extracurriculares” de teatro, bailes de salón y tai chi chuan. “En la universidad me esclarezco y hago amistades”, dice esta abuela de seis nietos.
La presencia de hombres es menor en loscursos para la tercera edad, pero no es inexistente. El ex profesional de marketing Celso Pavarin, de 73 años, viudo y jubilado, empezó a frecuentar la Uati este año. Al margen de las conferencias regulares que organiza la universidad, Celso asiste a clases de teatro, bailes de salón e informática. “Más que el conocimiento, lo que más me impresiona de la Uati es el cariño de la gente”, afirma Pavarin, quien desde hace 21 años tiene un ‘by-pass’. “Acá es bueno ser viejo. Más gente debería tener esa oportunidad.”
El Proyecto
Las Condiciones de Salud de los Ancianos en América Latina y el Caribe (99/05125-7); Modalidad: Línea regular de auxilio a la investigación; Coordinadores: Ruy Laurenti y Maria Lúcia Lebrão – Facultad de Salud Pública de la USP; Inversión: R$ 236.295,00