“Aún no había osado hundir mi investigadora mirada en aquel pozo insondable en que me iba a sepultar. Había llegado el momento. Todavía estaba a tiempo de decidirme a tomar parte en la empresa o renunciar a intentarla.”
El hermoso reportaje de tapa de la presente edición especial de Pesquisa FAPESP me inspiró un irreprimible deseo de volver a leer Viaje al centro de la Tierra, el clásico de Julio Verne, de 1864. Y por una asociación absolutamente primaria: el artículo aborda estudios que, aunque dejan a un lado el sueño del descenso real a las más remotas profundidades del planeta –parcialmente realizado sólo por el audaz profesor Otto Lidenbrock en la ficción francesa–, también las escrutan incansablemente. Por supuesto que de una forma menos riesgosa, valiéndose de herramientas más adecuadas al siglo XXI, como lo son las simulaciones en computadora, tomando distancia de las escabrosas aventuras ochocentistas. Y de esos sondeos virtuales al interior del planeta, los responsables de tales estudios, físicos más que geólogos, han regresado con nuevos conocimientos sobre la estructura y las transformaciones de minerales que se forman a miles de kilómetros de la superficie terrestre, con una reforzada hipótesis sobre la existencia de un volumen de agua mayor que un océano, distribuida “entre la densa masa rocosa ubicada bajo nuestros pies”, tal como lo expresa nuestro editor especial Carlos Fioravanti, a partir de la página 14.
Tal vez haya sido la referencia a esa masa de agua existente en el interior de la Tierra, con la palabra océano –tan sugestiva de algo tan vasto – como medida sensible de su volumen, lo que me condujo a Verne. Así surgió en mi memoria, un tanto embotado, aquel inmenso mar subterráneo ficcional situado en el camino hacia el centro del planeta, habitado por formidables animales prehistóricos que se trababan en terroríficas contiendas, sacudido por cataclismos, y cortado por vertiginosos abismos. Sumidos en ese mar con sus asombrosos eventos, se hallaban un tanto desvanecidos en mis recuerdos los tres aventureros creados por el famoso escritor: Lidenbrock, su sobrino Axel, quien narra la aventura, y Hans, el valiente y circunspecto guía islandés. Necesitaba revivir esas imágenes, verificar de qué modo el reportaje contemporáneo de Pesquisa FAPESP las había hecho emerger de sus remotos refugios mentales, y por eso acudí sedienta al libro.
Me topé, en primera instancia, con la pasión declarada de Verne por la ciencia, de cuya naturaleza, podríamos decir que iluminista en sentido lato, no me percatara a mis remotos 10 u 11 años de edad. “Te digo, Axel, que la ciencia es eminentemente susceptible de perfeccionamiento y cada teoría es a cada momento obstruida por otra teoría nueva”, le advierte Lidenbrock en una charla, a su sobrino y discípulo. De las enseñanzas en el abismo surgen alusiones al método científico: “La ciencia, hijo mío, está llena de errores; pero de errores que conviene conocer, porque conducen poco a poco a la verdad”. Las afirmaciones sobre el carácter del conocimiento científico se entremezclan con la descripción de las teorías geológicas, cosmológicas o biológicas objeto de debate en aquella época y con las soluciones tecnológicas y técnicas. Y sin embargo, todo ello está de tal manera incluido y ensamblado en la estructura de la poderosa narrativa de Julio Verne, tan entrañado en la aventura cargada de tensiones rumbo al centro de la Tierra, tan amalgamado con las invenciones fantásticas de la imaginación del autor, que se torna pasible de absorción inteligente en una experiencia pura de placer. En eso pensaba mientras acababa la lectura del libro y, de repente, experimenté una antigua y maravillosa sensación que, en un tiempo lejano, varios de los trabajos de Julio Verne provocaban en mí: la de que es posible hacer, rehacer, transformar, crear, aventurarse en lo desconocido y descubrir mundos. Sólo que en ese entonces yo no sabía aún el nombre de la herramienta básica que Verne identificaba para toda esa potencia de ser.
Por otra parte, desde la página 54, el resultado de un estudio científico realizado en el campo de la historia de la ciencia merece, entre otros posibles adjetivos, la calificación de excitante. Porque el relato sobre las peripecias que condujeron al hallazgo de un polvo capaz de sugerir un vínculo material entre la alquimia y la química, en la honorable Royal Society inglesa, excita, de inmediato, la imaginación y la propensión tan humana a develar o al menos seguir los relatos en que se dilucidan misterios.
Y el interés por una historia así se acentúa cuando se sabe que dicha sustancia, luego de dormitar unos 350 años en un sobre cerrado entre otros documentos, en los archivos de la institución, fue hallada por dos investigadoras brasileñas: nada más comprensible entonces que la hinchada entusiasta por nuestro “cuadro”. Puede decirse que se trata de un dúo empeñado desde hace varios años en examinar determinados períodos de la historia de la ciencia a los efectos de entender de qué modo la construcción del conocimiento científico se alimenta con afluentes de múltiple naturaleza, incluso de aquéllos que, desde nuestra mirada contemporánea, se plantean como radicalmente anticientíficos. Y, en esta ocasión, ellas seguramente dieron otros importantes pasos en ese nuevo montaje de la historia de la ciencia contemporánea. Vale la pena verificarlo en el hermoso reportaje de nuestro editor de humanidades, Carlos Haag, que incluyó en el estudio del tema una inmersión in situ, en los documentos guardados en Londres.
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