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Educación

Sin tiempo para el príncipe encantado

La esmerada educación de las hijas de Don Pedro II fue pionera en un tiempo en que la mujeres no estudiaban

Profesionales exitosas, que no escatiman tiempo ni esfuerzo en pro de una formación permanente, hacen cursos de idiomas, especializaciones, posgrados, MBAs. La emancipación femenina del siglo XXI es un reflejo directo de la presencia de las mujeres en la educación formal durante el siglo XX, cuando se observó en Brasil la predominancia de las mujeres entre los egresados de las universidades — en 2002, ellas representaban un 63% de los graduados, de acuerdo con el Censo de Enseñanza Superior.

Es una realidad que en poco más de un siglo echó por tierra una educación volcada exclusivamente a la formación de madres de familia, con énfasis en las habilidades para el corte, la costura y el bordado, que alimentaba así a una sociedad orientada al dominio de los varones; ellos sí, incitados a aprender algo más que leer, escribir y contar. Hasta 1879, las mujeres tenían prohibidas por ley de frecuentar carreras de enseñanza superior. En la enseñanza básica sus conocimientos se restringían a la economía doméstica, lo que excluía nociones de geometría, limitando el aprendizaje de la aritmética a las cuatro operaciones fundamentales.

Sin embargo, una excepción despuntó en el corazón del Imperio Brasileño, con la preparación de la princesa Isabel Cristina Leopoldina de Bragança (1846-1921) y su hermana, Leopoldina Teresa (1847-1871), hijas de Don Pedro II. Ellas recibieron una rigurosa educación formal, considerada masculina para los cánones de la época. Desde las siete de la mañana hasta las nueve y media de la noche, sus clases — dictadas en las dependencias imperiales — incluían conocimientos científicos, principalmente de química. Esto es lo que constató el investigador Carlos Filgueiras, químico da Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). Su estudio, basado en documentación perteneciente a la familia imperial brasileña, guardada en el Archivo de Grão Pará, con sede en Petrópolis (Ríode Janeiro), fue publicado recientemente en la revista Química Nova, tomo 27, nº 2.

Filgueiras muestra que la preocupación con la educación científica de las princesas era fruto del interés del emperador en la ciencia en general, y en particular por la química. Al margen de intercambiar correspondencia con químicos famosos, como Louis Pasteur (1822-1895) y Marcelin Pierre Eugène Berthelot (1827-1907), Don Pedro II realizaba experimentos en su laboratorio en la Quinta da Boa Vista, y era miembro de la Academia de Ciencias de París.

Decisiones
El emperador era también un enamorado de la fotografía y de los procesos de revelado, como lo demostró la exposición De volta à luz [De vuelta a la luz], presentada en São Paulo entre junio y octubre de 2003. “Existe un debate en el cual se sostiene que el emperador se pretendía un científico. Considero que es ésa una falsa discusión, pues creo que Don Pedro pensaba que un gobernante debería interesarse en variados asuntos y seguir el progreso de las ciencias y sus aplicaciones, lo cual facilitaría el proceso de toma de decisiones”, explica Filgueiras.

La educación formal rígida impartida a sus hijas significaba para el emperador asegurar la preparación de la futura gobernante. De los cuatro hijos que tuvo con la emperatriz Tereza Cristina, los dos herederos varones murieron prematuramente, dejándole a Isabel, a los 14 años, la responsabilidad de ser la sucesora del padre. Así, en 1860, luego del juramento por la Constitución del Imperio ante el Senado Imperial, la hija mayor de Don Pedro II recibió el título de Princesa Imperial.

Con todo, cuatro años ante el emperador había manifestado su preocupación con la educación de sus herederas. Contrató a la condesa de Barral, Doña Luísa Margarida Portugal de Barros, para ser preceptora de las princesas. Era su misión asegurarles a las muchachas una educación que no fuera diferente a la recibida por los varones de la elite, pero que se combinase con aquélla que se les impartía a las mujeres. Barral también supervisaba la enseñanza de alrededor de 20 asiganturas, y podía incluso imponerles castigos a las niñas cuando lo considerase necesario.

Innumerables profesionales de alta categoría, algunos con especialización en Europa, se dividían en la tarea de enseñarles idiomas (latín, griego, portugués, francés, inglés, alemán e italiano), artes (literatura, piano, dibujo y pintura), filosofía, historia, álgebra, química, física, zoología, botánica, mineralogía, geología, geografía, geometría y cosmografía. “En muchas ocasiones el propio emperador ocupaba el lugar de los profesores, pues le gustaba sobremanera estar presente en la educación de sus hijas”, afirma Filgueiras. Este rigor también existía a la hora de las evaluaciones, ejecutadas mediante la aplicación de pruebas y con un detallado boletín, escrito en francés. Al ver este boletín, Filgueiras constató que Isabel era la más aplicada de las muchachas: se destacaba en química, asignatura por la cual se interesaba también fuera de las aulas por la vía de la fotografía, al igual que su padre.

Sin embargo, fuera de las dependencias imperiales, la realidad era muy diferente, pese a en el transcurso del siglo XIX diversas voces de la sociedad clamasen por una mejora y un mayor acceso a la educación por parte de las mujeres. “En los albores del Imperio, lo único que se les ofrecía a las niñas era la enseñanza doméstica, limitada a las primeras letras y a las habilidades manuales, nociones de música y danza, bordados y menesteres hogareños. Nada de más, pero también nada de menos que lo que la sociedad de ese entonces necesitaba”, explica Eliane Marta Teixeira Lopes, docente de la Facultad de Educación de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG).

“Por increíble que parezca, muchas veces la alfabetización constituía un impedimento para que los padres matriculasen a sus hijas en las escuelas. La lectura era vista como menos peligrosa ‘pues era posible controlar la circulación de libros’, pero la escritura, como forma de expresión, era vista como un peligro al que las niñas no debían ser expuestas”, subraya la profesora.

En el decurso del siglo, creció el número de establecimientos particulares destinados a la enseñanza de la niñas. “Las escuelas, o mejor dicho las clases, se dictaban en las casas de sus fundadoras, y acogían a un limitado número de alumnas, a las que ofrecían magros conocimientos”, dice Eliane. También en las escuelas religiosas, las hijas de la elite aprendían lectura y escritura, nociones básicas de matemática y, para complementar, piano y francés.

“Las habilidades con aguja e hilo, los bordados, las puntillas, las labores culinarias, como así también las habilidades de ‘mando’ de las criadas y de los sirvientes, formaban parte de la educación de las muchachas”, explica Guacira Lopes Louro, docente del Departamento de Educación de la Universidad Federal de Río Grande do Sul. Al margen de ser una buena compañía para sus maridos, estas muchachas debían prepararse para representarlos socialmente.

Las transformaciones sociales y políticas del Imperio, y posteriormente de la proclamación de la República desembocaron naturalmente en cambios en la forma por la cual las mujeres accedían a la educación en el siglo XIX. Había en las últimas décadas del siglo una preocupación con la modernización de la sociedad, la higienización de la familia y la construcción de la ciudadanía de los jóvenes. Algunas voces, como la de Benjamin Constant, pretendían poner la enseñanza al servicio de la mentalidad positivista y de los estudios científicos.

“La preocupación por despojar el concepto de trabajo de toda la carga de degradación a la que estaba asociado a causa de la esclavitud y en vincularlo a orden y al progreso llevó a los conductores de la sociedad a reclutar mujeres de los estratos populares”, explica Guacira. “Ellas deberían ser diligentes, honestas, pacientes, aseadas; cabría a ellas controlar a sus hombres y formar a los nuevos trabajadores y trabajadoras del país”, continua. Pese a ello, la democratización amplia de la enseñanza para las mujeres recién se dio en el siglo XX.

Aunque abriese espacio para la emancipación, la nueva visión de la educación femenina de finales del siglo XIX no significaba la ruptura total de la necesidad de educar para el hogar. Para muchos, la enseñanza cristiana era esencial, y para otros, el estudio de las ciencias contribuía a acabar con las supersticiones, lo que resultaría en mujeres mejor preparadas para la maternidad.

Así, entre la visión de una mujer con la pureza maternal de María, inspirada en los principios cristianos, y la de una mujer habilitada por los conocimientos científicos, surgió el magisterio como el primer campo de trabajo para las mujeres brasileñas. “Pero este fenómeno no es pura y exclusivamente brasileño. También en Francia el magisterio constituyó un importante campo de trabajo para las mujeres del siglo XIX”, dice Guacira Lopes. “El magisterio era visto como una extensión de la maternidad, el destino primordial de la mujer”. Así la docencia no subvertiría la función femenina fundamental, al contrario, podría ampliarla o sublimarla. Y las maestras servían como modelo a sus alumnas, ejerciendo un estricto control sobre sus decires, sus posturas, sus comportamientos y sus actitudes.

Sin embargo, los patrones de enseñanza para la formación de esas maestras en los cursos “normales” siguieron siendo bastante similares a los de los tiempos en que la educación se orientaba exclusivamente hacia el hogar. La economía doméstica por ejemplo, permaneció, pero ya no más como una mera transposición de los conocimientos adquiridos en casa, sino como una disciplina más compleja, apoyándose en conceptos científicos y vistiendo un ropaje escolar y didáctico.

Sustento
También el magisterio, aunque fue el primer paso hacia la inserción de la mujer en el mercado de trabajo, no rompía aún el molde que encarrilaba a una sociedad dirigida por los hombres. Al ocupar las aulas, las mujeres les sacaban de encima la función docente, liberándolos para ejercer otras actividades más rentables, como por ejemplo la de dirigir las escuelas donde ellas eran maestras. Al mismo tiempo, las hijas de familias menos privilegiadas tenían allí una alternativa de sustento, que muchas veces era la única.

La ruptura total se dio bastante más tarde, en el siglo XX, con la creciente ocupación por parte de las mujeres de diferentes puestos del mercado de trabajo, cargos públicos, administrativos y políticos. Con todo, antes se probó la eficacia de la educación de la princesa Isabel. Ella rigió el Imperio tres veces , y en ausencia del emperador, reemplazó al gobernador con los gabinetes de Rio Branco (1871 a 1872), Caxias (1876 a 1877), Cotegipe y João Alfredo (de 1877 a 1888). Isabel sancionó la Ley del Vientre Libre en 1871 y la Ley Áurea, que abolió la esclavitud en Brasil en 1888.

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