El paulistano Roberto Burle Marx, reconocido por la revolución que impulsó en el paisajismo brasileño y valorado a nivel internacional por proyectos realizados en diversos países, cumpliría 110 años en 2019. Durante el primer semestre de este año, se realizarán dos exposiciones para homenajear su obra, una en el Museo Brasileño de la Escultura y Ecología (MuBE), en São Paulo, y otra en Nueva York, que llaman la atención sobre aspectos poco debatidos de su legado. A lo largo de su carrera, cuyo inicio fue en la década de 1930 y en la que se mantuvo activo hasta 1994, el año de su fallecimiento, Burle Marx desarrolló más de 2 mil proyectos paisajísticos, que en la actualidad forman parte del ámbito cotidiano de ciudades tales como São Paulo, Río de Janeiro, Belo Horizonte, Recife, Miami y Caracas. Y se destacó en muchas otras actividades, al trabajar también como artista plástico, joyero, investigador en el área de la botánica y ecologista, dejando huellas trascendentales en los diversos campos en los que incursionó.
Aunque se lo considera un revolucionario en la historia del paisajismo brasileño, Burle Marx no fue un genio aislado, sino un creador sensible a la esencia de la época que cambió la perspectiva de las artes y de la cultura en el país. Tal como revelan estudios recientes, desde el comienzo de su producción incorporó dos rasgos esencialmente modernistas: la renovación de la investigación estética y la valoración de los elementos locales, presentes también en el arte y en la literatura del período. En sus jardines, esos elementos pueden reconocerse en la procura de distanciarse de los modelos europeos y en la búsqueda de nuevas formas, a partir de las raíces brasileñas.
Ejemplos de esa labor pionera se concentran en la ciudad de Recife, donde dirigió, entre 1935 y 1937, el Sector de Parques y Jardines del Departamento de Arquitectura y Urbanismo. Fueron alrededor de 40 proyectos, uno de ellos la plaza Euclides da Cunha, “el primer jardín público esencialmente brasileño y la idea más innovadora de paisajismo”, dice la arquitecta Ana Rita Sá Carneiro, docente de la Universidad Federal de Pernambuco (UFPE) y coordinadora del Laboratorio del Paisaje, en la misma universidad.
Para ese proyecto, Marx investigó sobre la historia de la región y el ecosistema, basándose, específicamente, en la lectura de Os sertões, de Euclides da Cunha (1866-1909). La propuesta de llevar a la ciudad la vegetación propia de la ecorregión de la Caatinga (el bosque xerófilo brasileño) la concretó apelando a la utilización de cactus y piedras, elementos hasta entonces considerados inadecuados para un jardín, implementando, como sostiene Sá carneiro, “una nueva forma de concebir el espacio público a partir de los elementos del entorno local interpretado según los principios artísticos de la pintura, de la música y de la botánica”.
El cactus, por cierto, representa un ícono de la relación de Burle Marx con su época, analiza Guilherme Mazza Dourado, arquitecto e historiador del paisajismo que desde hace más de 20 años estudia su obra. Él recuerda la presencia de esa planta en cuadros tales como Abaporu, de Tarsila do Amaral (1886-1973), y Paisagem brasileira, de Lasar Segali (1889-1957), y en el poema O cacto, de Manuel Bandeira (1886-1968). “El trabajo de Marx no es algo aislado, forma parte de un gran crisol cultural de intercambio y diálogo”, dice el investigador. “Esto no ocurre solamente en lo que tiene que ver con Brasil, sino también con la cultura a nivel internacional”, completa, resaltando el interés que despertó en los paisajistas estadounidenses Thomas Church (1902-1978) y Garret Eckbo (1910-2000), que pugnaban por actualizar las técnicas a partir de estudios estéticos y por eso, trabaron contacto con el brasileño, reconociendo la afinidad.
La correspondencia de Burle Marx evidencia su preocupación por la preservación del medio ambiente
El interés estadounidense por Burle Marx es antiguo, tal como revela Mazza Dourado a partir de su investigación posdoctoral, que desarrolló en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo (FAU-USP), sobre la correspondencia que mantuvo el paisajista. En 1954, por ejemplo, parte de su obra estuvo expuesta en la Smithsonian Institution, en Washington, y luego pasó por otras nueve ciudades de Estados Unidos. Para el mes de junio, el Jardín Botánico de Nueva York programó The living art of Roberto Burle Marx. En una ruptura con el enfoque panorámico tradicionalmente asignado a la obra del paisajista, la muestra constará de tres núcleos: un jardín externo ideado por el arquitecto Raymond Jungles, discípulo de Marx, un invernadero con plantas nombradas en honor del paisajista o descubiertas por él en sus expediciones y una selección de pinturas abstractas, dibujos y tapices. “La consideración de esa trilogía de aspectos de su trabajo es, creo, una nueva manera de aproximarnos a las diversas contribuciones artísticas que él realizó durante su carrera”, pondera el historiador del arte Edward Sullivan, docente de la New York University (NYU), a cargo de la muestra. Experto en Arte Latinoamericano, él estudia la producción artística de Burle Marx desde la década de 1990 y, al igual que Dourado, destaca la importancia de su conexión con el contexto de la época. “A lo largo de estos años aprendí mucho pensando en él como un barómetro de los cambios estéticos que ocurrieron en Brasil”, dice, tomando como ejemplo su fase abstracta, que trabajara a partir del final de la década de 1950 en diálogo con artistas del concretismo y del neoconcretismo.
En el ensayo Roberto Burle Marx: A total work of art, parte del libro sobre el paisajista que será publicado en el contexto de la muestra neoyorquina, Sullivan explica que la producción artística de Burle Marx –a la cual él denomina “trabajos estáticos”– en cierto modo puede representar la esencia de su actividad, dado que, como paisajista, produjo un “arte vivo”, que no siempre es pasible de poder preservar. No en vano esa labor intriga y ocupa a los expertos: Dourado formó parte del equipo que produjo el informe para la solicitud de preservación del sitio Burle Marx elevado a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco), proceso que está en curso, y Sá carneiro, de la UFPE, recurre al Laboratorio del Paisaje para desarrollar programas, junto a la alcaldía de Recife, de restauración y conservación de las plazas proyectadas por él. Los principales desafíos pasan por la calificación de la mano de obra. “No existe jardín sin jardinero”, corrobora la profesora. “Es necesario capacitar profesionales para poder conservar el jardín como monumento”.
Con la mirada en el clima
Una de las principales dimensiones de la actuación de Burle Marx fue su preocupación por el medio ambiente. “La ciudad está dentro de la naturaleza; sus jardines muestran que es necesario entender a la naturaleza como algo que lo contiene a todo”, dice Sá Carneiro. “No se trata solamente de representar a la naturaleza dentro de la ciudad, sino de una perspectiva tendiente a conservarla para que la gente pueda comprenderla y respetarla”, explica. También Dourado reconoce la función didáctica de sus creaciones: “Cuando él trae a un parque en la ciudad una planta de otro ambiente, llama la atención no solo hacia su belleza particular, sino también para la necesidad de preservación. Él quiere mostrarle a la población que vale la pena tener esa planta cerca de uno, así como también conservarla en su hábitat original”.
Para el sostén de sus creaciones, el paisajista acumuló desde que tenía 6 años de edad una importante colección de plantas que en la actualidad incluye a 3.500 especies, reunidas en el sitio que hoy lleva su nombre, una propiedad de más de 400 mil metros cuadrados en Barra de Guaratiba (RJ), hoy vinculada al Instituto del Patrimonio Histórico y Artístico Nacional (Iphan). Esta colección, reconocida como una de las más importantes del mundo, es el resultado de un trabajo incansable que incluyó expediciones a diversos biomas brasileños. Ese lugar es la realización máxima del paisajista, en opinión de Dourado, quien también hace hincapié en la importancia del patrimonio artístico reunido ahí, con la producción propia de Burle Marx y un vasto conjunto de objetos artísticos. Para Sullivan, el lugar también representa el “punto culminante de su imaginación única y peculiar”, aunque depende de compromisos colectivos y de una continuidad para poder seguir sintetizando su espíritu creativo. “Un jardín es obviamente una entidad orgánica cuya vida se extiende más allá de la perspectiva de su creador y de los responsables de su conservación”, afirma.
Su preocupación por el medio ambiente también se manifestaba de otras maneras, que recién ahora comienzan a ser reveladas. “Su actividad como crítico y defensor ambiental”, informa Dourado, “aún es poco conocida”. Basándose en la correspondencia del paisajista, él destaca el modo en que Burle Marx condenaba públicamente a gobernantes y empresarios que defendían un modelo de “progreso” amparado en la destrucción de la naturaleza. Una evidencia de esa actividad fue su reacción ante el incendio forestal promovido en el sur del estado de Pará, con el objetivo de abrir áreas para el pastoreo, un proyecto agropecuario de la filial brasileña de la empresa Volkswagen. En una misiva enviada en 1976 a Wolfgang Sauer, por entonces presidenta de la empresa, el paisajista le manifestaba su indignación: “V. Sa. dice que el fuego utilizado en esa ocasión afectó exclusivamente arbustos, malezas y otros tipos de yuyos, nunca árboles. Pero yo no creo en un fuego adiestrado. Además de ‘malas hierbas’ habrá quemado también guacamayos ‘escandalosos’, armadillos ‘inmundos’, jaguares ‘feroces’, serpientes ‘ponzoñosas’, sin duda, árboles de gran tamaño y acaso incluso algún indio ‘traicionero’”. “Hace 50 años Burle Marx ya se oponía al avance descontrolado de las actividades agrícolas y agropecuarias sobre el paisaje natural, insistiendo en asuntos que hasta hoy no hemos logrado superar”, constata el investigador.