Como en todo casamiento, el enlace entre Brasil y los brasileños para la formación de un Estado nacional transcurrió bajo la advertencia de que sería “en la salud y en la enfermedad”, con hincapié en esta última, pues luego de que el médico Miguel Pereira declarara en 1916 que el país era “un inmenso hospital”, los bríos nacionales se volcaron a deshacer esa imagen negativa que mancillaba a los “novios”. El padrino “accidental” de esta unión fue un extranjero: la División Internacional de la Fundación Rockefeller, presente entre nosotros desde la década de 1910, mediante convenios con el gobierno brasileño destinados a combatir la anquilostomiasis y la fiebre amarilla y a la formación de profesionales de la salud. La tesis de la salud como fuerza motriz de la nación pertenece al historiador Gilberto Hochman, investigador de la Casa de Oswaldo Cruz/ Fundación Oswaldo Cruz y coordinador del proyecto La salud pública y la construcción del Estado: políticas nacionales, organizaciones internacionales y programas de control y erradicación de enfermedades en Brasil. El “regalo” que se les ofreció a los recién casados fue la creencia en un programa que recientemente adoptara la fundación, la erradicación de enfermedades y sus vectores, en oposición al mero control, tal como preconizaban los médicos brasileños que preferían el enfrentamiento de enfermedades tales como la malaria, en ese entonces “el gran enemigo” del progreso, con la mejora de vida de los pobres y la quinina. Hochman aporta una visión alternativa de aquello que hasta entonces era tenido tan sólo como una forma más del “imperialismo yanqui”, en este caso, por la vía de la medicina.
En el marco del entusiasmo incontenible que despertaba la ciencia de la época, la Rockefeller rechazaba los paliativos y prometía cortar el mal de raíz y así erradicar definitivamente las enfermedades con todo el aparato tecnológico disponible y una organización casi militar de combate, dirigida por el médico Fred Soper (1893-1977), cuya experiencia en enfermedades tropicales se resumía a un curso intensivo de tres semanas. Según Soper, de no erradicarse al mosquito Anopheles gambiae, hallado en los años 1930 en el nordeste de Brasil, la epidemia quedaría fuera de control y, lo que es más importante, llegaría a Estados Unidos. De acuerdo con el investigador, el nuevo gobernante brasileño, Getúlio Vargas, que aspiraba a lograr una nación unida y sana “a la fuerza” si fuese necesario, le abrió las puertas a Soper.
“La decisión de ‘erradicar’ enfermedades debe verse desde una óptica que comprenda lo histórico, lo ideológico y lo político. En Brasil se la adoptó debido a las presiones externas, a las cuales, en función del tipo de fuerzas políticas que estaban en el poder, se les hizo lugar con cautela o con un alineamiento a ese concepto. La salud pública fue crucial en el proceso de construcción del Estado nacional. Territorios y poblaciones se incorporaron a Brasil mediante agujas y jeringas. En este proceso, fue fundamental la interacción entre organismos internacionales y nacionales de salud, que en una primera fase se llevó a cabo en el combate contra el paludismo, entre 1939 y 1969”, afirma el investigador. “Esto sucedió no sin diálogo, tensiones y conflictos entre ambas partes, con redes de intereses políticos y económicos y diversidad y asimetría entre países, actores e instituciones”, añade. De todos modos, la erradicación que impuso Estados Unidos e implementó la Rockefeller ayudó a “crear” un país, como así también impactó sobremanera el concepto de sistema de salud nacional, responsable aún en los días actuales por sus logros y heridas abiertas.
“También fue importante para toda una generación de jóvenes médicos y epidemiólogos que participaron en las campañas, y que posteriormente ayudaron a rever el concepto de ‘erradicación’, en ese entonces vertical e impuesto, que desdeñaba las prácticas culturales, higiénicas y nutricionales de las poblaciones rurales brasileñas, que deberían recibir pasivamente y ‘agradecer’ los beneficios de la nueva medicina pública”, analiza Hochman. “De este modo, al cabo de una larga trayectoria histórica de las políticas de salud asociadas al proceso de construcción del Estado nacional, un desarrollo ligado al poder, la desigualdad, la inclusión, el control y los derechos civiles, y como resultado imprevisible para la población, paulatinamente fue haciéndose de una ‘ciudadanía biomédica’, consolidada en la Constitución de 1988, cuando la inmunización deja de ser coerción para transformarse en derecho”, analiza.
Del lado de la Rockefeller y, más tarde, de los países del Primer Mundo, Brasil también fue fundamental para la defensa del concepto de erradicación. “Desde el siglo XIX, el país mantiene una relación intensa con cuestiones y organismos internacionales de salud, ligada a los ciclos epidémicos del cólera, la viruela, la fiebre amarilla y la malaria. Aquí se efectuaron ensayos para saber cómo hacer una campaña de salud, que sirvieron de base para emprendimientos más amplios y globales”, evalúa Hochman. De esos experimentos emergió la creencia en la urgencia de erradicar enfermedades en escala global, la cual estuvo en la cima de la agenda de las organizaciones internacionales después de la Segunda Guerra Mundial. La ciencia y la medicina eran tenidas como medios fundamentales para llevar a los países pobres al sitial del Primer Mundo, para evitar así el crecimiento del populismo y del socialismo en esas regiones. “Existía la creencia, todavía actualmente preconizada por muchos técnicos y organizaciones, de que las enfermedades impedían el desarrollo socioeconómico de los países pobres, y no al contrario, que era la pobreza lo que generaba enfermedades”, sostiene el historiador de la medicina Randall Packard, de la Johns Hopkins University, autor junto al brasileño Paulo Gadelha del estudio intitulado A land filled with mosquitoes: Frederick Soper, the Rockefeller Foundation and the Anopheles gambia invasion of Brazil, 1932-1939 (1994).
“Eran tiempos de gran entusiasmo debido a la capacidad de la ciencia para cambiar las cosas. Pero esa expertise era un privilegio de partes del globo y había que llevarla a otros lugares donde no la había. Era una visión que apuntaba que buena parte del mundo carecía de soluciones y que éstas vendrían de afuera, aunque eso implicase un total desconocimiento de lo que realmente sucedía en los países bajo intervención”, sostiene el norteamericano. “Se pensó la erradicación bajo la forma de intervenciones técnicas, llevadas adelante por expertos con el objetivo de eliminar completamente enfermedades una después de otra, sin ningún tipo de compromiso respecto a los determinantes sociales y económicos de la relación salud-enfermedad. Era el ‘universalismo etiológico’, es decir: en cualquier lugar donde se encontrase una enfermedad, se presumía que ésta tendría la misma causa y se la eliminaría aplicando los mismos métodos, independientemente de las diferencias de condiciones económicas, geográficas y de clase de las poblaciones, cosas que no se tenían cuenta”, apunta el historiador Rodrigo Cesar Magalhães, quien trabaja en el proyecto intitulado Desarrollo y cooperación internacional en salud: la campaña continental para la erradicación del Aedes aegypti y sus impactos en Brasil, en la Universidad de Maryland, con apoyo de la Fundación Fullbright, investigando los Fred L. Soper papers. “La erradicación, con Soper como su mayor defensor, tenía un carácter universal y, para él, no había necesidad de reformas sociales profundas para disminuir la incidencia de enfermedades tales como el paludismo y la fiebre amarilla”, comenta.
Soper, quien estuvo no Brasil entre 1920 y 1942, es el personaje central del libro más reciente de la historiadora y brasileñista norteamericana Nancy Stepan, profesora emérita de la Universidad Columbia, Eradication: ridding the world of diseases forever?. El médico norteamericano encabezó una campaña sanitaria en el nordeste brasileño que culminó con la erradicación, en tiempo récord –tan sólo 35 meses–, del más eficiente entre los vectores del paludismo, el mosquito Anopheles gambiae. Por cierto, el informe de esa “victoria”, intitulado Anopheles gambiae no Brasil – 1930 a 1940, de 1943, acaba de salir editado por la Fiocruz, y es la primera versión fiel de dicho estudio en portugués. “Este supuesto ‘éxito’, que terminó mostrándose pasajero y engañoso, revela de qué manera las campañas internacionales de erradicación se erigen en obstáculo para el desarrollo de sistemas de salud básicos, lo cual lleva a los gobiernos a invertir dinero en acciones costosas que comprometen los programas locales existentes, y no siempre basándose en las necesidades de cada país. Muchas veces se eligen enfermedades como blancos de campañas internacionales en función de criterios políticos, económicos y simbólicos, es decir, por otras razones y no debido a la devastación que causan en relación con otras afecciones y problemas que asolan a un país”, explica Stepan.
“Soper era un administrador autocrático a quien poco le interesaban las investigaciones, y desconfiaba de la eficacia de las vacunas: prefería la erradicación de los vectores de las enfermedades. Para él, cada programa nacional debería ser una entidad independiente, con su propio personal y un coordinador que se reportaba directamente al jefe de Estado. En el caso brasileño, su asociación con el régimen autoritario de Vargas fue perfecta”, sostiene la investigadora. La tecnología organizacional le aportó a Brasil una nueva mentalidad en lo que hace a la salud pública, especialmente en su estructuración. “En los años 1920 se nota ya de qué modo la erradicación en los moldes de la Rockefeller y de Soper va reorganizando el país. En plena República Velha, con su federalismo exacerbado, los norteamericanos desarrollan, si bien que tímidamente, una campaña vertical con total precisión, en la cual un supervisor cronometraba el tiempo que cada agente del Servicio de Fiebre Amarilla (SFA) tardaba para recorrer una manzana. Era asombroso”, sostiene Hochman.
Soper fue nombrado jefe de la oficina de la Fundación Rockefeller en Brasil y coordinador del SFA en 1930, el mismo año que Vargas tomaba el poder. “Getúlio quería modernizar y unificar el país, crear una nación, y entonces aceptó de buen grado la colaboración de los norteamericanos. El combate contra la enfermedad consolidaba la autoridad estatal en diversas regiones y era ideal en su proyecto de erigir un Estado nacional cohesionado y fuerte”, sostiene Magalhães. “En tanto, por el lado de Soper, el trabajo sanitario se vio facilitado debido a la ausencia de democracia. Era posible detener a los que se rehusasen a colaborar con los técnicos, y hubo casos incluso de intercambio de disparos entre habitantes reacios y agentes de la SFA”, comenta la historiadora francesa Ilana Löwy, directora de investigación del Instituto Nacional Francés de Salud e Investigación Médica (Inserm) y autora del estudio intitulado Representación e intervención en salud pública: virus, mosquitos y expertos de la Fundación Rockefeller en Brasil (1999).
“El personal de la Rockefeller sabía que enfermedades tales como la tuberculosis, la fiebre tifoidea o la gastroenteritis ocasionaban más víctimas que la fiebre amarilla o el paludismo, pero, como aquéllas eran tenidas como enfermedades ligadas a las condiciones de vida, parecían inadecuadas para acciones de erradicación con fines ejemplares”, analiza. “Tenían el anhelo de ‘civilizar’ a las brasileños, pero eso no era una mera expresión de racismo o de imperialismo. La gente de la Rockefeller fomentaba intereses de empresas estadounidenses de la construcción, asegurándoles contratos en proyectos de saneamiento urbano y, al mismo tiempo, estaban convencidos de que Brasil se beneficiaría con sus acciones”, sostiene Löwy. Con el correr del tiempo y de los fracasos, la fundación se fue alejando de las ideas de Soper, pero reveses inesperados, tales como el brote de fiebre amarilla en Río, en 1928, y el de paludismo en 1938, ponían una vez más y siempre en el tapete la erradicación.
Y con ella, los desdoblamientos políticos sobre el Estado brasileño. “En la década de 1950 se produjo un entrecruzamiento entre el optimismo sanitario y la Guerra Fría que desembocó en la elección de la malaria como blanco de las atenciones internacionales, incluso de la política exterior estadounidense de la administración Eisenhower. La erradicación cobró nuevo impulso, pues se la tenía como precondición para la liberación de las poblaciones para ejercer actividades económicas y para evitar el accionar de los movimientos sociales. Había incluso una asociación entre el paludismo y el comunismo, ambos capaces de ‘esclavizar’ individuos”, comenta Hochman. Nuevamente, la salud se mezclaba directamente con la consolidación del Estado nacional. “El gobierno de Juscelino Kubitschek enfrentaba una crisis económica grave, con problemas de financiamiento externo para sus proyectos de desarrollo y para la construcción de Brasilia. La política norteamericana de cooperación en salud, una pieza importante durante la Guerra Fría, otorgaba ayuda económica para el combate contra la malaria solamente a los países que convirtiesen sus programas de control en programas de erradicación. Así, en 1958, el paludismo, ‘casi extinto’, tal como decía el entonces candidato Kubitschek en 1955, volvió al tope de la agenda sanitaria brasileña”, afirma el investigador. La malaria fue entonces tratada en una intersección entre políticas de salud locales, la agenda internacional, los proyectos de desarrollo y los intereses norteamericanos. Una vez más, la erradicación reunía a brasileños y extranjeros e lanzaba su influjo sobre el modelo de Estado y del sistema de salud nacional.
Pero iban surgiendo críticas a dicho modelo y los llamados “sanitaristas desarrollistas” defendían campañas horizontales contra las enfermedades, que producirían las condiciones básicas de infraestructura sanitaria. A contramano de la erradicación soperiana, preconizaban el desarrollo socioeconómico como requisito previo para la mejora de la salud. Con todo, el golpe de 1964 echó un baldazo de agua fría sobre esas visiones alternativas. El gobierno de Castello Branco (1964-1967) insertó a Brasil en el esfuerzo global de las “erradicaciones”, en sintonía con las organizaciones internacionales: se cambiaba así a la malaria por la viruela. “La erradicación de la viruela podría constituir una respuesta política de los militares a la comunidad internacional, para dotar de legitimidad al gobierno en un momento en que arreciaba la censura y la represión interna. Al mismo tiempo, fue una oportunidad para que los profesionales de la salud se calificasen”, dice Hocman. La campaña expandía la agenda de salud más allá de la erradicación de una sola enfermedad; era una oportunidad para incrementar la producción de vacunas.
“Al contrario de la campaña contra el paludismo, que no tuvo ninguna convocatoria popular, la de la viruela requirió la movilización de multitudes en el esfuerzo de vacunación. Aunque no estuviese en el plan de los militares, ese movimiento popular aumentó el contacto de la gente con los servicios de salud y la comprensión de la vacuna como un bien público que ofrecía el Estado”, sostiene el investigador. Las decenas de millones de dosis aplicadas en cinco años, con el uso aparentemente residual de medios coercitivos, modificaron la trayectoria de la inmunización en el país. “La erradicación de la polio y la meta de erradicación de otras enfermedades inmunoprevenibles son una consecuencia directa de la campaña contra la viruela, que influyó en la oferta creciente de vacunas a una población que demandaba cada vez más inmunización, una especie de ‘civismo inmunológico’”, evalúa Hochman. Brasil pasaba de la revuelta contra la vacuna coercitiva a la vacuna como derecho conquistado.
“Es una victoria de la ciudadanía, aunque no solamente en términos positivos, pues no siempre las decisiones quedan en manos de la sociedad, que a menudo no sabe que el dinero que se gasta en una campaña podría emplearse en una mejora de las condiciones básicas de salud, tan importantes como las vacunaciones o las erradicaciones. El ‘remedio’ para eso es una mayor transparencia, un mayor control social y más democracia”, evalúa el historiador. Para Hochman, la cuestión hoy en día radica en entender las posibilidades de las políticas de salud locales autónomas en un mundo cada vez más interdependiente, que demanda una “diplomacia de la salud”, que erradique de una vez por todas los antiguos dogmas soperianos. “Al fin y al cabo, vimos que las políticas estatales de salud en el Brasil posterior a la Segunda Guerra tuvieron su dinámica interna, pero fueron resultantes y condicionadas por interacciones con las presiones internacionales. La nacionalización de la salud se fue haciendo a lo largo del siglo XX en carácter de formación del Estado brasileño y muchas veces mediante el empleo de elementos externos en esa misma construcción.”
Curiosamente, esa mezcla de salud y política quizá se compruebe en el país que exportó la erradicación vertical al mundo. “Existe una teoría que estoy estudiando que indica que el regreso del Aedes aegypti a Brasil, en los años 1950, luego de su erradicación, sería fruto de un trabajo de combate mal realizado en el sur de Estados Unidos. Hay varias cartas inéditas de Soper en las cuales acusa al gobierno norteamericano porque las autoridades sanitarias no habían hecho el trabajo que estaba haciéndose en el resto del continente. Pero, ¿cómo podría implantarse aquel modelo de campaña en un contexto democrático como el de Estados Unidos, con su cultura consolidada de libertad y privacidad?”, se pregunta Rodrigo. “En el conflicto entre erradicar al mosquito y las libertades individuales, éstas últimas habrían prevalecido, con perjuicios para todo un continente. De comprobarse que dicha teoría está en lo cierto, sería una ironía que confirmaría la cuestión entre la erradicación y la democracia, con toda la discusión sobre un supuesto imperialismo norteamericano en toda América en el ámbito de la salud”. Sería la confirmación de que es posible ayudar a crear un país “en la salud y en la enfermedad”. El peligro, como siempre, radica en “la infidelidad”, o en aquello de “hasta que la muerte los separe”.
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