Si una máquina del tiempo trajera a Oswaldo Cruz al Brasil de 2004, en ese hipotético viaje el gran sanitarista brasileño podría concluir que han sido tímidos los avances en la investigación de las enfermedades tropicales durante los últimos cien años. El país padece aún con endemias tales como la malaria; no ha logrado librarse de la hanseniasis ni de la leishmaniasis, presenció impotente la expansión de la tuberculosis y el cólera y es frecuentemente asolado por brotes de dengue, una afección que, por compartir el mosquito transmisor con la fiebre amarilla, trae aparejado el riesgo de resurgimiento de aquel flagelo que Oswaldo Cruz tanto luchó por erradicar a principios del siglo XX.
Pese a ello, lo cierto es que en las últimas décadas los investigadores brasileños no han dejado nunca de brindar contribuciones originales tendientes a comprender y tratar enfermedades tropicales, que se han transformado así en una de las áreas más relevantes de la investigación científica en salud en el país. Y en varios momentos, los investigadores han trabajado prácticamente solos, ya que las industrias farmacéuticas en su gran mayoría jamás se dispusieron a investigar drogas de interés exclusivo de los países pobres.
De esta manera, las herramientas para el combate contra la fiebre amarilla constituyen un ejemplo de esa contribución original. Para evitar la eclosión de esta enfermedad en áreas de gran incidencia del dengue — ambas enfermedades comparten el mismo mosquito transmisor: el Aedes aegypti —, el epidemiólogo Eduardo Massad, docente de la Facultad de Medicina de la Universidad de São Paulo (USP), trabaja con modelos matemáticos para establecer zonas de bloqueo al ingreso de la enfermedad silvestre en la frontera de São Paulo con Mato Grosso do Sul. La salida habitual, ante la inminencia de un brote de fiebre amarilla, sería vacunar a toda la población.
Pero eso implica riesgos. “No se trata de una vacuna inocente”, dice Massad. Por cada millón de dosis se registra una muerte. El modelo matemático ayuda a definir las áreas donde la vacunación es realmente indispensable — pues la incidencia del dengue y la infestación de mosquitos son muy elevadas — y donde esto no es necesario. Es posible también hacer proyecciones sobre el contingente de personas que deben vacunarse para crear un margen seguro de bloqueo de la enfermedad — que no necesariamente es del 100% de los individuos habitantes del área.
Este tipo de investigación, que se basa en buena medida en el uso de la matemática y de las computadoras, es aún visto con reserva por parte de los expertos en medicina tropical de la vieja guardia, aquéllos que hacen el seguimiento de las personas enfermas y conocen de memoria sus síntomas. “Fui a un congreso hace poco y observé que el entusiasmo que existe respecto a la investigación que hacemos surge más bien de los jóvenes médicos”, dice Massad. Pero nadie duda acerca de que dicha área tiene una enorme contribución para darle a la prevención de las enfermedades tropicales.
El grupo de Eduardo Massad se está preparando para realizar durante los próximos cuatro años el mayor esfuerzo hecho en el país hasta ahora para diagnosticar el espectro de las arbovirosis, enfermedades virales transmitidas por mosquitos y garrapatas. En cuatro regiones del estado de São Paulo — la capital, el litoral norte, el litoral sur y São José do Rio Preto — los científicos buscarán los arbovirus en personas, animales domésticos, animales silvestres y mosquitos.
Uno de los objetivos de este trabajo consistirá en analizar la probabilidad de arribo a Brasil del virus de la Fiebre del Oeste del Nilo, que causa encefalitis. La aves que transportan el virus y los mosquitos transmisores del género Culex existen de sobra, incluso en la capital paulista. Este trabajo, del cual participarán investigadores de varias áreas, planteará estrategias de prevención que serían inimaginables en los heroicos tiempos de Oswaldo Cruz.
Las herramientas de los científicos están cambiando. La genómica tiene una inmensa vocación para ampliar el conocimiento relativo a los microbios y sus vectores. El año pasado, investigadores del proyecto Genoma Schistosoma mansoni, financiado por la FAPESP en el marco de la red ONSA (el consorcio virtual de laboratorios genómicos del estado de São Paulo, por su sigla en inglés), concluyeron el secuenciamiento del 92% de los aproximadamente 14 mil genes del parásito causante de la esquistosomiasis.
Esta afección, que se contrae a través del contacto con agua contaminada conteniendo larvas del helminto, es conocida popularmente en Brasil como “barriga-d’água”, debido a la inflamación que del abdomen que provoca. Si no se la trata, deriva en un cuadro crónico, con aumento del tamaño del hígado, anemia, várices en el esófago y vómitos de sangre. Merced a la mejora del saneamiento básico y a la aparición de dos nuevos medicamentos, la esquistosomiasis ya se había transformado en una enfermedad tratable y menos peligrosa.
Y su secuenciamiento abre ahora un nuevo frente en el campo de los estudios abocados al combate contra una afección que encarnaba la propia imagen del subdesarrollo: los niños con la panza hinchada en medio a una carencia absoluta de saneamiento. Y esto se suma a otras contribuciones importantes, como la vacuna contra dicha enfermedad desarrollada recientemente por el equipo de la investigadora Miriam Tendler, de la Fundación Instituto Oswaldo Cruz, con sede en Río de Janeiro. Dicha vacuna fue elaborada con base en el aislamiento y la clonación de proteínas del Schistosoma.
Vigor
Las generaciones que sucedieron a la de Oswaldo Cruz — Adolfo Lutz, Carlos Chagas y Emílio Ribas — no son muy recordadas en los libros de historia, pese a que desempeñaron un rol igualmente importante. No promovieron campañas de vacunación obligatoria ni participaron en la creación de los institutos encargados de combatir enfermedades que aniquilaban multitudes. Pero mantuvieron de manera consistente el flujo y la calidad de las investigaciones. Son nombres como Leônidas de Melo Deane (1914-1993), de la Facultad de Medicina de la USP, del Instituto Evandro Chagas y de la Fundación Oswaldo Cruz, que estudió la epidemiología de la malaria. U Oswaldo Paulo Forattini, de la Facultad de Salud Pública de la USP, un estudioso de los mosquitos transmisores de enfermedades, con contribuciones en el ámbito de la investigación de la fiebre amarilla silvestre y de la epidemia de encefalitis en el Valle do Ribeira de hace tres décadas.
“Muchos investigadores brasileños lograron mantener una actividad vigorosa”, observa Erney Plessmann de Camargo, profesor del Instituto de Ciencias Biomédicas (ICB) de la USP. A su vez, Camargo es uno de ellos. “Y al contrario de lo que sucedía en los tiempos de Oswaldo Cruz, las iniciativas no dependieron del gobierno o de los institutos creados con finalidades específicas, sino que surgieron con base en demandas de los propios investigadores”, dice Camargo, que actualmente preside el Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq). Sus primeros trabajos se abocaron a la bioquímica de protozoos causantes de la malaria en colaboración con otra figura destacada: Luiz Hildebrando Pereira da Silva, quien, habiendo salido de Brasil después de 1964, hizo carrera en el Instituto Pasteur de París.
Tanto Erney Camargo como Luiz Hildebrando coordinan dos diferentes grupos, que se encargan de realizar de investigaciones de enfermedades tropicales en el estado de Rondônia. Ambos grupos comprobaron la existencia en la selva amazónica de portadores asintomáticos del Plasmodium vivax, el protozoo causante de alrededor del 80% de los casos de la afección en Brasil.
El restante 20% es provocado por el Plasmodium falciparum, la especie más agresiva del parásito de la malaria. La confirmación de que existen víctimas asintomáticas del Plasmodium vivax tuvo repercusión internacional, y redundó en un artículo científico en la renombrada revista inglesa Lancet. Pero las investigaciones de estos grupos no se restringen al paludismo. El equipo del ICB recabó evidencias acerca de la existencia de una todavía desconocida especie de protozoario Leishmania, que sería un nuevo agente causante de la leishmaniasis tegumentaria americana, una enfermedad que ataca la piel y las mucosas y mata a 28 mil brasileños anualmente.
La malaria o paludismo mata a 2 millones de personas por año, especialmente niños africanos. Es el principal problema de salud pública de la región norte de Brasil, donde se registra el 99% de los casos detectados en el país. Mata en promedio a 20 brasileños cada año, pero los casos se cuentan por centenas de mil. El tratamiento a base de quinina es conocido desde el siglo XIX. Desde hace décadas, los científicos de varios países intentan encontrar en vano una vacuna.
El Ejército de Estados Unidos, a través del Instituto de Investigación Walter Reed, fue uno de los principales patrocinadores de la vacuna que ha generado hasta ahora los mejores resultados, creada por Manuel Patarroyo, del Instituto Colombiano de Inmunología. Pero ensayos realizados recientemente han demostrado que la inmunización que se alcanza con la aplicación de esta vacuna no llega al 30% de las personas. El interés del Ejército estadounidense en el paludismo es de antigua data. La enfermedad mató a miles de soldados desde la Guerra de Secesión, pasando por la campañas en África y por la Guerra de Vietnam.
El tratamiento
“Existen dificultades para elaborar vacunas eficientes para enfermedades causadas por protozoos”, dice el infectólogo Marcos Boulos, docente del área de enfermedades infecciosas y parasitarias de la Facultad de Medicina de la USP. Investigadores brasileños como Luiz Hildebrando Pereira da Silva, trabajando a la época en el Instituto Pasteur de París, y la pareja integrada por Ruth y Victor Nussenzweig, de la Universidad de Nueva York, fueron de la partida en ese esfuerzo.
Mientras el mundo se abocaba a la búsqueda de la vacuna, investigadores brasileños se dedicaban a llevar adelante estudios que solamente podían hacerse acá, como es el caso de los mecanismos de proliferación de la afección. Se desarrolló una estrategia tendiente a reducir los casos de malaria a la mitad en 2002. Ésta consiste en diagnosticar y tratar rápidamente a los pacientes, para disminuir el contingente de mosquitos contaminados. Es la manera de hacerlo, pues los anofelinos, los vectores de la malaria, son cada vez más resistentes a los insecticidas. “Nuestra investigación en malaria es de nivel internacional”, dice Boulos. “Brasil y Tailandia se destacan en este campo.”
Gracias al empeño de los investigadores, y también al aumento de los fondos destinados a estudios sobre enfermedades tropicales, Brasil muestra hoy en día diversos signos de vitalidad en ese terreno. El Instituto Manguinhos, de la Fundación Instituto Oswaldo Cruz, de ser un centro irradiador de soluciones contra la fiebre amarilla y el mal de Chagas se convirtió en un complejo productor de vacunas antivíricas.
El Instituto Butantan, fundado en 1901 por Vital Brazil para fabricar sueros contra la peste bubónica, terminó transformarse en un centro de referencia en animales ponzoñosos y, más recientemente, en la fabricación de vacunas de todo tipo. En Pará, el Instituto Evandro Chagas, vinculado al Ministerio de Salud, es conocido en el mundo entero como el principal centro de investigación en leishmaniasis y en virus transmitidos por mosquitos y garrapatas.
“En los últimos veinte años ha crecido significativamente el financiamiento a los estudios de enfermedades tropicales, como así también han crecido las posibilidades de entablar sociedades con grupos de investigación de otros países”, dice Boulos. Según el investigador, el interés de los países desarrollados en las enfermedades tropicales adquirió fuerza gracias a la globalización. “Como mil millones de personas realizan viajes aéreos todos los años, las enfermedades han dejado de respetar fronteras.”
La trayectoria de la enfermedad de Chagas incluye uno de los momentos más felices de la investigación brasileña en medicina tropical. Carlos Chagas (1879-1934), de un solo golpe, describió en 1907 al parásito (denominado Trypanosoma cruzi, en homenaje a Oswaldo Cruz), a su vector (la vinchuca), al reservorio doméstico (el gato) y a la enfermedad, que llevó su nombre. Este logro, inédito en la historia médica, permitió la creación de estrategias tendientes a terminar con el insecto transmisor de la enfermedad, que lleva a un crecimiento del volumen del corazón y a la insuficiencia cardíaca. Entre los años 1980 y 1990, se logró erradicar a la vinchuca gracias a una campaña gubernamental capitaneada por el médico José Carlos Pinto Dias, y al cambio en el modelo de viviendas de las zonas rurales brasileñas. Se acabaron aquellas casas de madera en cuyas paredes proliferaban las vinchucas.
El concepto de enfermedad tropical surgió en Europa y se refería a una colección de enfermedades exóticas frecuentes en las regiones coloniales de clima cálido. En la práctica, muchas de estas afecciones son únicamente males ocasionados por la pobreza, la falta de saneamiento y la desnutrición — más frecuentes en los trópicos que en las civilizaciones templadas. Brasil importó esa visión. El Instituto de Medicina Tropical de la Facultad de Medicina de la USP fue creado en la década de 1950 por el profesor Carlos da Silva Lacaz, luego de que éste pasara una temporada en Hamburgo, Alemania, en un instituto similar.
Tras la movilización nacional de comienzos del siglo XX, la investigación de las enfermedades tropicales se granjeó un cierto estigma. Cuando la medicina hizo su eclosión en decenas de especialidades, el trabajo con enfermedades tropicales empezó a ser visto como un área anticuada y carente de fascinación. Los nuevos campos del conocimiento seducían más a los estudiantes, que avizoraban que través de éstos se expandirían las fronteras de la ciencia. Mientras tanto, la medicina tropical, con el patrocinio de la Fundación Rockefeller, planteaba la erradicación de enfermedades, como si ella misma fuese a extinguirse algún día.
“Ese descompás se da aún hoy en día”, afirma el veterano infectólogo Vicente Amato Neto, docente de la Facultad de Medicina de la USP. “Existe una corriente que se intitula como la de ?los nuevos infectólogos?, que sostiene estar preocupada con las infecciones hospitalarias, las infecciones pos-quirúrgicas o los pacientes inmunodeprimidos”, dice. “Se olvidan que existen innumerables enfermedades infecciosas que deben combatirse y que Brasil tiene un rico historial en ello.”
Preocupaciones
Pero siempre surgen nuevos retos. El avance de las hepatitis virales B y C, por ejemplo, adquiere ribetes cada vez más preocupantes, con el incremento de casos de cirrosis y de cáncer de hígado, que hacen a su vez crecer las listas de espera para transplantes. De acuerdo con la visión de los expertos, estas lesiones podrían evitarse si se aplicase el diagnóstico precoz y el tratamiento adecuado. La tuberculosis, que reapareció como enfermedad oportunista asociada al Sida y se diseminó, encarna otro desafío.
Eso sin olvidar el temor existente de que enfermedades emergentes lleguen a Brasil. Las epidemias del Síndrome Agudo Respiratorio Severo (Sars) y la gripe del pollo reflotaron tal resquemor recientemente. Brasil también se prepara para afrontar esas adversidades. El recientemente inaugurado Laboratorio Klaus Eberhard Stewien, con sede en el Instituto de Ciencias Biomédicas de la USP, es el primero del país con nivel máximo de bioseguridad 3+.
Es casi el máximo posible para la investigación civil ?solamente hay instalaciones más sofisticadas en los Centros de Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de Atlanta, Estados Unidos, referencia mundial en enfermedades emergentes. Este laboratorio es el primero de una serie de 12 que han empezado a construirse en el país. Estas unidades brindaran la seguridad y las condiciones adecuadas para llevar adelante investigaciones de agentes de enfermedades tropicales de todo tipo.
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