Una página casi olvidada de la historia de las Industrias Reunidas Francesco Matarazzo, antiguo imperio agroindustrial que en la década del 30 llegó a ser el mayor conglomerado empresarial de América del Sur, ha sido rescatada con la conclusión de un trabajo sobre la vida de los trabajadores rurales de una de las propiedades favoritas de la famiglia: la estancia Amália, en Santa Rosa de Viterbo, en la región de Ribeirão Preto, nordeste paulista. En el proyecto Mujeres de la Caña: Memorias, que fue financiado por la FAPESP, la socióloga Maria Aparecida de Moraes Silva, de la Universidad Estadual Paulista (Unesp), acabó haciendo más que lo que se había propuesto inicialmente. Reconstituyó en detalles el día a día de semiservidumbre, trabajo casi ininterrupido y aislamiento no solamente de las cortadoras de caña, su objeto de estudio por excelencia, sino también de familias enteras (hombres y niños inclusive) que dieron su sudor para extender la grandeza de Amália a sus más de 26 mil hectáreas (11 mil alqueires).
El estudio enfoca un período de más de 60 años de la historia de la hacienda, que aún hoy, después de haber sido desmembrada y arrendada, continúa en parte bajo control de los Matarazzo. Comienza en la década del 30, época en la que la caña toma definitivamente el lugar del café en Amália, y los trabajadores viven como colonos en casas dentro de los dominios de la propiedad. Pasa por la segunda mitad de los años 60, cuando esos colonos pierden sus empleo fijo y sus viviendas en la estancia (en muchos casos sin percibir la correspondiente indemnización), se transforman en jornaleros (bóias-frias) y tienen que buscar casas para vivir fuera de la propiedad de los Matarazzo. Y termina en los días de hoy, signados por la creciente mecanización del trabajo de la tierra y la falta de empleo crónico para los trabajadores o sus descendientes en los cañaverales, ya sea en Amália o en otras haciendas de la región.
En cada una de esas etapas, la relación de los cortadores de caña, la mayoría analfabeta o con conocimientos rudimentarios de la lengua escrita,con los señores de Amália transcurre con bases diferentes. A cada mudanza, la situación del trabajador rural va tornándose más precaria, a despecho de algunas mejoras localizadas, como el uso de botas y ropas más adecuadas para el corte de la caña. En el período cubierto por el estudio, la categoría de los cortadores de caña – la más numerosa (quizás haya llegado a 5 mil personas) y con menor status dentro de la jerarquía de los empleados/habitantes de Amália – experimentó un progresivo descenso social. “Es una historia de vencidos”, sentencia Moraes Silva.
El día a día del colono
Hasta finales de la década del 60, cuando los cortadores de caña de Amália exhibían la condición de colonos y residían en casas construidas por sus patrones y esparcidas por las tierras de la propiedad, un día de trabajo en la estancia era, literalmente, un día dedicado religiosamente al trabajo. Y no era otra cosa que eso. A las 5 de la mañana, con la primera campanada, los colonos despertaban. Desayunaban e iniciaban una jornada de trabajo que iba hasta las 9 de la noche, cuando la campana volvía a tocar. Con breves pausas para el almuerzo y la merienda.
En la época de cosecha, domingos y feriados también eran días de pasar el facón por el cañaveral, extendiéndose la labor a veces hasta la noche, según algunos relatos levantados por Maria Aparecida. ¿Vacaciones? Ni pensarlo. Esos trabajadores todavía no tenían ese derecho. Para las mujeres, la jornada en general era más larga y doble. Ellas se levantaban más temprano que los maridos para preparar el desayuno y, después de las horas de trabajo en el cañaveral, todavía tenían que cuidar a los niños, preparar la cena y ordenar la cocina antes de dormir.
Formalmente, el jefe de la casa, en general el hombre, era el único trabajador amparado por un vínculo laboral con Amália. Éste tenía el llamado título, era el empleado registrado por los patrones. Pero, en la práctica, todos los dependientes que integraban su clan – mujer e hijos, sobre todo después de los 5 años de edad – iban al cañaveral. Las pequeñas manos de esos chicos eran reservadas para la tarea de hacer atados con las caña cortada por los adultos.
A la hora de recibir la paga, la cantidad de caña cortada por toda la familia era pesada y contabilizada. El valor asignado – un número mágico cuya lógica que le diera origen les era escamoteada a los cortadores de caña – le era entregado a uno de los empleados, el titular. Para cualquier efecto (sobre todo a los efectos legales), toda esa caña cortada era producto de la faena de un solo empleado. Como no tenían ningún amparo legal, los dependientes del titular, aunque fueran tratados en el hospital de la hacienda cuando se herían, no recibían ningún tipo de indemnización si sufrieran algún accidente de trabajo. El estudio tuvo acceso a procesos contra Amália accionados por trabajadores accidentados, no titulares, que no fueron indemnizados por la empresa.
Pero la estrategia de explotación no paraba allí. Los cortadores de caña percibían una remuneración, pero llegado el día de pago, ningún dinero tocaba sus manos. Las toneladas de caña cegadas durante el mes les garantizaban a las familias de los trabajadores un vale (o una orden), que, obviamente, debía ser trocado por comida y remedios en los almacenes y farmacias existentes en la propiedad. Es decir, lo poco que se ganaba se gastaba allí, dentro de la propia Amália. Casi siempre consumían productos con la marca Matarazzo, provenientes de las más de 350 fábricas que el grupo llegó a tener. Algunas de éstas funcionaban en la propiedad de Santa Rosa de Viterbo, en otras áreas de la hacienda.
En muchos casos, el titular no lograba cubrir todos sus gastos con los vales que recibía de su patrón. Los débitos en el almacén o en el boticario (léase con los Matarazzo) aumentaban mes a mes y acababan generando la llamada servidumbre por deuda. “Era pedir a Dios para no caer enfermo. Si teníamos que comprar un frasco de remedio, ni veíamos el pago”, recuerda el ex cortador de caña João Flausino, de 72 años. Incapaces de saldar la cuenta negativa, algunos trabajadores tomaban una decisión extrema: abandonaban su casa y huían de la estancia. De tan frecuentes, las fugas generaron una expresión entre los cortadores de caña de Amália para designar a los que dejaban la propiedad en medio de la oscuridad protectora de la madrugada: “Fulano de tal anocheció y no amaneció”.
A sabiendas de que la vida dura de los cortadores de caña en Amália podría convertirse en un excelente combustible para inflamar y unir a los trabajadores, los Matarazzo trataron de dispersar a los colonos por su inmensa propiedad. La estrategia tenía el explícito objetivo de dificultar el contacto entre los empleados, minando así la organización de grandes movimientos contestatarios. Según el análisis de Moraes Silva, los colonos de Amália fueron instalados en viviendas erigidas en 21 secciones rurales, pequeñas villas situadas en diferentes partes de la propiedad, en medio de los cañaverales.
Cuando no estaban trabajando en el corte de la caña, los trabajadores quedaban confinados en sus secciones, sin mucho contacto con sus pares de otras secciones. El aislamiento solo se quebraba los fines de semana en los que había fiestas en las secciones y partidos de fútbol en la cancha de la hacienda. “Había en Amália una especie de relación feudal. Los trabajadores prácticamente no salían de sus secciones”, dice la profesora jubilada de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Unesp en Araraquara. Además de la farmacia y el almacén, cada sección albergaba a un grupo de cerca de cien titulares. Reunía, por lo tanto, más o menos igual número de casas destinadas a las familias de los trabajadores. Baños y piletas de lavar comunitarias eran instalados para el uso de grupos de cuatro o cinco casas. “Cada mujer tenía un día asignado para lavar la ropa”, recuerda Maria de Lurdes da Silva, de 57 años, ex residente de Amália. Alrededor de cada casa, estaba permitido mantener algún tipo de huerta o pequeños criaderos de animales.
Agua y luz
Por los testimonios y evidencias levantados en el estudio, no todas las secciones contaban con agua corriente y luz eléctrica. Además de las moradas de los cortadores de caña, construcciones precarias de madera o piedra, estaban la casa del administrador de la sección, la del capataz y la del fiscal. Algunas secciones tenían escuela. Las mejores casas eran ocupadas por los empleados de confianza de los Matarazzo. Refinando el sistema de segregación, los señores de Amália evitaban juntar en un mismo lugar a trabajadores italianos (esa minoría tenía una sección exclusiva, con casas de mejor nivel) y el grueso de los colonos brasileños.
La familia Matarazzo tenía poco contacto directo con sus empleados, sobre todo con los más humildes. Según el relato de muchos ex empleados, era común que los cortadores de caña se escondieran en el seno de los cañaverales, a pedido de sus jefes y capataces, con el fin de “limpiar” el camino al paso de algún miembro de la familia. Los Matarazzo eran temidos y, no raramente, reverenciados por los trabajadores.
Para componer el escenario de las relaciones laborales en la hacienda Amália, situada en una de los regiones rurales más ricas del estado de São Paulo (por no decir de Brasil), Moraes Silva necesitó cuatro años de investigación y recurrió a varios tipos de fuentes de información. Con la ayuda de tres alumnos, becarios del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq), analizó la trayectoria de vida de 70 hombres y mujeres que pasaron por los cañaverales de la propiedad. Esas personas y sus familiares (esposos/as, hijos e incluso padres) respondieron a cuestionarios con datos biográficos y contaron su historia en entrevistas, que redundaron en más de 140 horas de testimonios grabados.
Fueron también encontradas y analizadas 208 causas laborales contra la Usina Amália (ingenio) iniciadas por ex empleados (122 en el tribunal de Santa Rosa y 86 en São Simão) y escuchados dos jueces que juzgaron esas acciones. La investigadora no logró tener acceso a los descendientes de la familia Matarazzo, cuyos testimonios ciertamente habrían servido de contrapunto a los datos relevados en la investigación. La revista Pesquisa FAPESP intentó entrevistar a alguien de la familia, pero tampoco tuvo éxito.
Un minucioso relevamiento iconográfico de las vidas de los cortadores de caña logró reunir 300 fotos. Muchas de esas imágenes fueron cedidas por los entrevistados, algunas fueron rescatadas en la Fundación Cultural Santa Rosa de Viterbo, y otras (las más recientes) fueron tomadas por la propia investigadora o sus colaboradores. Prácticamente no existen fotos de trabajadores cortando caña, fundamentalmente de las décadas más distantes. Este hecho es interpretado como un indicio de que los propios trabajadores desvalorizaban su condición social. Cuando estaban en condiciones de gastar dinero en fotos, los cortadores preferían retratar momentos de esparcimiento, en fiestas o eventos.
Los orígenes de Amália
Probablemente nunca existió una hacienda como Amália en el estado de São Paulo. Por lo menos no con los mismos ingredientes y sofisticación que hicieron de esa propiedad una de las preferidas de los Matarazzo. Habiendo sido originariamente una hacienda de café, antes de ir a parar a manos del por entonces mayor grupo industrial brasileño, Amália pertenecía a Henrique dos Santos Dumont, hermano del padre de la aviación. Aunque con sede en Santa Rosa de Viterbo, el inmueble rural extendía sus más de 26 mil hectáreas por el territorio de los municipios de São Simão, Serra Azul, Cajuru y Tambaú. En la década del 20, Santos Dumot decidió deshacerse de esa enorme área, equivalente al 40% de la superficie de la ciudad de Ribeirão Preto.
En esa época, tras haber dejado atrás el cultivo de café haberse abocado a la plantación de caña de azúcar, gesto que sería imitado décadas más tarde por otras estancias de la región de Ribeirão Preto, la propiedad ya contaba con un ingenio de azúcar, una destilería de alcohol y un pequeña ferrocarril. Dando sus primeros pasos en el mundo de la agroindustria, Amália suscitó el interés de tres empresarios de São Paulo, que la compraron en sociedad. Francisco Schmidt, Alexandre Siciliano y el conde Francesco Matarazzo fueron socios en la hacienda hasta 1931.
Ese año, tras innúmerables desavenencias con los colegas del negocio, el fundador de IRFM le dejó su parte en el inmueble rural a su hijo y futuro sucesor, Francisco Matarazzo Jr. Amante de las plantas y los animales, el joven se interesó por Amália. Intentó inmediatamente arrebatarles su parte a los otros socios y se convirtió así en el único dueño del emprendimiento. Era el inicio de una pequeña revolución, que acentuaría la ya viva vocación agroindustrial de la hacienda.
El libro comemorativo Matarazzo 100 Anos (Matarazzo 100 años), editado en 1982 por la propia familia, resume muy bien las transformaciones operadas por la nueva visión al frente de la hacienda: “La organización industrial de Amália siguió el modelo tradicional de la familia: máximo aprovechamiento de la materia prima. Así, aliada al ingenio y la destilería, el conde Junior instaló una fábrica de cartón, para utilizar el bagazo de la caña; una fábrica de ácido cítrico, procesado por fermentación alimentada de la melaza de la caña; y una fábrica de éter sulfúrico, aprovechando el excedente de alcohol”. Además de implementar esas nuevas unidades industriales y erigir un imponente palacete residencial en su propiedad, Francisco Matarazzo Jr. creó en 1937 una fábrica de dulces y conservas. Produtos Amália usaba como ingredientes los frutos de los nuevos cultivos introducidas en la hacienda, membrillo, guayaba y ananá (piña).
Con el tiempo, Amália se convirtió en el centro neurálgico de la vida en Santa Rosa. Incluso desde el punto de vista de la vida social. A fin y al cabo, además de ser una potencia agroindustrial, la hacienda contaba con cine, cancha de fútbol, iglesia, escuela y hospital. Organizaba las mejores fiestas, casamientos y bailes de carnaval. Y albergaba un palacete que ninguna otra hacienda tenía, y casi nadie veía. Era una ciudad dentro de la ciudad.
Puede reprobarse moralmente el sistema de titularidad, que permitía pagarle solo al jefe de la casa y valerse de la mano de obra de toda la familia, pero no condenarlo desde el punto de vista legal, no por lo menos hasta 1963. Solo ese año entró en vigor el Estatuto del Trabajador Rural, que iguala los derechos del hombre de campo a los del trabajador urbano y torna ilegal el sistema de titularidad. A partir de esa fecha, el cortador de caña comienza a tener derecho a vacaciones, aguinaldo, registro para cada trabajador y no solo para el titular, atención médica estatal y jubilación. Según Maria Aparecida, como la legislación anterior a la creación del estatuto era omisa con relación a los derechos de los trabajadores rurales, predominaban los contratos particulares entre patrones y empleados, como los de titularidad.
Sin embargo, en 1964, con la instalación de la dictadura militar en Brasil, comienza a crearse un fundamento jurídico-legal – leyes de Seguridad Nacional y de Huelgas – que sería usado por algunos patrones de estancia para librarse de los colonos sin tener que pagar los nuevos derechos que el estatuto preveía. Y en su lugar, reclutar a los mismos trabajadores en la condición de temporarios, jornaleros, que no contaban con casi ninguna protección laboral y para los cuales no era ya necesario brindar vivienda.
La socióloga Moraes Silva apunta la eclosión de un evento en 1966, fruto de ese nuevo contexto, que se transformaría en una hito en la trayectoria de los trabajadores de Amália. Hubo una huelga de seis días en demanda de mejoras salariales y mejores condiciones de trabajo. Según evidencias y testimonios de ex empleados, recabados por la investigadora, ese movimiento fue, secretamente, insuflado por la dirección de Amália, que controlaba el recientemente creado sindicato de trabajadores rurales.
Terminada la huelga, la dirección de Amália comenzó a despedir a los colonos que participaron del movimiento. “Poca gente de la que participó de la huelga volvió al trabajo”, recuerda el jubilado Alcides Brandão, de 77 años, que vivió de 1950 a 1972 en Amália. Para la socióloga, las razones que motivaron el acto de protesta de los trabajadores son hoy bastante cristalinas. “La huelga fue arquitectada por la empresa (los dueños de Amália) con el aval de la dictadura militar, creando así un pretexto para deshacerse de los colonos sin tener de pagarles sus derechos e indemnizaciones, en especial las jubilaciones de los empleados más antiguos. Fue una trampa”, dice la profesora.
Ni bien un cortador era despedido y convencido a dejar la hacienda, su antigua casa era derrumbada por los patrones. De esa manera, se imposibilitaba su regreso a la propiedad en la condición de colono y empezaba a extinguirse el sistema de titularidad, basado en la concesión de casa y trabajo a los cortadores de caña. Como casi nadie se mostraba satisfecho con el acuerdo de cuentas propuesto por el patrón, hubo una avalancha de acciones judiciales contra Amália, cuestionando los valores de las indemnizaciones.
Mientras la disputa judicial se arrastraba por los pasillos de los tribunales, los cortadores de caña en litigio lograron el respaldo legal para continuar residiendo en sus casas. Podían continuar viviendo en ellas hasta que saliese la sentencia final de los jueces, pero los Matarazzo no les dieron más trabajo, por lo menos oficialmente. Y les impusieron represalias. “Después de la acción contra el ingenio, ellos (los patrones) acabaron con los animales y la huerta”, cuenta Helena Teodoro, de 82 años, que vivió durante casi tres décadas en Amália.
En algunos casos, el impasse judicial duró cinco años. Para sobrevivir, esos colonos despedidos, pero en la práctica viviendo aún en la hacienda, tuvieron que ganar su sustento a escondidas de sus ex patrones. Pasaron a ser contratados como trabajadores temporales por contratistas que empezaron a abastecer de jornaleros a los cañaverales de Amália. Maria Aparecida sospecha de que algunas de esas contratistas eran empresas creadas por los propios dueños de la hacienda. En las más de 200 causas laborales recabadas por el estudio, los dos jueces paulistas que analizaron buena parte de los casos solían darle la razón a los empleados. Pero la Justicia era lenta y permitía una serie de recursos y artimañas jurídicas. Antes de ser objeto del veredicto final, una acción, por ejemplo, podría pasar – pasear, quizás sea el término más adecuado – por una serie de instancias, como los tribunales de Santa Rosa, Ribeirão Preto, São Paulo, Río de Janeiro y, finalmente, Brasilia.
Años de indefinición hicieron que mucha gente desistiera de exigir sus derechos ante la Justicia u optara por un acuerdo poco ventajoso. “Los que ganaron acciones consiguieron dinero suficiente para comprar una casita”, dice la socióloga. Resultado: en los primeros años de la década del 70 el proceso de expulsión de los colonos prácticamente se había cerrado y el sistema de reclutamiento de jornaleros para el cañaveral ya era una realidad sin retorno. Pocos de los ex colonos despedidos se quedaron en Santa Rosa de Viterbo. La mayoría se vio obligada a ir hacia otras ciudades, distante de la influencia de los Matarazzo. Maria Aparecida localizó grupos de ex residentes en Amália en Leme y Barrinha.
Rescate de la historia del campo
El interés por rescatar historias del campo, como la de los cortadores de caña de Amália, tiene que ver con los orígenes rurales de Moraes da Silva. Nacida en Altinópolis, municipio próximo a Ribeirão Preto, donde la tierra colorada hace florecer cafetales, la investigadora se acuerda de la infancia en la hacienda de la familia, una propiedad de 242 hectáreas. “Llegué a trabajar en el plantío y en la cosecha del café. Pero mi padre siempre quiso que sus hijos estudiaran”, recuerda. Fue lo que ella hizo. Se graduó en Ciencias Sociales e hizo su maestría y su doctorado en Francia, siempre estudiando lasformas de explotación del trabajo agrícola. Entre sus recordaciones antiguas, se destaca la imagen de los trabajadores rurales migrantes, oriundos de otros estados, en la región de Ribeirão Preto, en busca de trabajo en los cañaverales.
Como se sabe, ese cultivo agrícola acabó tomando el lugar de los cafetales, que habían dado fama y fortuna a la elite local. A mediados de la década del 80, Maria Aparecida comenzó a trabajar en la cuestión de las mujeres y de los migrantes en el medio rural paulista. En 1988, para imbuirse del modo de vida del migrante, llegó a permanecer 40 días en el Vale do Jequitinhonha, región del norte de Minas que se extiende hasta el límite con Bahía. El Jequitinhonha es conocido por ser una de las áreas más pobres del país, una especie de antesala de las miserias y llagas que asolan al vecino nordeste. Con años de experiencia y trabajo sobre la condición de la mujer del campo, la investigadora escribió el libro Errantes do Fim do Século (Errantes de Fin del Siglo), financiado por la FAPESP, CNPq y Fundunesp, obra que, en 1999, obtuvo la mención de honor del premio Casa Grande e Senzala, de la Fundación Joaquim Nabuco, de Recife.
Situación actual
No es raro encontrar actualmente familias de ex trabajadores de Amália siendo comandadas por mujeres. Eso responde básicamente a dos motivos: o el antiguo jefe de la casa murió, a veces en razón de alguna enfermedad producto de los años de trabajo en los cañaverales, o aún está vivo, pero se ha tornado más un fardo que un pilar en su clan. A causa de la dificultad para encontrar empleo en la ciudad y por su inadaptación al nuevo tipo de existencia sin el bastón protector-opresor de los antiguos dueños de Amália, muchos ex colonos se volvieron alcohólicos.
Para desempeñar ese nuevo rol de apoyo emocional y financiero del hogar, esas mujeres tienen que vencer desafíos aún mayores que los su pasado de colona. Compitiendo ahora con hombres más jóvenes y máquinas que se hacen cargo del corte de la caña, las mujeres jornaleras enfrentan enormes dificultades para encontrar empleo en el ámbito rural. Restan a ellas pocas alternativas de laborales, en general las peores, aquellas que ni hombres ni máquinas hacen o desean de hacer. Trabajos como juntar, agachadas, bitucas en el cañaveral (los extremos de caña que las máquinas dejan después de ejecutar el corte) o manipular agrotóxicos en viveros.
El cuadro compuesto por el estudio tampoco apunta perspectivas de mejoras familiares en razón de la ascensión social de las nuevas generaciones que componen esas familias. Pese a que tiene más alto grado de escolarización que sus padres, los hijos y nietos de ex trabajadores rurales de Amalia continúan ocupando los estratos inferiores de la sociedad. Cuando consiguen trabajo, son como empleadas domésticas, albañiles o para arruinarse en cañaverales o en la cosecha de otros cultivos en el interior paulista. “Al igual que sus padres, ellos perpetúan lo que se denomina destino de clase. Nacen, crecen y se relacionan con personas de su propio estrato social”, afirma la socióloga Moraes Silva.
Un palacete italiano en medio los cañaverales
No muy distante del sudor de los cañaverales y de los engranajes del sector agroindustrial de Amália, una imponente construcción encarnaba (y aún encarna) la pompa y el poder asociados durante décadas del siglo pasado a la aristocrática familia de Castellabate que vino a hacerse la América a Brasil: el palacete, con sus alamedas y jardines, que servía de residencia a los Matarazzo en sus visitas a Santa Rosa de Viterbo. No se debe confundir ese edificio, único en la historia rural paulista, con la tradicional casa-grande que funcionó como sede de las antiguas haciendas de café del estado.
Proyectado por arquitectos italianos, el palacete era decorado con frescos florentinos, estatuas en estilo renacentista y gravados del artista plástico francés Jean-Baptiste Debret, que vivió en Brasil al inicio del siglo XIX. Sus jardines fueron creados en la década del 30 por el conde Francisco Jr., hijo y sucesor del fundador del grupo, que alimentaba especial devoción por la propiedad. En el libro Matarazzo 100 Anos, obra editada por la familia en 1982, el aprecio del empresario por el lugar es descrito así: “Quería crear una isla de ensueño en la cual pensaba reposar e incluso vivir, y recibir a sus hijos en armonía. Amália era ‘su’ casa. Le gustaba recibir allí a sus amigos y personalidades.”
Para los trabajadores rurales de Amália, el palacete era más que un sueño. Era un misterio completo. La entrada en el distinguido local era prohibida para ellos, y según los relatos recabados por la socióloga Maria Aparecida de Moraes Silva, poquísimos cortadores de caña llegaron efectivamente a verlo alguna vez. “Como un castillo de la Edad Media, el palacete, en la cabeza de esos trabajadores, evocaba el mundo de los cuentos de hadas”, afirma.
A fin de facilitar el acceso de sus miembros y sus ilustres invitados – el presidente Juscelino Kubitschek y el político y empresario norteamericano Nelson Rockefeller firmaron el libro de visitas de Amália – a ese ambiente de lujo y placer, los Matarazzo construyeron incluso una carretera particular, conectando el centro de Santa Rosa al palacete. Actualmente, quienes pasan por la plaza Mariah Pia, en el corazón de la ciudad, aún ven el portón, cerrado con candado y escoltado por dos leones de metal, que delimita el inicio del camino a la hacienda. El palacete es una de las pocas partes de Amália que aún pertenecen a los Matarazzo.
Los huérfanos de Amália
Al tomar conocimiento de la vida de privaciones y trabajo semiesclavo que llevaban los cortadores de caña de Amália, la primera reacción de muchas personas es concluir que nadie debe sentir nostalgia de haber pasado por la hacienda. Esa impresión, no obstante, es falsa. Empero algunos, generalmente los más jóvenes, no ahorren críticas para sus ex patrones, muchos de los ex colonos – hoy sueltos por el mundo, fuera del universo rural cerrado y controlado a sangre y fuego por los Matarazzo – aún guardan buenas recordaciones de aquella época difícil.
Evocan el compañerismo que reinaba entre los habitantes de la hacienda. Hacen referencia al gran movimiento de gente en Amália los domingos y días de fiesta, cuando la propiedad se convertía en el centro de entretenimiento en Santa Rosa de Viterbo. Las mujeres de edad más avanzada recuerdan que, al nacer, sus hijos eran agasajados con pequeños obsequios que habrían sido confeccionados por la propia condesa Mariangela Matarazzo, esposa del conde Francisco Matarazzo Jr. Pero hay un gesto de sus antiguos patrones que la mayoría de esos ex colonos no entendió – ni perdonó – hasta hoy: ¿por qué al final ellos perdieron sus casas en Amália y fueran puestos de la cerca para fuera, en muchos casos sin percibir sus correspondientes indemnizaciones?
Responde la palabra Maria Aparecida Brandão Flausino, de 50 años, quien junto a sus padres y ocho hermanos vivió y trabajó de los 7 a los 19 años en los cañaverales de Amália. “Me sentí muy mal cuando nos echaron de allí”, dice esta mineira (de Minas Gerais), bajita y robusta, que aún hoy trabaja como cortadora de caña o en la cosecha de otros cultivos – cuando consigue emplearse – en los alrededores de Leme, donde reside actualmente. “La vida en la hacienda era dura, se trabajaba mucho, pero era buena. Podíamos plantar arroz, fríjoles, maíz. Era más fácil que en la ciudad. Acá hay que comprar todo en el mercado, hay que tener crédito.” En su modestísima casa, casi sin la menor terminación y compuesta por dos minúsculos cuartos, una sala/cocina, un pasillo con una pileta de lavar y un patio de fondo, viven seis personas: ella, el marido, José Aparecido (50 años), tres hijos y un nieto.
Como los hijos están sin empleo estable y el marido no se aleja de la compañía de la bebida, Maria Aparecida es el sostén de la casa. Por suerte, ella aún tiene una buena salud y disposición para trabajar. Los años cortando caña curvada aún no afectaron su espalda, como sucede con muchos trabajadores. Su poco más de un metro y medio parece haberla salvado, por ahora, de los dolores de columna. Quién es de baja estatura tiene que curvarse menos para podar la caña.
Nacida en una casa de campo entre Santa Rosa y São Simão, Fátima Aparecida Silva Pereira, de 42 años, cortó caña en Amália durante ocho años, de 1970 a 1978. Ella no vivió la época de los colonos y nunca pudo vivir en la estancia, la mejor fase al decir de la mayoría de los ex residentes en la propiedad. Vivía en Santa Rosa y prestaba el servicio en condición de jornalera para contratistas que arrendaban mano de obra para los cañaverales. Siempre activa protagonista en las huelgas y movimientos contestatarios que comenzaron a surgir en la región a partir de la segunda mitad de la década del 60, a Fátima le gustaba el clima amigable entre sus socios de lucha, pero tiene una visión más ácida sobre su paso por Amália. “Todo el mundo salió de ahí con problemas (de salud). Yo tenía dolores en la espalda, y las venas de las piernas a veces reventaban durante el corte. Nosotros también manipulábamos veneno (fertilizantes, agrotóxicos) y no teníamos máscara ni nada”, cuenta Fátima,que tiene prominentes várices en las piernas.
Tras la experiencia en Amália, ella pasó por otros cañaverales e incluso intentó ocuparse como empleada doméstica en Ribeirão Preto y São Paulo. Pero no se adaptó a la vida entre cuatro paredes. “No me gustaba estar presa dentro de una casa. Cortar caña es más divertido”, compara. Fátima regresó entonces a Santa Rosa, pero después de casarse y tener una hija (Maria Brígida, de casi 5 años), tuvo que abandonar definitivamente su antiguo oficio. “Mujer con várices y un hijo hoy no consigue trabajo (de jornalera en las contratistas)”, dice, resignada. La salida fue hacer y vender camisetas, cajas y chinelas (ojotas) para reforzar el presupuesto doméstico. Su marido, Adilson Pereira, gana poco más de 7 reales por día colocando veneno para las hormigas en un antiguo cañaveral de Amália, actualmente bajo control de una firma que arrienda la tierra de los Matarazzo. Su sueño es mudarse de ciudad y probar suerte en otro lado. “Amália acabó. Para nosotros y para los Matarazzo. Acá no hay trabajo, no hay gente interesada en artesanías. Tengo que pensar en mis hijos. No se puede vivir con 200 reales por mes.”
¿Pero al final, quiénes son hoy los huérfanos de Amália? Es casi imposible saber cuántos cortadores de caña que pasaron por la estancia aún están vivos. Pero las 70 personas cuya historia de vida fue rescatada en el trabajo de la socióloga Maria Aparecida de Moraes Silva, de la Unesp, presentaban el siguiente perfil. Más de la mitad era paulista de nacimiento, un 30% era de Minas Gerais. Dos tercios de los escuchados eran blancos y un tercio era negro o pardo. Un 55% era de sexo masculino y un 45% femenino. Casi el 85% tenía más de 50 años (los más viejos superaban los 90 años). Nueve de cada diez entrevistados eran analfabetos o tenían el primario incompleto. La mitad de los individuos que prestaron declaración eran jubilados, un 12% se definía como desempleado, un 10% era de amas de casa, otro 10% trabajaba en el campo y un 7% se encontraba retirado del trabajo (probablemente sin haber conseguido jubilarse). El resto tenía otros tipos de ocupación.
Algunos ex colonos de Amália presentan sentimientos contradictorios en relación al período vivido en la hacienda, un mixto de amor y odio para con los métodos implantados por los ex patrones. Es el caso del jubilado Joaquim Lourenço dos Anjos, de 77 años, colono de Amália entre 1944 y 1977 y actualmente dueño de una casa en Leme. Durante su estada en el complejo agroindustrial de Santa Rosa, ele fue cortador de caña y también ejerció las funciones de capataz y guardia nocturno. Hasta hoy habla con orgullo de haber ganado el premio en el tercer lugar como mejor cortador de caña en la hacienda en 1955. En la línea del obrero común, seguía los consejos de su padre, también residente en Amália, y era contrario a las huelgas. “Creía que eso era pérdida de tiempo. Los Matarazzo tenían mucho dinero y compraban todo y a todos”, dice.
Aunque diga que la vida en la sección São Lourenço, donde se encontraba su casa de colono, era “muy buena”, hace una serie de salvedades al sistema vigente en la hacienda. “Para decir la verdad, trabajábamos gratis, éramos muy explotados. Si hubiera venido para acá antes, habría sido mejor”, cree. Ese tipo de opinión, rara entre los huérfanos de Amália, talvez se explique por el hecho de que Joaquim consiguió un empleo razonable en su migración al medio urbano: fue durante diez años guardia en una firma de Leme. Ese puesto le permitió jubilarse y mantener una vida con un mínimo de decencia. La mayoría de sus ex colegas no tuvo esa oportunidad.
El proyecto
Mujeres de la Caña: Memorias (96/12858-2); Modalidad: Auxilio a proyecto de investigación; Coordinadora: Maria Aparecida de Moraes Silva; Inversión: R$ 15.367,00