Larissa RibeiroCada individuo transporta en sí mismo un universo. Literalmente. Se calcula que el cuerpo humano está formado por 75 billones de células y que alberga un número 10 veces mayor de bacterias, un buen porcentaje de ellas (alrededor de 100 billones) en los intestinos. Estos datos no son nuevos, aunque recién ahora han comenzado a despertar el interés de la ciencia y de la medicina. Durante mucho tiempo se creyó que la convivencia con los inquilinos microscópicos, la mayoría de las veces era benéfica para las bacterias y sus hospedadores. E incluso que, a lo sumo, era inocua para ambos. Esta idea de convivencia pacífica, sin embargo, comenzó a cambiar en los últimos años, cuando aparecieron estudios revelando que la intimidad permanente –y, cabe decirlo, inevitable– puede, en algunos casos, traer consecuencias indeseables. Por lo menos, para el huésped.
Un estudio publicado por investigadores brasileños el pasado mes de diciembre en la revista PLoS Biology está atrayendo la atención de mucha gente –sumó 11 mil accesos en menos de tres meses– por poner de manifiesto una situación en la que las bacterias de los intestinos pueden ocasionar perjuicios para el organismo humano. El equipo del médico Mário Abdalla Saad, de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp), demostró que un determinado grupo de bacterias intestinales puede, en determinadas situaciones, iniciar un desequilibrio metabólico que casi siempre conduce al que se convirtió, en tan sólo dos o tres décadas, en uno de los más importantes problemas de salud pública en el mundo: el desarrollo de la diabetes y la obesidad, que afectan, respectivamente, a 350 y 500 millones de personas.
La anomalía que precede a la diabetes y el aumento excesivo de peso es lo que los médicos denominan resistencia a la insulina. Cuando ésta se instala, el organismo deja de utilizar de manera adecuada esa hormona, que permite a las células de los músculos y de otros tejidos extraer el azúcar (glucosa) de la sangre y convertirlo en energía o almacenarlo para su uso posterior. En experimentos con ratones, el equipo de Saad verificó que la causa de la resistencia a la insulina puede hallarse en las bacterias del filo Firmicutes, un grupo que reúne decenas de especies y, junto con otros grupos de bacterias, constituyen la microbiota intestinal.
Un aumento de la proporción de Firmicutes en la microbiota parece incidir en la aparición de la diabetes y la obesidad en dos maneras. La primera es por mejorar la capacidad de extraer energía de los alimentos. Algunas especies de Firmicutes rompen largas moléculas de azúcares (polisacáridos) contenidos en cereales, frutas y verduras, que, de otro modo, no serían aprovechados por el organismo. La segunda es por propiciar el desarrollo de una sutil inflamación, típica en la obesidad, que se disemina por el organismo, e interfiere con el normal aprovechamiento de la insulina.
“La microbiota intestinal no constituye la única causa de diabetes y de obesidad, ni probablemente sea la más importante”, comenta Saad. “Pero constatamos que contribuye a generar una inflamación en el tejido adiposo que inicia un proceso de aumento anormal de peso que luego se perpetúa”, explica el investigador, cuyo grupo identificó hace algunos años que esa inflamación altera el funcionamiento de la región cerebral que controla el hambre y la saciedad (lea Pesquisa FAPESP, edición Nº 140).
No son las Firmicutes las que disparan la inflamación. Estas bacterias, mediante algún mecanismo aún no conocido, parecen facilitar el paso de pequeños fragmentos de otras bacterias por la delicada pared de los intestinos. Estos fragmentos –moléculas constituidas por azúcares y grasa, los lipopolisacáridos (LPS)– atraviesan la mucosa intestinal y se adhieren a receptores en la superficie de diferentes tipos de células del organismo.
Al conectarse con la membrana de los macrófagos, las primeras células defensivas en reconocer a microorganismos invasores y compuestos extraños al organismo, los LPS activan señales bioquímicas que ponen al sistema inmunológico en alerta e inician una inflamación leve, decenas de veces menos intensa que la originada por el ingreso de bacterias en la sangre (infección). La inflamación asociada con una infección se resuelve en días, pero la causada por los LPS puede tardar años y afectar a todo el organismo. En las células de los músculos, del hígado y del tejido adiposo, los síntomas inflamatorios disparados por los LPS, además, generan un efecto distinto: impiden la utilización de la insulina y el ingreso de glucosa en las células: es el fenómeno denominado resistencia a la insulina.
La prolongada exposición a los LPS hace que la resistencia a la insulina se instale, en primera instancia en el hígado, y después, en los músculos, el tejido del cuerpo que consume mayor cantidad de energía. Solamente más adelante, ésta se instala en el tejido adiposo. En ello reside, por cierto, el porqué de que el cuerpo acumule grasas. La glucosa no utilizada por el hígado y los músculos permanece en la sangre y es absorbida por el tejido adiposo. “Las células de ese tejido reciben glucosa y la almacenan como grasa durante mucho tiempo antes de tornarse resistentes a la insulina”, explica Fábio Bessa Lima, del Laboratorio de Fisiología del Tejido Adiposo de la Universidad de São Paulo (USP).
Se necesitaron cuatro años de trabajo para arribar a la conclusión de que las Firmicutes podrían desencadenar la resistencia a la insulina. En el laboratorio de Saad, la bióloga Andrea Moro Caricilli realizó diversos test con ratones hasta identificar la conexión entre la microbiota intestinal con la inflamación y con la resistencia a la insulina.
Todo empezó en 2008, cuando el equipo de Saad obtuvo un resultado inesperado durante un experimento con roedores que había recibido del inmunólogo Ricardo Gazzinelli, de la Universidad Federal de Minas Gerais. Los animales estaban modificados genéticamente para no expresar en la membrana de sus células una de las proteínas –el receptor toll-like 2 o TLR2– que identifica componentes extraños al organismo y dispara la inflamación. En ese momento, investigadores de Canadá y Suiza habían demostrado que, aunque fueran alimentados con una dieta 10 veces más grasa que lo normal, los roedores sin TLR2 no desarrollaban diabetes ni obesidad. Pero el grupo de Saad no lograba reproducir el resultado. “Andrea me mostraba los datos y yo le decía que debía haber algo que estaba mal. Los animales que, en principio, deberían permanecer flacos, habían engordado más que los normales”, relata Saad.
La diferencia se explicaba en parte por las condiciones en que eran criados los animales. Los ratones sin TLR2 del grupo suizo-canadiense vivían en salas asépticas y sus raciones de alimento y agua estaban esterilizadas. Fuera de ese ámbito, adquirían flora intestinal y engordaban un poco. Los animales del laboratorio de Saad no vivían en ambiente estéril, aunque tampoco recibían dieta hipercalórica. Se los alimentaba con raciones normales, y aun así, a los 4 meses de vida, pesaban un 50% más que los roedores sin alteración genética. Desarrollaban diabetes y obesidad todavía más graves cuando se los alimentaba con una dieta rica en grasas.
Luego de repetir los test y cerciorarse que los animales no habían sido intercambiados, Saad y Andrea comenzaron a buscar otras posibles explicaciones. Como esos animales presentaban niveles más altos de LPS en sangre e incremento en los síntomas de inflamación, decidieron analizar su microbiota intestinal. Los ratones sin TLR2 habían desarrollado una flora bacteriana muy distinta a la de los otros animales. Estaba integrada por un 48% de bacterias Firmicutes y otro 48% de Bacteroidetes. La del resto contenía un 14% de Firmicutes, un 43% de Bacteroidetes y un 39% de Proteobacteria.
Esto constituía una buena pista acerca de que el resto de la explicación podría hallarse en la microbiota. En 2006, el grupo del médico estadounidense Jeffrey Gordon, de la Universidad de Washington, había observado que la microbiota de los individuos obesos era distinta a la de quien presenta un peso considerado saludable. La de los obesos estaba conformada básicamente por Firmicutes y Bacteroidetes, con una proporción del primer grupo bastante mayor que la hallada en individuos con un peso adecuado.
Estos hallazgos impulsaron los estudios sobre infectoobesidad, una línea de investigaciones surgida en 1988 que busca en la infección por virus, bacterias y otros microorganismos la explicación para los casos de obesidad no asociados con alteraciones genéticas, sedentarismo o trastornos alimentarios. A pesar de los recientes avances, tales como el mapeo de las bacterias de la microbiota intestinal humana, que identificó casi 400 especies, todavía no existe una buena explicación para el hecho de que la microbiota del obeso sea diferente a la de alguien delgado. “Aún no se sabe si la modificación en el perfil de la microbiota es causa o consecuencia de la obesidad”, comenta la médica Sandra Vívolo, de la Facultad de Salud Pública de la USP, experta en epidemiología de la diabetes.
Los datos recabados por el grupo de la Unicamp sugerían que los ratones sin TLR2 habían desarrollado resistencia a la insulina, tornándose obesos, por albergar una microbiota intestinal diferente. Pero era necesario confirmarlo. Saad y Andrea decidieron entonces realizar otras pruebas. En primer lugar, utilizaron antibióticos para eliminar la microbiota intestinal de los animales. Si ella era la causa de la resistencia a la insulina, al matar las bacterias el problema debería menguar, o incluso, desaparecer. Pasadas dos semanas de tratamiento con antibióticos, la cantidad de bacterias había disminuido drásticamente y la proporción de cada grupo era similar a la encontrada en los animales sin la alteración genética. Mejor aún: la sensibilidad a la insulina se normalizó, la diabetes desapareció y el roedor adelgazó.
Se demostraba así el vínculo entre la microbiota, la aparición de resistencia a la insulina y el aumento de peso. Pero restaba saber si eran las bacterias de los intestinos las que efectivamente iniciaban las alteraciones metabólicas que originan esos trastornos. Para probar esa idea, Andrea trasplantó la microbiota de los roedores que no producían TLR2 y la de animales delgados a ratones con una flora bacteriana más sencilla. Los animales que recibieron la microbiota de los roedores sin TLR2, que contenía elevados niveles de Firmicutes, desarrollaron diabetes y engordaron, mientras que los inoculados con la del grupo control no sufrieron alteraciones. “Estos resultados demuestran que un factor ambiental, la microbiota, se sobrepuso a la protección genética”, dice Saad. “La microbiota es más importante de lo que se pensaba”.
El trabajo de la PLoS Biology abre el camino para buscar nuevas formas de combate y prevención de la diabetes y la obesidad. “No estamos proponiendo el uso de antibióticos para tratar la obesidad; en el estudio los mismos sirvieron para probar un concepto”, aclara Saad. Por cierto, incluso es posible que, de adoptárselos para el tratamiento de obesos, causen más daños que beneficios. La microbiota desempeña funciones esenciales en el organismo, ya que las bacterias producen vitaminas y enzimas que ayudan a metabolizar las grasas. Además, al eliminar una microbiota indeseable, es posible que se instale otra menos favorable aún.
Incluso existen centros en Europa y Estados Unidos que realizan trasplantes de microbiota en seres humanos, aunque de manera experimental, para el tratamiento de infecciones graves. “Hay gente que promueve el uso de esa estrategia en otras circunstancias, pero todavía no hay datos que la justifiquen”, afirma el gastroenterólogo Eamonn Quigley, de la University College Cork, en Irlanda.
Aunque el procedimiento se aprobara para la obesidad, nada garantiza que funcionará. “A largo plazo, el intestino presenta una tendencia a ser recolonizado por su microbiota original”, menciona Quigley. Algunos creen que los probióticos –compuestos que contienen microorganismos vivos– pueden propiciar el desarrollo de una microbiota que evite el aumento de peso. Pero no está comprobado. “Puede ser que funcione preventivamente, antes de comenzar a engordar”, imagina Saad.
Mientras no avancen los experimentos, la solución menos riesgosa consiste en la práctica de ejercicios físicos y la elección de una dieta magra, en especial, en lo referente a las carnes rojas. Investigadores chinos demostraron en 2010 que el consumo de grasas altera la microbiota y conduce a la obesidad. En diciembre, un estudio divulgado en el British Journal of Nutrition arribó a la conclusión de que consumir frutas, verduras, cereales integrales y pescados reduce la inflamación típica de la obesidad.
El Proyecto
Instituto Nacional de Obesidad y Diabetes (nº 08/57952-5); Modalidad Proyecto Temático; Coordinador Mário José Abdalla Saad – FCM/ Unicamp; Inversión R$ 3.292.062,55 (FAPESP)
Artículo científico
CARICILLI, A.M. et al. Gut microbiota is a key modulator of insulin resistance in TLR 2 knockout mice. PLoS Biology. 6 dic. 2011.