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Cultura

De la teoría a la práctica

La historia del Departamento de Cultura de Mário de Andrade

REPRODUÇÕES DO LIVRO A IMAGEM DE MÁRIO

Figuras de XangóREPRODUÇÕES DO LIVRO A IMAGEM DE MÁRIO

Hay un proverbio popular que dice así: “quien lo sabe lo hace; quien no lo sabe, enseña”. Por detrás de la evidente simplificación de este dicho se esconde uno de los grandes dilemas de los intelectuales del siglo XX: es posible plasmar utopías teóricas, hacer de ellas realizaciones prácticas y populares, uniendo fuerzas con la política sin necesidad de ensuciarse las manos o hacer concesiones. El ejemplo pionero de este dilema casi hamletiano transcurrió entre 1935 y 1938, durante la gestión de Mário de Andrade a frente del Departamento de Cultura de São Paulo, un paradigma hasta los días actuales de lo que es hacer cultura. “No sería exagerado afirmar que la experiencia del Departamento de Cultura implica el surgimiento en Brasil de la propia noción de política cultural”, explica Roberto Barbato, autor de Missionários de uma utopia nacional, tesis doctoral que contó con el apoyo de la FAPESP y que acaba publicar en libro la editorial Annablume. “Mário y su grupo dejaron de lado sus obras personales para dedicarse a proyectos culturales para la sociedad. El Estado figura en ese proceso como un instrumento necesario para el logro de los fines a los que aspiraba el Departamento”, evalúa el investigador.

Por cierto, sólo el Estado tenía el dinero suficiente como para hacer posible la gran ambición modernista de “ir al encuentro del pueblo y plantear qué era Brasil para los brasileños”. Pero había muchos interrogantes: Mário y su grupo (que incluía a Sergio Milliet y Paulo Duarte, entre otros), tenían aversión a la política y creer que solamente la cultura podría cambiar al hombre, hacerlo mejor. De allí el pacto un tanto mefistofélico. “Los intelectuales terminan por negociar la perspectiva de llevar a cabo una obra personal a cambio de la colaboración que ofrecen al trabajo de – constitución nacional -, silenciando en cuanto al precio de esa obra que el Estado indirectamente subsidia”, observa Sergio Miceli. “En la condición de presas del Estado, resolvieron ese dilema entregándose al encanto de justificaciones idealistas”. Como dice el personaje central de Mephisto, libro de Klaus Mann, al verse confrontado con la maldad con la que colaborara: “Soy solamente un actor”. “Parece haber una cierta ingenuidad por parte del grupo del Departamento de Cultura con relación a la política. La ilusión de que era posible prescindir de la política para emprender su trabajo a Mário de Andrade le costó cara, y mostró asimismo que la cultura era insuficiente como cuartada de su puesto, e incluso como instrumento de transformación social”, observa Marbato. No sin razón, el propio modernista denominó a su gestión “mi tumba”, mientras, para intensificar la ambigüedad de su situación, exclamaba en un discurso, proferido tras el fracaso del Departamento, que “refugiarse en libros de ficción y en los valores eternos como el amor, la amistad, Dios, la naturaleza. Es un abstencionismo deshonesto y deshonroso como cualquier otro. Una cobardía como cualquier otra. Por lo demás, la forma política de la sociedad es un valor eterno también”.

El pacto se inició con una conversación entre Paulo Duarte y el alcalde Fábio Prado sobre la creación de un organismo que empezaría siendo paulista, para luego expandirse por Brasil. El gran nombre que les vino a la cabeza para dirigir esta iniciativa fue el de Mário de Andrade. “Bueno, se me acabó la tranquilidad” reaccionó el modernista, quien repensó que, quizás, “las antiguas aspiraciones de los modernistas, que querían plasmar un medio de cultura, se abandonarían por ser pura fantasía”, apunta Barbato. Quien lo sabe lo hace. Al fin y al cabo, como decía Mário, “aun no se han dado cuenta en nuestra tierra que la cultura es tan necesaria como el pan, y ésa es nuestra más dolorosa inmoralidad cultural”.

Como observa el investigador, el Departamento era en el fondo una continuación de la postura personal del modernista, y lo que ocurrió fue una personificación de su proyecto de realidad nacional. Sin embargo, había una ligazón indeseable entre ese proyecto y otro, conservador y localista, llevando a cabo por los paulistas de la Revolución del 32, que deseaban también por medio de la cultura recuperar la hegemonía paulistana [de la ciudad de São Paulo] en Brasil. “De cierto modo, la aventura de los intelectuales paulistanos puede verse como un despliegue de ese objetivo, al menos en el plano cultural”. El precio subía.

De cualquier manera, la utopía parecía valer, y mucho: el Departamento de Cultura pretendía “rechazar el carácter ornamental de la cultura brasileña, que se expresa en una – ida al pueblo -,en el ideal de democratización del acceso a la cultura”, explica Barbato. Mário y sus amigos deseaban “elevar” al pueblo a la cultura burguesa y no destruirla, promoviendo el acceso a conciertos y exposiciones, y a los libros, en bibliotecas ambulantes. Al mismo tiempo, querían hacer una búsqueda del Brasil profundo y traerlo al conocimiento de las sociedades urbanas que, en general y por voluntad de las elites, ni siquiera sabían de su existencia. “En ese contexto, ellos son utópicos, en el sentido de un estado de espirito incongruente con la realidad social. La utopía sólo se realiza en la medida en que se concreta la subversión del orden social establecido. En su caso, queda claro el papel de la democratización de la cultura en la ciudad de São Paulo”, evalúa el investigador. ¿Pero existe una sutileza en el dilema: como subvertir el orden social siendo parte integrante del Estado que está allí para mantener ese orden burgués vigente?

“Siempre consideré que el problema mayor de los intelectuales brasileños era la búsqueda de un instrumento de trabajo que los acercase del pueblo”, escribió Mário. “Podemos entenderlos entonces como divulgadores y administradores desempeñando el rol de una misión civilizatoria, cuyo núcleo no podría situarse fuera de la esfera cultural”, analiza el autor. De ahí su carácter, según Barbato, de misioneros de lo nacional popular.

Exclusión – “El público que va al Teatro Municipal no representa en absoluto al pueblo de la ciudad que eligió a los dueños del Municipio, para que ésta, a precios exorbitantes, satisficiese a la moda de la elite. El pueblo fue abolido de la manifestación melodramática oficial de la ciudad”, se queja el modernista. Por eso: entradas gratuitas para todos, y programas didácticos que llegaban incluso a punto tal de enseñar cuándo aplaudir en los conciertos. Lo propio sucedió con las bibliotecas ambulantes, que deberían democratizar el acceso a la lectura, llamadas “locura de niños”, por Prestes Maia, a quien la iniciativa “ofrecía novelas policiales a los desocupados de Praça da República”. El alcalde que iría reemplazar a Fábio Prado no se interesaba en la cultura, sino en el urbanismo. En lugar de libros y música, Maia quería gastar su dinero con avenidas y puentes.

Pero mientras tanto, presurosamente, antes de caer, Mário despachó al nordeste a su misión de Investigaciones Folclóricas, para intentar traer de vuelta el Brasil aun no tomado por la industrialización. Buena parte del resultado de ese esfuerzo de “presentarles Brasil a los brasileños” puede verse hasta 25 de enero en el Instituto de Estudios Brasileños de la USP, en la exposición Colección Mário de Andrade, con curaduría de Marta Rosseti Batista, que reúne las obras de arte sacro, tradicional y popular, arte indígena y afro-brasileño, reunidas por el poeta a lo largo de su vida y, en especial, por la Misión. Al mismo tiempo, editorial Edusp acaba de editar el catálogo de dicha muestra.

En 1938 Mário separado del cargo y partió rumbo al exilio en Río de Janeiro. Para su amigo Paulo Duarte, fue el comienzo de su muerte. Sea como sea, la experiencia fue un paradigma usado por Getúlio durante el Estado Nuevo, cuando la ambigüedad de la relación entre artistas e intelectuales que querían construir una conciencia de nacionalidad y el poder estatal se consolidaría; “la cuestión de la cultura pasa concebirse en términos de organización política, es decir: el Estado crea aparatos culturales propios, destinados a difundir su visión de mundo ante el conjunto de la sociedad”, dice Barbato. El dilema mefistofélico se desvanece. “El Estado Nuevo, como la coronación de la – revolución pasiva – correspondía a una demanda del Estado expresada también como demanda de unificación cultural, resumido en un proyecto sui generis: a un mismo tiempo modernizador y restaurador de pilares de la nacionalidad. Todo en nombre del bien común y de la construcción de la nación. De tal modo, fue aceptado con agrado por sectores de la intelectualidad”, asevera el investigador. El huevo de la serpiente se terminaba de romper. . Nacional y popular adquirían así nuevos sentidos.

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