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Urbanismo

Desde los indios

Un libro muestra la trayectoria de la costa carioca, de las tangas indígenas a las tanguitas de Ipanema

Al principio de los tiempos nacionales, ir a la playa era literalmente cosa de de indios: “Metidos en las aguas como cañas delgadas, a veces, más de doce veces al día, los indios andan desnudos, porque así se ahorraban el cansancio de quitarse la ropa a toda hora”, observó Jean de Léry, viajero y escritor francés del siglo XVI,. “Cierto domingo, vimos volcarse una canoa con más de treinta salvajes. Fuimos corriendo a socorrer a los náufragos, pero estaban todos riéndose y nos preguntaron: ¿adónde van con tanta prisa, Mair (como los nativos llamaban a los franceses)?” Lo que los de esta tierra aprendieron tempranamente, demoró en convertirse en hábito para los conquistadores europeos, que recién durante el reinado de Don João VI descubrieron el baño de mar. Durante todo ese tiempo vivieron apretados e insalubres en el centro de Río de Janeiro.

La historia de cómo tardó en darse ese paso de la tanga de los indios a la  tanguita de Ipanema es hermosamente contada en Orla carioca: história e cultura, de Claudia Braga Gaspar, un lanzamiento de Metalivros. “El carioca original, debido a una larga abstinencia, que atravesará dos siglos enteros de apego a la tierra firme y resistirá a las primeras décadas de repentinos cambios en la ciudad del siglo XIX, siquiera pensaba en bañarse en el mar”, explica Claudia. Cuando comenzó a pensarlo fue en términos medicinales, y no para divertirse. Debido a una inflamación en la pierna, provocada por la picadura de una garrapata, Don João VI, metido  dentro de un cajón, fue el europeo pionero en arriesgarse a sumergirse en las aguas cariocas. La playa, imitando lo que se hacia en el exterior de la colonia, se transforma así en un “pequeño hospital”, y como tal se exigía decoro: “Las muchachas deben usar largos calzones sujetos al tobillo y cubiertos por blusones del mismo tejido, además de gorros a lo María Antonieta. En los pies, zapatos de lona y por encima de todo, amplios ropones”, cuenta una revista de la época. Para evitar mayores peligros, había un equipo de italianos y portugueses que se encargaba de llevar a las mozuelas cargadas a mojarse sus delicados piececitos en el agua. Todo cuidado era poco. El Diccionario de ciencias eclesiásticas, de 1760, recomendaba el “uso del baño, siempre y cuando no se lo tome por voluptuosidad. Se les permitirán baños a los enfermos todas las veces que se los considere necesario, pero a los de buena salud, en especial a los jóvenes, tales baños deben serles concedidos muy raramente”.

“El paso del uso terapéutico de la playa al uso social y de ocio se vincula a las transformaciones urbanas por que pasaba Río en los albores del nuevo siglo, con las grandes avenidas y la llegada de los tranvías, que hacían nacer una nueva ciudad, trayendo modernidad y avanzando en sus límites urbanos a la zona sur, hasta entonces un vasto y desierto arenal.”

Pero todo caminó, al igual que el paso en la arena, a pasos lentos. Inicialmente, se iba a la playa de madrugada, entre las tres y las cuatro de la mañana. Los bañistas llegaban temprano, se cambiaban en las cabinas de vestuario, de moldes europeos, y después solamente cinco minutos dentro del agua, era lo que entonces se juzgaba recomendable, y un poco de aire y sol, salía de la orilla a las 8 para tomar el desayuno, ya que era necesario estar en ayunas para entrar en el mar. Así fue como surgieron, para matar el hambre de los bañistas, los cafés, convertidos inmediatamente en los quioscos actuales. Pero la libertad tiene su precio y el Estado tuvo a su bien el regular la nueva moda. En 1917 el decreto 1.143 advertía que sólo se podía ir a la playa entre el 1º de abril y el 20 de noviembre, desde las 6 de la mañana hasta las 6 de la tarde. Además de describir el tipo de indumentaria adecuada y otras particularidades, la nueva ley prohibía terminantemente “cualquier ruido y voceríos en la playa o en el mar durante todo el período del baño”. Un año después, para tranquilidad general, se construyeron a lo largo de Copacabana, seis puntos de Salvamento, con salvavidas. Las personas pasaron entonces a tomar sus baños teniendo como punto de referencia dichos puntos, hábito que permanece hasta hoy, aunque por otras razones, vinculadas a qué “tribu” de la playa el bañista pertenece. “La Primera Guerra Mundial trajo cambios de peso en el comportamiento, que se verán reflejados en el vestuario de la época. Lo que se quería era una vida más sana, al aire libre, donde los deportes estuvieran más presentes, como en el caso del remo, el salto del trampolín y la natación”, asevera la autora. “Acompañando esa evolución, los trajes de baño se modernizaron, surgiendo el traje de pieza única. La playa gana en popularidad. Surgen los hoteles balnearios de la costa francesa y Río, aprovechando la oportunidad, inaugura una serie de balnearios en la costa: Hotel Glória, Hotel Sete de Setembro y Copacabana Palace, entre otros.”

“El carioca se adiestró a caminar en la playa con la misma airosa elegancia con que camina en el asfalto. La vida de la playa ejerce sobre ella una influencia que se hace sentir en sus ideas y sentimientos, en su complexión física y moral. La playa, desviando a la población de la ciudad hacia la convivencia con la naturaleza, la vitaliza poderosamente y le insufla alegría”, anunciaba con precisión la revista O Cruzeiro. Los bañistas se van volviendo más atrevidos y temerarios, dejando la calma de las aguas de la bahía de Guanabara para dirigirse a la orilla de las playas oceánicas. “La playa se va popularizando y adquiriendo el status de área social. La ciudad en movimiento va conquistando espacios y ampliando el ocio del carioca a orillas de la ciudad. El culto al cuerpo es cada vez más exacerbado, se alía a los avances de los materiales usados en la confección de los trajes de baño: el látex, en los años 1940, el streech, en los años 1960 y 70, y la lycra, en los años 1970 y 80”, recuerda  Claudia. El hábito del baño de mar también se modifica. “Los horarios de playa se van  extendiendo, y si a comienzos del siglo todo se limitaba a una permanencia restringida a pocas horas, a partir de los años 1930 el gusto por la playa hará que el deseo sea disfrutar ese espacio de la mejor manera posible.” Y con la menor cantidad de ropa posible. En 1948 una alemana, Miriam Etz, se exhibía todos los días con el recién creado bikini en la playa del Diablo, juntando multitudes para ver el vestuario que era una bomba atómica moral. En 1960 éste deja de ser novedad y se consagra como el uniforme de la carioca.

Una curiosidad: fue el progreso de la modernidad que, en buena medida, ayudó a unir al carioca a su naturaleza. No era fácil llegar hasta la zona sur viniendo de las regiones centrales, en donde vivía la población. De ahí, el empujoncito extra dado por los tranvías. Los primeros rieles llegaron a Copacabana a finales del siglo XIX, y en 1894 se inauguró la línea Igrejinha-Ipanema, aunque en contra del gusto de los accionistas de la empresa, que creían una idiotez llevar el tranvía hasta “un desierto arenoso, sin habitaciones y cuyo progreso sería lento”.

“Posteriormente, en los años 1960, la apertura del túnel Rebouças, uniendo directamente a la zona sur a la zona norte, acelera la integración de la ciudad en crecimiento, flexibilizando el flujo de los bañistas de la zona norte para las playas de la zona sur. Antes las playas oceánicas eran básicamente frecuentadas por habitantes locales y turistas, o por quienes tenían automóviles”, explica Claudia. Con el tiempo, la playa se convierte en el ocio irrestricto de todos los cariocas y los tabúes caen: lo bonito es broncearse. Las oportunidades de lo nuevo, sin embargo, no son gratuitas. Para construir la ciudad de sus sueños, el alcalde Pereira Passos inicia la práctica de los terraplenes, que se tragan y a su vez generan nuevas playas. “Quien ande hoy por el centro de Río, pisa sin saberlo sobre playas enterradas”, dice la autora. El “bota abajo” diezmó las casas balnearias para formar la línea del muelle y separó a la ciudad de su océano. Hoy entre Río y el mar corre una avenida costanera. En 1952 el alcalde Dulcídio Cardoso empujó las aguas más lejos aún, extendiendo, entre el paseo público y el Morro da Viuda, el relleno de Flamengo, construido entre 1953 y 1962. Siete playas desaparecieron para dar lugar a los muelles del puerto; cuatro al Arsenal de la Armada; nueve fueron enterrados con el desmonte del Morro do Castelo y del Morro Santo Antonio. Hasta el mar fue invadido: en 1944, con los restos de Morro do Castillo, se creó el aeropuerto Santos Dumont.

Los indios no reconocerían más la orilla en donde se divertían tanto, para espanto de los europeos. No obstante ello, aún se sentirían a gusto con las “tribus” nacientes, que dividen los espacios en la arena en función de los comportamientos, en general concentradas en el entorno de los puestos de salvamento, como la de los surfistas, en el Puesto 7; la GLS, en el Puesto 8; la juventud más relajada y artística en el Puesto 9; y los mauricinhos y las patricinhas (niños y niñas bien) comportados y pudientes del Puesto 10. “La expresión ‘esta no es mi playa’ tiene seguramente en las tribus presentes en ella un status de unión y pertenencia, un compromiso con comportamientos específicos”, señala Claudia. El resto, el resto es el mar.

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