El 9 de septiembre de 1918, decenas de estudiantes tomaron la sede de la Universidad Nacional de Córdoba, en Argentina, reabrieron la institución que estaba cerrada y con su rectoría acéfala desde el mes anterior, e instalaron a sus dirigentes Enrique Barros, Horacio Valdés e Ismael Bordabehere al mando, respectivamente, de las Facultades de Medicina, Derecho e Ingeniería. La ocupación duró poco tiempo: se envió al Ejército y arrestó a 83 estudiantes, que más tarde fueron liberados. Tres días después, el ministro de Instrucción Pública, José Salinas, arribó a la ciudad y asumió como interventor de la universidad. Salinas desvinculó a la institución de los jesuitas que la habían fundado en 1613 y reformó sus estatutos, incorporando las reivindicaciones que reclamaban los alumnos y que incluían autonomía, participación en la gestión académica y modernización de los currículos. Varios catedráticos que se oponían al movimiento renunciaron.
La llegada de Salinas puso un punto final a la rebelión iniciada un año antes, cuyo detonante fue un problema puntual –el descontento de los alumnos de medicina por el cierre de la residencia estudiantil–, que desencadenó una movilización que rebasó los límites de la universidad afectando a otros países de América Latina. Se produjo una ruptura con un modelo académico autocrático y clerical adoptado durante la colonización española y aún vigente en la Universidad de Córdoba, fundada cuando Argentina formaba parte del Virreinato del Perú. “Los estudiantes se rebelaron contra la forma de enseñar, basada en la repetición y en la obediencia, y en su carácter cuasi religioso, impartida en los claustros”, explica Denise Leite, investigadora de la Universidad Federal de Rio Grande do Sul y estudiosa de la Reforma de Córdoba. Ella recuerda que esa ciudad argentina era un reducto conservador, famoso por haberse opuesto a la lucha por la independencia 100 años antes, y desentonaba con la modernización en curso del país, que a esas alturas tenía una clase media urbana emergente y más de la mitad de su población viviendo en las ciudades. “En la Universidad de Córdoba la enseñanza era dogmática, las cátedras, en muchos casos, hereditarias y había una negación en lo concerniente a la ciencia. En la carrera de medicina, por ejemplo, la enseñanza era oral y se hacía sin prácticas ni visitas a enfermos”.
Los principios de la Reforma de Córdoba habían sido enarbolados en junio de 1918, mediante un manifiesto redactado por el abogado Deodoro Roca intitulado “La juventud argentina de Córdoba a los hombres libres de América del Sur”. La proclama denunciaba los métodos docentes “viciados de dogmatismos”, que contribuían para mantener apartada a la universidad de las disciplinas modernas y de la ciencia –las ideas de Charles Darwin estaba prohibidas–, y apuntaba a las cátedras como responsables de “un espectáculo de indolencia senil” y una “guarida de mediocres”.
Entre la lista de reivindicaciones se exigía la participación de los alumnos en la estructura administrativa, la asistencia libre a las clases, el fin de las cátedras, la extensión universitaria, la ayuda social para los estudiantes y la autonomía universitaria. Entre los efectos que provocó la reforma, se incorporaron nuevos docentes, si bien las cátedras se mantuvieron, y se creó un modelo autónomo conocido como cogobierno, que sería adoptado en otras universidades del país: inspiradas por la Reforma de Córdoba, la gestión de las instituciones públicas de educación superior de Argentina obedece a un esquema tripartito, en el que las decisiones son tomadas por docentes, alumnos y graduados.
Tales ideas generaron eco en todo el continente. “La Reforma Universitaria constituyó un parámetro común a todos los países latinoamericanos. Los jóvenes de Córdoba planteaban un diagnóstico de la educación y de la producción del conocimiento y elaboraron una nueva pauta de la realidad social y económica”, explica el historiador José Alves de Freitas Neto, investigador de la Universidad de Campinas (Unicamp) y autor de un artículo sobre la Reforma de Córdoba que salió publicado en 2011 en la revista Ensino Superior Unicamp. En otros países de la región los estudiantes se agruparon en federaciones que asistieron a un congreso mundial en la Ciudad de México, en 1921, recuerda el historiador José Luís Beired, investigador de la Universidade Estadual Paulista (Unesp), en su campus de Assis, experto en historia de América Latina. Beired refiere que ese fenómeno no tuvo parangón en otros lugares del mundo. “El movimiento estudiantil transformado en movimiento social despuntó en América Latina mucho antes del Mayo Francés de 1968 o de la movilización de los estudiantes de la Universidad de California en Berkeley, Estados Unidos, contra la Guerra de Vietnam. Resulta curioso que haya surgido en una región menos desarrollada y menos moderna, pero fue el resultado de la emergencia de los estudiantes y de la juventud como actores sociales y políticos, que sería una de las improntas del siglo XX”.