REPRODUCCIÓN DEL LIBRO LEGENDES CROYANCES ET TALISMANS DES INDIENS DE L'AMAZONE/ ILUSTRACIÓN DE V. DE REGO MONTEIROAl encontrar un papiro con la figura humanizada del sol y una inscripción indígena dentro de una caverna, el Doctor Benignus decide salir en busca de mundos perdidos, en una arriesgada expedición al interior de Brasil. Luego de una serie de aventuras rocambolescas, el documento lo lleva hasta una isla misteriosa y en ella resuelve crear una “civilización” que reuniría a todos los pueblos y sería capaz de librar a los brasileños “de la indolencia y el barbarismo”. Todo el esfuerzo para descifrar el enigma había valido la pena, pues, según aseguraba el naturalista, – ¡Brasil es una fuente inagotable como asidero para la historia de la primeras épocas de la humanidad!– Desafortunadamente, el pobre científico descubre que había ido en busca de una falsa utopía, pues el mentado papiro era una falsificación efectuada por su criado, que quería sacarlo de la tristeza en que encontraba sumido en ante la poco gloriosa realidad del país. No es una coincidencia que la primera obra de ciencia ficción escrita en Brasil, Doutor Benignus (1875), de Emílio Zaluar (1826-1882), haya sido una “novela arqueológica de mundos perdidos”. La búsqueda de monumentos escondidos en la selva densa puede ser risible, pero en otro plumaje, el dilema de si fuimos “el infierno o Eldorado” es aún hoy uno de los principales motivos de discusión entre los arqueólogos, tal como revela Cotidiano y poder en la Amazônia pré-colonial (240 páginas, 92 reales), de Denise Cavalcante Gomes, del Museo Nacional de la Universidad Federal de Río de Janeiro, publicado ahora por Edusp.
En investigaciones realizadas en Pará, la arqueóloga cava agujeros en las teorías que procuran explicar la ocupación amazónica. Una “pelea” académica que no esconde diferencias ideológicas. La primera, del “paraíso ilusorio”, es defendida por la arqueóloga norteamericana Betty Meggers, para quien el ambiente de suelos “pobres” en nutrientes de la región impidió una agricultura intensiva y posteriormente la formación de grandes poblaciones avanzadas. Su rival pregona la existencia de un “Eldorado casi real”, tal como afirman los seguidores de otra arqueóloga norteamericana, Anna Roosevelt, que desdeñan las hipótesis –deterministas ambientales– de Meggers como “imperialistas” e interesadas en reforzar “la degeneración de los indios”. Este grupo prefiere trabajar con la hipótesis de que, en tiempos precoloniales, la Amazonia fue sede cacicazgos desarrollados y con –un nivel de sofisticación en su modo de vida que rivalizaba o incluso excedía el europeo–, para usar las palabras del antropólogo Neil Whitehead, de la Universidad de Wisconsin.
“Al cabo de tres siglos, los arqueólogos están reviviendo el mito de Eldorado. Insistir en el ‘mito de los imperios amazónicos’ no solamente impide que los investigadores de reconstruyan la prehistoria de la región sino que los convierte en cómplices en la aceleración del proceso de degradación ambiental, ya que da asidero a creencia de que la explotación del ecosistema de la selva es posible”, afirmó Meggers en su artículo “The continuing quest for El Dorado: round two”. En efecto, en un libro recién lanzado en EE.UU., The lost city of Z (que saldrá en julio en Brasil publicado Companhia das Letras), de David Grann, la historia de la malograda expedición del coronel británico Percy Fawcett (1867-1925) al Xingú en busca de la civilización perdida de “Z”, el arqueólogo Michael Heckenberger, de la Universidad de Florida y uno de los principales detractores de Meggers, refuerza el mito. “En esa región había una cultura estética de la monumentalidad y a los indios les gustaba tener hermosas carreteras, plazas y puentes. Sus monumentos no eran pirámides, por eso es difícil de encontrarlos, sino creaciones horizontales no por ello menos extraordinarias”, dice el investigador, parte integrante de un equipo que afirma haber encontrado pruebas arqueológicas de cacicazgos avanzados en la Amazonia. “Fawcett estaba convencido de que la selva salvaje escondía vestigios de al menos una civilización avanzada. Estudió las leyendas de Eldorado y escuchó a los indios dando descripciones de grandes ciudades con muchas calles, lugares en donde el ambiente no era problema y había comida en abundancia”, afirma Grann. “El coronel se exasperaba con sus detractores, los ‘hombres de ciencia’, que también habían ridiculizado la idea de grandes civilizaciones precolombinas o la existencia de Troya. Se refería siempre a su visión de una cultura majestuosa en el Amazonas que se irradió hacia regiones distantes, pero al final terminó siendo devorada por la selva”. Igual destino le aguardaba o coronel, desaparecido aquel mismo año en el Xingú. “Puede haber sido un amateur y fácilmente despreciado como un ‘chiflado’, pero, en cierta forma, vio las cosas con más claridad que muchos eruditos profesionales de la arqueología”, sostiene Heckenberger.
El investigador deja claro que no está en busca de “eldorados”, aunque es difícil no pensar en ellos (y en Fawcett) en de cara a sus descubrimientos recientes de vestigios del las jefaturas precoloniales, cuya interpretación, advierte Denise, contribuye peligrosamente “a la construcción de una imagen grandiosa del pasado amazónico, reafirmada en síntesis académicas”. En efecto, la arqueología es una de las ciencias que más afectan el imaginario occidental. No sin razón fue (y es) fuente de novelas y películas populares. Las ideas de Fawcett, por ejemplo, inspiraron a Conan Doyle (1859-1930), el creador de Sherlock Holmes, para escribir El mundo perdido (1912), la primera novela que usó a la Amazonia como escenario de un “zaga de mundo perdido”. Entre medados de los siglos XIX y XX ese subgénero predominó en detrimento de la llamada “novela planetaria” (aventuras espaciales futuristas) como tema central de la incipiente ficción científica nacional. “Existe una ausencia de ‘novela planetaria’, muy en boga en el exterior, entre nosotros. El ‘mundo perdido’, en especial el amazónico, tuvo más resonancia debido al exotismo y la inmensidad que veíamos en nuestro territorio, que nos hacía pensar en Brasil como ‘novela planetaria’, un vasto mundo cuya ecología evocaba el misterio y la inquietud”, analiza Roberto de Sousa Causo, autor de Ficção científica, fantasia e horror no Brasil (1875-1950), estudio editado por la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG). “El territorio salvaje daba a nuestra conciencia un paisaje colonial ocupando el nicho mental de un imperio rico e inexplorado que ayudaría a nuestra proyección en el resto del mundo. Pero sucede que acá, al contrario del ‘mundo perdido’ colonialista de escritores extranjeros, era expresión de un imperialismo interno, proyección de estrategias colonialistas sobre regiones inexploradas del propio país”, evalúa. Hay para todos los gustos, desde A Amazônia misteriosa (1925), de Gastão Cruls, que describe encuentros con guerreras amazonas, hasta A República 3000 ou a filha do inca (1927), de Menotti del Picchia, que mezcla princesas incas, civilizaciones cretenses, selvas tropicales brasileñas y utopías eugenésicas y racistas, que afirmaban la degeneración del indio y del mestizo y la superioridad europea.
REPRODUCCIÓN DEL LIBRO LEGENDES CROYANCES ET TALISMANS DES INDIENS DE L'AMAZONE/ ILUSTRACIÓN DE V. DE REGO MONTEIROSin embargo, esta literatura que mezclaba “ciencia”, política, ideología y exotismo no recibió únicamente el influjo de las lecturas de Rice Haggard y su As minas do rei Salomão, sino que reflejaba toda una historia de discusiones serias hechas por doctores del IHGB (Instituto Histórico y Geográfico Brasileño), del Museo Nacional y otras instituciones serias. Como el melancólico Doctor Benignus, hacía tiempo que los doctos de carne y hueso del país padecían el mismo mal y soñaban, al igual que él, con encontrar civilizaciones perdidas que probasen la grandeza innata de la joven nación. Desde 1838, cuando fue creado, con total apoyo del Estado imperial, el IHGB, cuya línea maestra preconizaba –buscar vestigios del pasado, reliquias olvidadas en el suelo patrio–, se organizaron expediciones para revelar el pasado glorioso que podría ser recuperado por la naciente arqueología nacional. Al fin y al cabo, el Imperio brasileño no podía quedar atrás de las repúblicas latinas vecinas y debía exhibir ruinas de civilizaciones que estuvieran a la altura de los aztecas, los incas y los mayas.
“Los años 1840 significaron el apogeo de la tentativa de la monarquía brasileña de recuperar restos monumentales, relacionando la historia nacional con la de civilizaciones formidables, a ejemplo de la Atlántida o de los fenicios y vikingos. No sin razón fue en el año de la coronación de don Pedro II que se realizaron las principales expediciones en busca de la ‘cidade perdida’ en el interior de Bahía”, explica el historiador Johnni Langer, de la Universidad Federal do Maranhão, autor del doctorado intitulado Ruinas y mito: la arqueología en el Brasil Imperial. La arqueología nacía como “ciencia del Estado”, convocada a ayudar en la creación de un “mito de origen” para la nueva nación. “El mito de las ciudades perdidas se convirtió en un valor paradigmático, un modelo de referencia del pasado nacional: la civilización avanzada perdida que dejó marcas por todo el territorio, siendo entonces rastreada por la arqueología”, sostiene el investigador. “El rol de la arqueología y de los museos seguía las narrativas que unían a los Estados nacionales a grandes civilizaciones, material palpable para la elaboración de símbolos nacionales y vinculaciones ancestrales, naturalizando el sentimiento de pertenecer a una nación”, analiza el historiador Lucio Menezes Ferreira, de la Universidad Federal de Pelotas, que acaba de terminar un posdoctorado sobre el tema en el Núcleo de Estudios Estratégicos de la Unicamp (2008).
“Vestigios de civilizaciones mediterráneas camuflados bajo los montes tropicales, garabatos semíticos en paredes de cavernas, invadieron poco a poco la imaginación literaria, cuando el trabajarlos ‘en ciencia’ revestía el riesgo de exponer a estudiosos a la chacota”, explica Ferreira. Sin embargo, la imaginación era antes la fuerza motriz de la arqueología. En 1839, en una reunión del instituto, los eruditos fueron advertidos sobre la presencia, en Pedra da Gávea, –de una inscripción en caracteres fenicios y que revelan una gran antigüedad–, lo que llevaba a la conclusión de que “Brasil había sido visitado por naciones conocedoras de la navegación antes que los portugueses”. Se envió una expedición y que regresó un tanto decepcionada, pues el hallazgo podría “haber sido hecho simplemente por la naturaleza”. Eso no impidió, en el informe de conclusión, que se afirmase que se trataba de un descubrimiento “de importancia comparable a las grandes construcciones de la arqueología, como los grandes monumentos de Egipto y las ciudades mesopotámicas que podrían hacer una revolución en nuestra historia y abrir una senda luminosa del pasado hacia el futuro”. Se clamaba por un “Champollion brasileño” que mudasse os conocimientos sobre a historia nacional, sem fatos o monumentos notables. “Era necesario poder poner al Brasil del futuro junto a las grandes naciones e imperios, orgullosos de sus ruinas antiguas. A partir de 1840, la aceptación de la existencia de la ‘generación perdida’, una civilización nacional avanzada desaparecida, muestra la unión de mito e historia, ideal de ‘cómo debería haber sido’ el Brasil de los tiempos antiguos, aunque sin evidencias concretas”, evalúa Langer.
REPRODUCCIÓN DEL LIBRO LEGENDES CROYANCES ET TALISMANS DES INDIENS DE L'AMAZONE/ ILUSTRACIÓN DE V. DE REGO MONTEIROAl fin y al cabo, nada menos que el célebre Von Martius, en Cómo se debe escribir la historia de Brasil (1845), opúsculo premiado por el IHGB cuyas ideas deberían orientar a la institución, afirmó que “no debe considerarse inverosímil la posibilidad de hallar antiguos monumentos en las selvas de Brasil, tanto más que hasta ahora no son conocidas ni accesibles sino en pequeña proporción”. Para el naturalista alemán, la ubicación de los preciosos vestigios sería en la Selva Amazónica, un espacio misterioso en donde la vegetación podría ocultarlos, lo que exigía la observación directa por medio de expediciones científicas, como la búsqueda de la “ciudad perdida de Bahía”, iniciada en 1840, a pedido del instituto, por el canónigo Benigno Carvalho. Un año antes, un investigador había encontrado un manuscrito anónimo, “Relación histórica de una oculta y gran población antiquísima sin moradores”, supuesta narración hecha por bandeirantes sobre cómo se habían deparado con un villorrio desierto que, entre otras maravillas, poseía “una columna de piedra negra de magnitud extraordinaria, y sobre ella una Estatua de hombre ordinario, con humana mano en la cadera izquierda, y el brazo derecho extendido, mostrando con el dedo índice el Polo del Norte; en cada rincón de dicha Plaza hay una Aguja, la imitación de las que usaban los Romanos”. Hoy conocido como el Manuscrito 512 (el mismo que Fawcett usaría como “guía” de su expedición), esa visión de una civilización “clásica” en plena Bahía encendió la imaginación no solamente de los estudiosos brasileños, sino de varias instituciones internacionales. Nada fue hallado, pero eso no impidió que el IHGB insistiese en investigar, en el sertón brasileño, menhires, inscripciones con runas que atestiguarían el paso de nórdicos en los trópicos, otras ciudades perdidas e incluso relatos del descubrimiento de un –fragmento de estatua de mármol contemporáneo del más brillante período del arte griega–, en 1887, en la Amazonia. La información era falsa, como así también lo eran las inscripciones talladas en una piedra enviada a Ladislau Neto, del Museo Nacional, que las tradujo y afirmó que se trataban de un relato de la venida de los fenicios de la ciudad de Sidonia a Brasil.
Macunaíma, el antihéroe de Mario de Andrade, en su busca casi arqueológica de la piedra muiraquitã, de las amazonas, también se impresionó en su trayecto con –letreros encarnados de la gente fenicia– y, cavando en Manaos, “descubrió los restos de Dios Marte, una escultura griega hallada aún en la Monarquia y el primero de abril pasado en el Alencar Araripe por el jornal Comércio das Amazonas”. “Esa ironía andradeana ataca directamente a la llamada ‘arqueología nobiliárquica’ que se hacia entonces y que, como los parnasianos, tenía los pies en Brasil y los ojos mirando a Europa”, sostiene Ferreira. Según el investigador, para la elite política e intelectual del IHGB era una búsqueda que pretendía dar un lugar social que debían ocupar los indígenas dentro de la lógica genealógica del Estado imperial. “Fijar antepasados nobles (fenicios, griegos o europeos) para los indígenas hacía posible representarlos en el cuadro de las naciones civilizadas. En una sociedad que distribuía títulos de nobleza y en que el pasado indígena debería modelarse en un espejo agradable para la ‘raza blanca’, las razas fosilizadas también deberían ser ‘nobles’, aunque esa ‘nobleza’ se hubiera perdido en un tiempo casi sin memoria”, acota el historiador. Era necesario probar que los antepasados indígenas eran de naturaleza diversa que los “degenerados” indios contemporáneos, “ruinas de pueblos” como los llamaba Martius, insistiendo en la idea de la “generación grandiosa” que se extinguiera. “Ellos entonces habrían sido antes creadores, miembros de una antigua civilización que sería reconstruida por la nobleza del imperio, en una arqueología que se confunde con la heráldica y que sea una arqueología nobiliaria reconstruyendo la genealogía de la nación”. Si no había ruinas en las selvas, la culpa era del ambiente hostil que las destruía. El indio, aun así, era “un griego denudo”. El espejo primitivo, con nuevos colores, reforzaba los “brillos de la civilización”.
“Podía ser un bárbaro en su condición actual, pero quizá recuperable todavía para la historia de la nación, siempre y cuando el reverso de la medalla contuviera símbolos de una cultura elaborada”, sostiene el investigador. Pero, según Ferreira, la búsqueda de vestigios de civilización no era tan sólo una fantasía mitológica, la resurrección de mitos antiguos en el imaginario científico. “El descubrimiento de monumentos en las selvas brasileñas también respondía a intereses específicos del proyecto político imperial: interiorizar la civilización y civilizar a las poblaciones indígenas. Los ‘viajes arqueológicos’ no buscaban tan sólo ruinas, sino también cartografiar el espacio, descubrir riquezas minerales, desmenuzar todo aquello que era visto como la antítesis de la civilización”. Las investigaciones arqueológicas, desde el Imperio apuntaban así a instituir un “colonialismo interno”. “Narraban un pasado nativo y mostraban que, de algún modo, éste sobrevivía no presente. Así, el territorio estaría todavía cuajado por pueblo cuya –inferioridade cultural– clamaba por misiones civilizadoras, proyectos de pacificación y, posteriormente, la revitalización de las aldeas en consonancia con la ciencia mundial. Arqueología y colonialismo apuntaban a promover así la expansión geográfica y geopolítica del Estado nacional”, explica Ferreira. Al fin y al cabo, los indígenas serían ingredientes de la futura mano de obra de Brasil. “Deberían ser civilizados en los asentamientos, poblar el interior y aguardar la llegada de inmigrantes ‘blancos’ con los cuales se mezclarían, recomponiendo las fibras de la población nacional.” al clasificar a los pueblos indígenas como degenerados, el IHGB (por medio de figuras como Von Martius y Varnhagen), muy admirado por el emperador, legitimó ese “colonialismo interno”, tal como lo harían posteriormente –las novelas de mundo perdido– de nuestra ciencia ficción, ampliamente divulgada por la prensa y con vasto acceso al público lego, para el cual el indio había sido el creador de una civilización que el inhóspito Amazonas degeneró. Otros, legos o doctos, preferían verlos como frutos de la expansión de la civilización andina en Brasil que la ecología nacional, el “determinismo ambiental”, habría igualmente degenerado.
Cuando la triste realidad pone en jaque el modelo de la “arqueología de lo fantástico”, los investigadores se vuelven hacia la “arqueología de lo primitivo”, como la preconizaban los estudios de Peter Lund y sus hallazgos en Lagoa Santa. “A partir de 1865, se puede incluso pensar en ‘civilizaciones europeas’ llegando a América, siempre y cuando se excave en sitios arqueológicos para verificar si los artefactos poseen o no signos legibles de civilización. No basta, como hacía la ‘arqueología nobiliaria’, del hallazgo fortuito. A a ordem era escavar y recuperar os restos de “raças primitivas” y as “relíquias” de civilización para establecer el origen de los sitios arqueológicos y de los indígenas”, afirma el historiador. Darwin había llegado a Brasil, como se podía ver en el enunciado de Lund, para quien la naturaleza siempre procede “de lo imperfecto a lo perfecto”. El IHGB perdía terreno, aunque hasta el siglo XX había quienes siguieran buscando “ciudades perdidas” además del pobre Fawcett. “Brasil no sería solamente el más antiguo continente, sino la cuna de civilizaciones mesoamericanas, teniendo en sus bosques, sobre raíces prehistóricas, una pequeña isla de civilización, la isla de Marajó”. Una a favor del Doctor Benignus.
“La arqueología de lo primitivo no sólo buscó registros de primitivismo y civilización en los sambaquíes, sino que dio asidero a la teoría de la antigüedad del espacio ‘Brasil’. Como lo hiciera antes la investigación nobiliaria, la de lo primitivo formuló hipótesis sobre la población nacional. El continente ‘más antiguo del planeta’, origen de civilizaciones americanas, germinado por una raza primitiva que se expandió de las mesetas de minas a las cordilleras andinas: todo aseguraba la nueva demarcación geopolítica, ahora con bases sólidas arqueológicas.” La ciencia seguía siendo cortejada por la política y por la ideología o aceptarla de buen grado. De allí, sostiene Ferreira, la persistencia de la teoría de la degeneración indígena que habría continuado en los trabajos de Betty Meggers, responsable a partir de 1964 al lado de Clifford Evans, por la formación de toda una generación de arqueólogos brasileños a través del Programa Nacional de Investigaciones Arqueológicas (Pronapa), financiado por el Smithsonian Instituition. Por cierto, eso habría llevado historiadores a asociar el proyecto (y las teorías) de Meggers (que fue acusada de trabajar para la CIA) a una supuesta articulación entre la dictadura militar y Washington. “No es preciso documentos oficiales para demostrar los fundamentos colonialistas de las representaciones de Meggers. Estos residen en los axiomas del ‘determinismo ambiental’, cristalizados y madurados por ella en el transcurso de sus investigaciones en la década de 1950. Según ellos, la Selva Amazónica, con su ambiente impiadoso, degeneró a las poblaciones indígenas, obstaculizando la evolución”, sostiene Ferreira. Según él, las conclusiones que surgen de ello son preocupantes, pues para Meggers, las “altas civilizaciones” se erigen en los suelos de áreas a las que denomina “nucleares”. Cuanto más cerca de ellas, mayor es la evolución del grupo. Lejos de los núcleos había la degeneración de los ambientes degradantes. “Es una alegoría para el presente, pues el foco de luz civilizadora, actualmente el núcleo, se transfiere a América del Norte, mientras que la Amazonia sería una aspiradora de civilizaciones, aunque, dice Meggers, haya encendido sueños de Eldorados. Por cierto, ella nos esclareció sobre nuestras ilusiones oníricas. Así se justifican las desigualdades regionales del continente americano.”
REPRODUCCIÓN DEL LIBRO LEGENDES CROYANCES ET TALISMANS DES INDIENS DE L'AMAZONE/ ILUSTRACIÓN DE V. DE REGO MONTEIROSin ciudades perdidas o la primacía de ser el más viejo del grupo, Brasil también formaría parte del llamado pristine myth (como se lo define en el texto clásico de William M. Denevan sobre el escenario de América en 1492) el “mito de la pureza original” de la tierra precolombina. “Los nativos no tendrían la racionalidad necesaria para trabajar sus tierras y así, el conquistador europeo aparece como la fuente de razón e innovación iluminista en el vacío que eran las colonias antes de su llegada. Según este razonamiento, ellos habrían ‘moldeado’ el paisaje del Nuevo Mundo”, explica el geógrafo Andrew Sluyter, de la Universidad de Pensilvania, autor de Colonialism and landscape. “La implicación de ello es que les faltaría a los paisajes precoloniales una población densa en función de una supuesta ineptitud en el uso de la tierra. Esta idea siguió usándose en el poscolonialismo reciente para promover la categorización del mundo entre un Occidente racionalmente progresivo versus un ‘no Ocidente’ irracionalmente tradicional, práctica aún hoy en día mantenida con la difusión perversa de conocimiento y tecnologías de uno a otro”. El colonizador tendría el mérito de haber transformado materialmente, y para mejor, el paisaje “prístino” del mundo precolonial en el paisaje productivo post 1492. Con todo, esto ha venido siendo cuestionado por el descubrimiento constante de “tierra negra” en la Amazonia (algo ya señalado por Anna Roosevelt en Marajó), la tierra fértil que se creía que había sido producida por la acción humana. “Al menos el 10% de la Amazonia está cubierta de ‘tierra negra’. Por ende, no es verdad que las lluvias extraerían los nutrientes del suelo e impedirían el avance de los cultivos. Este tipo de tierra no es afectada por las lluvias e incluso reacciona a ellas de manera positiva. Asimismo, todo indica que la ‘tierra negra’ fue creada deliberadamente por los pueblos amazónicos para modificar el suelo y mejorarlo para el cultivo”, afirma el geógrafo William Woods, de la Southern Illinois University.
Segundo éste, los habitantes originarios plantaron cultivos que transformaron tierras poco fértiles en terreno adecuado al cultivo de muchas especies, asegurando el alimento abundante para sostener a poblaciones mayores. “Los indios literalmente crearon el suelo a sus pies y parte de la selva es antropogénica, cree Woods, lo que comprometería tanto el pristine myth como las tesis de Meggers. Sin embargo, esto explicaría la reacción de la americana, en cuyas críticas a este nuevo modelo afirma estar temerosa sobre el futuro de la Amazonia si se da por sentada la posibilidad de explotación comercial del suelo de la floresta. Volvemos al dilema del comienzo: ¿infierno o Eldorado? ¿Roosevelt o Meggers? Con una novedad: ¿qué es mejor para el futuro de la Amazonia? “La teoría basada en tipologías socioevolucionistas es inadecuada para reconstruir el paisaje de la Amazonia precolonial. Pero el modelo de sociedades complejas postulado por Roosevelt debe verse meramente como una tentativa preliminar de comprender los datos disponibles sobre la organización social de estas sociedades. ‘No es seguramente una interpretación definitiva’, evalúa Denise Gomes. Pobre del país que necesita –civilizaciones perdidas”. Al fin y al cabo, como explica el criado del Doctor Benignus al final de la novela, confesando haber sido el autor del papiro, lo que importaba era que su patrón afrontase todo en busca de la verdad, y aun encontrándola, descubrió otras utopías. “No es necesario tener miedo de fallar”, escribió Fawcett en su última carta. Poco antes de desaparecer en la selva y “le encantaría” también convertirse en mito.
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