Se sientan en el trono de San Pedro, pero sus preocupaciones apuntan más bien hacia Pablo, el primer “misionero”, que fue al encuentro de los “paganos” para llevarles el mensaje cristiano. Así, sintomáticamente, los misioneros estuvieron en el foco final del último papa y en el primero del nuevo. “Los misioneros son el pan partido para la vida del mundo, hacen resonar con su acción las palabras del Redentor y no dudan en dar la vida por el Evangelio”, escribió Juan Pablo II en un documento póstumo, ahora revelado por el Vaticano. “Debemos ser misioneros, animados por una santa inquietud: la de llevarles a todos el don de la fe. El amor de Dios nos fue dado para que les llegue a los otros. Recibimos la fe para donarla a los otros”, anunció Benedicto XVI en su primera homilía ante los cardenales, un día después ser unción como pontífice. Lejos de las sutilezas teológicas, los misioneros influyen incluso a la sociedad Iaica: no sin razón, y a causa de cuestiones de la tierra, balearon a una monja norteamericana en la Amazonia.
La acción misionera es una cuestión compleja – en especial la iniciada en el siglo XVI por los jesuitas, en la América portuguesa recién descubierta, entre los nativos – y sigue hoy todavía inquietando a la Iglesia. “Juan Pablo II se esforzó en ser el gran misionero”, asevera Paula Monteiro, coordinadora del proyecto temático Misioneros cristianos en la Amazonia brasileña: un estudio de mediación cultural, que contó con el apoyo de la FAPESP. Pero pese a esta labor simbólica del Vaticano, desde los años 1970, la intervención misionera ante los pueblos indígenas es vista de manera maniqueísta, como un choque cultural entre vencedores y vencidos (o aculturados). “Este encuentro no fue meramente disipador, sino que propició el establecimiento de relaciones entre las culturas”, revela la investigadora. “Una de las grandes cuestiones que se nos plantean actualmente consiste en comprender el sutil proceso por el cual las diferencias, que supuestamente estarían condenadas a la desaparición debido a la globalización, se recrean y se reinventan. En nuestra investigación, nos interesa sobretodo detectar ese proceso dinámico de reelaboración cultural, cuando es mediado por un actor social particular: el misionero cristiano”, dice Marco Rufino, del equipo del proyecto, cuyos resultados se publicarán en un libro de Editora Globo.
“De esta manera, el foco de la reflexión se desvía pues del punto de vista de las sociedades indígenas, para situarse en los espacios de producción de las relaciones de interacción; se trata de comprender como dos (o más) puntos de vista interactúan para producir significaciones compartidas en niveles cada vez más generalizadores”, explica la coordinadora. “Un motivo a más para volver a la historia de las misiones: como historia paradigmática de la estructura pluricultural de la modernidad, ya que muestran la primera etnografía de la alteridad, cuyo valor histórico transciende la dimensión ‘religiosa’ y, por otro lado, constituyen una arqueología de todas las ciencias humanas que, por medio de los encuentros choques entre diversas civilizaciones, siguen narrando el camino de los hombres y el ‘sentido’ que ellos se esfuerzan para darle a sus vidas”, evalúa otro miembro del equipo, Nicola Gasbarro. “De derecho y de hecho, ellos son los primeros antropólogos de la modernidad”, añade el investigador.
Curiosamente, el movimiento misionero – que se modificó mucho a lo largo de la historia y, al contrario del sentido común, no fue sólo un brazo del Estado colonizador (aunque sus intereses puedan a veces tener ligazón), sino que estuvo dotado de voluntad propia – tiene su origen en el deseo de universalidad del cristianismo, al colocarse como el “verdadero culto del verdadero Dios”. En este movimiento, la Iglesia es estructuralmente misionera, acota Gasbarro. “Las misiones constituyen una práctica de evangelización que permite pasar de la universalidad potencial a la universalidad actual e histórica”. En la base de ese edificio se encuentra el concepto de salvación, organizador de diferencias al contener, bajo su “grandeza espiritual”, a la pluralidad. Todos, hasta los indios, son hombres y deben ser salvados. “El gran proyecto misionero de la Contrarreforma nace de una urgencia cultural: Occidente intenta comprender a las otras culturas en términos de civilización y de ‘religión’, pues se trata de las estructuras fundamentales de la vida social”, asevera el investigador. La religión se convierte en constructora de lo real.
El descubrimiento de los nuevos pueblos del nuevo mundo constituyó una chance de oro para que la Iglesia pusiera en práctica el nuevo concepto de “salvación” como amalgama universalizante. De la teoría a la práctica, sin embargo, había todo un océano que separaba a los jesuitas de los nativos. El modelo cristiano monoteísta existía en oposición al antiguo paganismo clásico: el Dios único requería rivales, para poder exhibir su mayor poder. El problema es que la religiosidad de los indios no servía para eso: los indios efectivamente no creían en grandes fuerzas superiores. Fue el comienzo de una larga y penosa “traducción” de la religión (lo que explica por qué, precediendo a la catequesis, existió la necesidad de la escritura de las gramáticas de los nativos) y de la negociación entre ambas culturas. Al mismo tiempo, fue preciso hacer del indio un “civil”, para que pudiera recibir la dádiva espiritual. “La catequesis comienza por lo tanto con la idea de que los indios se conviertan en ‘hombres’ (=civiles), una idea que atraviesa todo el proceso de evangelización en el Brasil colonial”, dice Cristina Pompa, también investigadora del proyecto. De esta manera, no se puede más hablar ya del encuentro entre misioneros e indígenas como “un choque entre dos bloques monolíticos, uno imponiéndole sus moldes culturales y religiosos a los otros que los absorben, y son así destruidos (aculturados) por los primeros o, por otro lado, ‘resisten’ en torno a su inmutable tradición”, sigue diciendo la autora.
Significa la producción de un consenso negociado. “Hay un cálculo del indio también en lo que atañe a las relaciones con el misionero y, sencillamente, no se puede hablar de fusión de culturas, sino en un conjunto de relaciones que se arreglan en derredor de algunos intereses comunes, que terminan por producir relaciones interculturales”, explica Paula Montero. Tupá se convierte en el equivalente del Dios monoteísta cristiano, la Virgen María se trasforma en Tupansy y los chamanes [pajés] son los diablos. “El imaginario europeo construyó la alteridad indígena elaborándola con base en una revisión de una rearticulación de algunas categorías religiosas: la fe, la profecía, la esfera demoníaca. A partir de allí, se construyó el proyecto misionero. Paralelamente, el ‘otro’ indígena realizaba su lectura de la alteridad colonizadora y misionera intentando absorberla y plasmarla según sus categorías: el simbolismo mítico-ritual”, agrega Cristina. Desde el principio entonces, no se observan polaridades irreductibles, sino un juego, una “traducción”, en la busca de un alto grado común, una dimensión de tránsito simbólico que tubo en el “religioso” su lenguaje de mediación.
Sin negar la truculencia con la cual los nativos fueron tratados, el proyecto revela que hasta la “aprobación del uso de símbolos cristianos traduce la dinámica histórica por la cual los indígenas buscaban instrumentos de afirmación política en el mundo colonial, construyendo un universo simbólico compartido por otros actores sociales y de poder.” Pero nuevos tiempos surgieron, y una nueva Iglesia requería un nuevo misionero. A partir del siglo XIX, la indexación se invierte: la civilización pasa a ser el nuevo código generalizador del mundo, el lugar de la “salvación”. “A lo largo del siglo XX se consolida una nueva noción de cultura, reificada por las luchas políticas de los siglos XIX y XX como un conjunto de rasgos específicos hereditarios”, comenta Paula. En los años post 1970, los misioneros se convierten en agentes culturalistas. “El campo religioso fue relativamente neutralizado como campo legítimo de la traducción; la cultura nativa comprendida como rito, ceremonia y tradiciones, ya estaba constituida como tal según la percepción de estos actores. El campo de la traducción puede así dejar la gramática de lo religioso y adoptar el campo de la ‘cultura’ (de la identidad étnica o etnicidad) como lenguaje de negociación de sentidos”, apunta la coordinadora.
“En los años post 1970, el código de salvación de los misioneros se desplaza de lo espiritual (el alma que ha de convertirse) a lo cultural (la tradición que ha de salvarse), sin perder su capacidad de organización de sentidos.” Toda esta reversión se consolida en los años 1960, con el Concilio Vaticano II: en el intento de incorporar a una institución europeizante a los muchos obispos no europeos, la Iglesia asume en su vocabulario el concepto antropológico de cultura. En un primer momento, esto es llevado al extremo, en especial por los ideólogos de la llamada Teología de la Liberación, de los años 1970. Que “reúne simbólicamente”, tal como señala Rufino “a los grupos indígenas del continente con los obreros de la industria; a los campesinos y agricultores desterrados, a los negros víctimas del prejuicio, a los marginados de los centros urbanos y a todos aquellos que cupieran en el amplio conjunto de los excluidos.”
Entra en declinación el modelo religioso de la conversión. “La nueva idea de convertir el indio es apoyarlo en sus luchas políticas. El misionero es ahora el que se convierte, sólo que en las cuestiones de supervivencia del indio”, apunta Paula. El pontificado de Juan Pablo II marcó un punto de inflexión en este movimiento “ortopráctico” de reunión de la fe y la praxis. Siendo un crítico severo (junto al por ese entonces cardenal Ratzinger), Juan Pablo II defendió un nuevo ideal misionero bajo la forma de la “inculturación”, una inmersión no ya en los problemas sociales, sino en la alteridad. El misionero es reinventado y la Iglesia pretende su absorción en las más variadas diversidades. “Juan Pablo ubicó a la cuestión cultural en el centro de su pontificado. De allí la importancia de sus viajes, en que la Iglesia se inmergía en las diferencias para intentar hallar un denominador común. Las peregrinaciones pasan a ser el elemento de unificación de las diversidades”, dice la investigadora. De esta forma, Juan Pablo II fue efectivamente el gran misionero.
Espiral
El dilema del religioso de los días actuales consiste en revertir el pasado, en una curiosa y inusitada espiral del tiempo: para que el indio pueda ser salvado es preciso que recupere los rasgos que traigan una vez más su alteridad como indio. Así, los nuevos misioneros caminan en el sentido inverso del de sus antecesores, que trajeron la civilización a los nativos. Ahora es preciso enseñarles nuevamente qué es ser indígena. Éste es el nuevo discurso del nuevo momento del movimiento. Pero el reflujo del catolicismo trajo a escena a otras religiones (protestantes universales, bautistas, Asamblea de Dios, etc.) que también resolvieron “cuidar” al indio. Son las llamadas “misiones transculturales” que, como señala Ronaldo de Almeida (también parte del equipo), “anuncian el Evangelio a las culturas remodelando el universo de valores, rituales y comportamientos según los parámetros de la religiosidad evangélico-fundamentalista”. Intervencionistas, éstas acaban aproximándose al modelo jesuita colonial y, al contrario de la inculturación católica, no les interesa ayudarlos en sus luchas políticas a los indígenas, sino exclusivamente en el aspecto religioso.
“Muchos misioneros tienden a transformarse en asistentes sociales, en empleados de organizaciones humanitarias, quizás hasta en apóstoles de revoluciones políticas. Silencian con relación al anuncio del Evangelio como esperanza de vida eterna, nada dicen sobre la necesidad del bautismo para participar de esta promesa. Llegamos a desalentar las conversiones al cristianismo, invirtiendo el papel del misionero”, palabras del entonces cardenal Joseph Ratzinger. “Creo que la llegada de Benedicto XVI coincide con el fin del ciclo de las potencialidades del Concilio Vaticano II. Ratzinger es un teólogo y ya avisó que no pretende recorrer el mundo, como el anterior papa. El desarrollo de la cuestión cultural sigue siendo central con el nuevo pontífice, pero quedará en el plano de la reflexión, de la doctrina, y no en el del ritual, tal como ocurrió con Juan Pablo II, que fue al encuentro de otras culturas”, evalúa Paula. El nuevo papa se muestra dispuesto a abrirse al otro, sostiene, “pero buscando una universalidad ética de la condición humana más allá de las diversidades culturales”. Nada lleva a pensar lo contrario del hombre que, en Dominus lesus, documento escrito por en 2000, en su calidad jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, negaba que otras religiones del mundo sino la cristiana pudiesen ofrecerle la salvación a los pueblos. “La conversión de los pueblos al catolicismo es un deber urgente”, proclamaba entonces.
El Proyecto
Misioneros cristianos en la Amazonia brasileña
Modalidad
Proyecto Temático
Coordinadora
Paula Montero – Departamento de Antropología de la USP
Inversión
274.968,00 reales