Imprimir Republish

Evoluci

En la cima de la montaña

La elevación de los Andes explica la diversidad de papagayos que existe en Sudamérica

Si fuese posible apuntar con una cámara de vídeo hacia el norte de la cordillera de los Andes y mostrar en pocos minutos lo que pasó en seis millones de años, la película mostraría las montañas subiendo a las alturas y llevando consigo algunos de los diversos loros que se diseminaban por todo el norte del continente. En las escenas correspondientes a los últimos dos millones de años, las coloridas aves, ya aisladas de sus parientes que quedaron en las tierras bajas, comenzarían a acumular diferencias entre sí hasta originar especies distintas. Esa versión de la historia, que contraría la hipótesis más aceptada, es resultado del trabajo de la bióloga Camila Ribas, del Laboratorio de Genética y Evolución Molecular de Aves de la Universidad de São Paulo (USP). Ella reconstruyó la historia evolutiva de los loros del género Pionus con la ayuda de la biogeografía, especialidad que analiza la distribución geográfica de la diversidad biológica. Este tipo de enfoque tiene raíces profundas: fueron patrones biogeográficos los principales responsables de llevar a los británicos Charles Darwin y Alfred Russel Wallace a elaborar la teoría de la evolución.

Pasado un siglo y medio de las observaciones de Darwin y Wallace, la biogeografía cuenta hoy en día con nuevas técnicas, como análisis de material genético, que ayudaron a contar la historia de los Pionus, o “maitacas”, publicada este mes en la revista británica Proceedings of the Royal Society, B. Camila consideraba el trabajo modesto, hasta que llegó al Museo Americano de Historia Nacional, en Nueva York, para un posdoctorado y mostró los datos a su supervisor Joel Cracraft. El experimentado especialista en evolución de las aves inmediatamente vio el valor de aquel material para ayudar a elucidar la relación entre las historias geológica y evolutiva de la América del Sur e instó a la investigadora brasileña a ampliar el muestreo y profundizar en los análisis.

Es más fácil decir que hacer. Los papagayos andinos son raros y poco estudiados, y difíciles de capturar. Para conseguir muestras de sangre u otro tejido, de donde se obtiene material genético, es necesario encontrar pichones en el nido o matar adultos a tiros. Camila fue entonces atrás de especies de museo y percibió que estaba en el lugar correcto: la colección del museo nuevayorkino está entre las más completas del mundo. Ella contiene el único ejemplar preservado de Pionus ponsi, de plumas verde oscuro, un poco azuladas en la garganta y amarillentas en los costados, colectada en 1949 en el noroeste de Venezuela. Allá están también dos de las raras pieles de Pionus saturatus, con su pescuezo azul turquesa, obtenidas en Colombia en 1899. Y el laboratorio donde los investigadores del museo realizan análisis genéticos reúne condiciones y conocimiento que lo ponen entre los mejores del mundo para extraer material genético de especies antiguas.

El material genético extraído de las muestras de museos de zoología estadounidenses y brasileños, sirvió para construir el árbol genealógico “o filogenia”, que revela el parentesco entre las especies de Pionus. Camila aplicó a esa genealogía un método para estimar cuándo surgieron las diferentes especies. Es como si la cantidad de diferencias entre las secuencias de ADN de las dos especies, representada por la longitud de cada rama del árbol, permitiese calcular cuando nacieron el abuelo, el bisabuelo y el tatarabuelo de una persona viva hoy. La idea de estimar fechas de divergencia a partir de la longitud de las ramas de un árbol filogenética es conocida como reloj molecular, pero el alto grado de imprecisión hace que el método no siempre sea bien aceptado por los investigadores. Por eso Camila y sus colaboradores usaron una sucesión de análisis.

El primer paso fue estimar otra vez los tamaños de las ramas de las árboles filogenéticas, de modo tal que reflejasen el tiempo evolutivo -la representación gráfica de la filogenia incluye un eje graduado, como una escala en un mapa, que da una idea de cuando ocurrió cada evento evolutivo. El equipo comparó dos métodos distintos que generaron resultados muy parecidos, lo que hizo los estimados más confiables. En el paso siguiente era necesario calibrar el árbol: dar a algún punto de él, una fecha conocida, a partir de la cual sería posible inferir las otras. “Para determinar esa fecha son necesarios fósiles con edades conocidas o eventos geológicos que puedan ser asociados a alguna ramificación del árbol”, explica Camila. “Pero existen muy pocos fósiles de psitacídeos, la familia que incluye papagayos, cacatúas y cotorritas”. El único evento geológico que ella tenía seguridad en asociar a la historia de los papagayos tuvo lugar hace alrededor de 85 millones de años, mucho antes del surgimiento del género Pionus: la separación entre Nueva Zelanda y la Antártida dejó de un lado la cepa que llevó al género Nestor, exclusivo de Nueva Zelanda, y de otro la fuente de todos los otros psitacídeos. A partir de esa fecha los investigadores estimaron el  origen de los Pionus en alrededor de 6,9 millones de años, fecha que sirvió como escala para medir el tiempo en la genealogía del género.

Y esta innovadora gimnasia metodológica salió bien. “Los revisores que evaluaron el artículo aprobaron la publicación sin cuestionar el método”, celebra la investigadora. “Los estimados de tiempo tienen un margen de error grande”, explica, “pero tenemos confianza en los tiempos relativos”. O sea, los Pionus pueden no haber surgido hace exactamente 6,9 millones de años, pero ella sabe el orden de los eventos a lo largo de la genealogía.

Altas diferencias – El reloj molecular muestra que, al erguirse, la cordillera de los Andes fragmentó la distribución de especies de cotorras que a lo largo de algunos millones de años acumularon diferencias y dieron origen a nuevas variedades. Si el estimado estuviera correcto, las tres especies que existían alrededor de 6 millones de años atrás, cuando la porción norte de los Andes tenía un 30% de la estatura que alcanza hoy, en 4 millones de años pasaron a ser diez cepas diferentes: seis en lo alto de las montañas y cuatro en las tierras bajas, que abarcan prácticamente todo el resto de la América del Sur.

No sucedió de un día para otro, pero los movimientos de la corteza terrestre erigieron una inmensa cadena montañosa donde antes había una llanura de selva. Surgieron así grupos aislados de plantas y animales, como las cotorras, y entraron en juego mecanismos locales que aumentaron la diversidad biológica. En las montañas los ciclos de alteraciones climáticas eran extremos: los glaciares poco a poco se tragaron la selva y redujeron las áreas habitadas por las cotorras a trechos espaciados; después se derritieron permitiendo que las aves se diseminaran otra vez. Esos procesos se repitieron varias veces y, en el último millón de años, dieron origen a la mayor parte de las cotorras andinas. Hoy son diez especies, de acuerdo con el trabajo de Camila.

El relieve accidentado y los ciclos glaciales dan a muchos la impresión de que los procesos evolutivos son más complejos en los Andes que en las tierras bajas. Camila da el ejemplo del canadiense Jason Weir, que el año pasado publicó un artículo en la prestigiosa revista Evolution en el cual concluye que las especies más recientes de aves suramericanas están en lo alto de las montañas. “El problema es que él usó una clasificación que no representa la diversidad real”, retruca la brasileña. Las nueve especies de cotorras que viven en las tierras bajas son, de acuerdo con la fecha de Camila, igualmente recientes: la mayor parte también surgió en el último millón de años.

No obstante una dificultad para ese tipo de estudio es lo poco que se sabe sobre la biodiversidad brasileña: ¿Cuántas especies existen?, ¿cuál es el parentesco entre ellas y dónde existen? En el trabajo con los Pionus ella trató como especies separadas varias unidades que son consideradas subespecies por la taxonomía vigente. “Son animales bien diferentes y viven en áreas geográficamente bien separadas”, justifica. Ahora los expertos tienen que decidir cuantas son las especies de cotorras: las nueve reconocidas hoy, las 19 que Camila y sus coautores consideran distintas o un número intermedio. “El Comité Brasileño de Registros Ornitológicos ya pidió para analizar el artículo”, cuenta la bióloga. En Brasil aún es imposible responder a preguntas biológicas más elaboradas sin antes ordenar la clasificación de las especies, según Camila, que tuvo que tornarse también sistemata: especialista en la rama de la biología que se ocupa en clasificar los seres vivos de acuerdo con el parentesco entre ellos.

Y le tomó gusto a la cosa.  A lo largo de su doctorado, que terminó en 2004 bajo la dirección de Cristina Miyaki, en la USP, Camila puso orden en la clasificación de varios géneros de psitacídeos. Examinó las nueve especies normalmente acomodadas en el género Pionopsitta, que se distribuyen por el norte de la América del Sur, y descubrió que la clasificación no correspondía a la realidad. Es como si el árbol genealógico de una familia incluyese primos de segundo grado, pero no considerase a los de primer grado. Una reforma era necesaria. En el artículo publicado en 2005 en el Journal of Biogeography, Camila resucitó el género Gypopsitta, que cayó en desuso, y en él alojó a ocho especies de esos papagayos de color verde vivo y cabezas a veces amarillas, otras rojas, otra verdes con manchas coloreadas, en general conocidos como “curicas”. En Pionopsitta sobró una única especie -pileata, o “cuiú-cuiú” o “caturra”, con su máscara roja.

La bióloga recuperó también la historia de Gypopsitta que, como las cotorras, tienen el análisis de los Andes como punto crucial de su historia evolutiva. El grupo que se quedó al oeste de la cadena montañosa generó tres especies, que hoy viven en la América Central, en Colombia y en el Ecuador. En seguida eventos geológicos, probablemente vinculados a los movimientos de la corteza terrestre que produjeron la cordillera de los Andes, separaron las “curicas” amazónicas que dieron origen a dos especies al oeste -G. barrabandi, a lo largo de la cuenca amazónica hasta el Peru, y G. pyrilia, en las Guyanas. Los representantes de Gypopsitta que quedaron en la mitad este de la Amazonia se dividieron en tres especies, que pueden haberse se diferenciado como resultado de fluctuaciones al nivel del mar y glaciaciones.

Selvas del pasado – El mismo enfoque puede ser valioso para revelar las relaciones pasadas y actuales entre los ecosistemas brasileños. Parte de la historia biogeográfica del Brasil está grabada en los periquitos Pyrrhura, o tiribas, otro psitacídeo que Camila estudió durante su doctorado. Así como las cotorras, diferentes especies de tiribas están en los Andes, en la Amazonia, en el Cerrado [sabana], en la región conocida como Agreste y en el Bosque Atlántico. Al estudiar el parentesco entre las especies, Camila concluyó que el ancestro de esos loritos dio origen a una rama que llevó la Pyrrhura cruentata, que hoy vive en el Bosque Atlántico, y otro que se diversificó en todas las otras especies. Esta segunda cepa, por su vez, se ramificó y dio origen a especies que hoy ocupan los diversos hábitats suramericanos. Al contrario de lo que es más común observar, las especies de Pyrrhura que hoy comparten un mismo ambiente no son parientes cercanos; ellas son representantes de cepas que divergieron en el pasado distante de la historia de los “tiribas”. Eso muestra, por ejemplo, que no todas las especies que hoy están en la Mata Atlántica tienen allí sus orígenes evolutivos. El trabajo de Camila, publicado en 2006 en la revista especializada The Auk, sugiere que la fauna del Bosque Atlántica es compuesta por especies cuyos ancestrales ya estaban allí y otras de orígenes amazónicas. Estudios sobre otros animales dicen lo mismo: el Bosque Atlántico y la Amazonia no siempre fueron aislados como son hoy. “En algún momento reciente, por alrededor de 1 millón de años atrás, parece haber habido comunicación entre la Amazonia y el Bosque Atlántico por corredores de selva que existían donde están el Cerrado y la vegetación agreste característica del norte de Brasil”, resume Camila.

Asimismo, la investigadora mostró que en el Bosque Atlántico algunos grupos son muy recientes y otros muy antiguos. Los grupos antiguos aparecen en las filogenias como ramas largas sin ramificaciones -o sea, no tienen especies hermanas de origen relativamente reciente. “Eso sugiere que pueden haber habido muchas extinciones por allí, o menos oportunidades para la diversificación”, explica. Pero la presencia de ramas largos -cepas que existen en el Bosque Atlántico hace millones de años- muestra que esa selva ha permanecido en un ambiente estable hace más tempo que la Amazonia, donde variaciones ambientales bastante recientes hicieron que la mayoría de los psitacídeos que allí viven se diversificasen en los últimos 1 o 2 millones de años. Ese proceso dio origen a especies consideradas jóvenes.

El próximo paso para Camila es ir más allá de los psitacídeos y estudiar aves que contienen historias diferentes y ayuden a comprender mejor como se formaron las selvas brasileñas y la biodiversidad que ellas contienen. Ella comenzó por la Amazonia y escogió aves que muestran la importancia de considerar as particularidades ecológicas de cada especie. El “jacamim”, o Psophia, es un ave terrestre, de cola corta y plumas oscuras, restringida a las tierras firmes amazónicas -no existe en áreas inundadas. Esa especialización parece limitar los movimientos de los jacamines, lo que no sucedería con un papagayo capaz de volar por largas distancias. El resultado es que las regiones amazónicas diferentes albergan especies distintas de jacamines, cuya diversificación es reciente. Resta aún explicar lo que aisló cepas y dio origen a las especies diferentes. En tanto, los “arapazus”, aves de plumas de color castaño que con sus largos picos alcanzan insectos que viven debajo de la corteza de los árboles, tienen hábitos ecológicos diferentes según la especie. El “arapazu” Dendrocincla merula, al igual que los jacamines, está más restringido a zonas de tierra firme. Camila ahora participa de un estudio coordinado por Alexandre Aleixo, del Museo Paraense Emílio Goeldi, en colaboración con investigadores de la Universidad Federal de Pará, que ya mostró que existen cepas separadas por los grandes ríos amazónicos. Lo mismo parece no suceder con Dendrocincla fuliginosa, más flexible en términos de hábitat: un análisis preliminar muestra que la distribución de las cepas es más amplia y abarca grandes áreas de la selva.

Falta mucho para entender como las características pasadas y actuales -ríos, montañas, movimientos geológicos y alteraciones climáticas, entre otras- de la Amazonia moldearon las especies animales y vegetales que allá viven. La diversidad biológica brasileña guarda marcas que pueden revelar misterios de la formación de la América del Sur, pero los biólogos y geólogos aún tienen mucho trabajo por la frente para conseguir leer esa historia, importante no sólo para entender como se formó esta parte del mundo sino también para delinear estrategias de conservación de la riquísima y única fauna sudamericana.

Proyecto
Reconstrucción de la historia evolutiva y estudios filogeográficos de la avifauna neotropical utilizando marcadores moleculares
Modalidad
Proyecto Temático
Coordinadora
Cristina Yumi Miyaki – USP
Inversión
507.359,46 reales (FAPESP)

Republicar