Léo Ramos Chaves“Suelo decir que tropecé con el derecho, no lo elegí”, comenta el carioca Gláucio Soares, alumno de la primera promoción de la Facultad de Derecho de la Universidade Cândido Mendes, en Río de Janeiro. Hijo único de una docente de educación primaria y de un contador, Soares ingresó en esa institución en 1953, en una época en que la ciencia política y la sociología no eran disciplinas autónomas, “sino capítulos del derecho”. No le llevó mucho tiempo enamorarse de las ciencias sociales. “El área específica del conocimiento que me fascinó no tenía representantes en Brasil y cobraba estímulo a partir de aquello que leía: libros que abordaban la investigación y resultados de la misma”, recuerda. “La carrera de sociología y política de la PUC [Pontificia Universidad Católica] tuvo mucho más impacto sobre mí que la de derecho”.
A Soares se lo considera uno de los fundadores de la sociología moderna en Brasil, que innovó al introducir métodos cualitativos y cuantitativos en los estudios sociales. En 1967, con “Socioeconomics variables and voting for the radical left: Chile, 1952”, un artículo redactado en colaboración con Robert Hamblin, docente de psicología social en la Washington University en St. Louis, Estados Unidos, se convirtió en el primer latinoamericano en publicar en la revista American Political Science Review. Su libro Sociedade e política no Brasil, editado en 1973, se tornó rápidamente una referencia entre los trabajos de sociología electoral en el país. “La sugerencia de publicarlo por la editorial Difusão Europeia [Difei] fue de Fernando Henrique Cardoso”, dice, recordando que ambos coincidieron en Chile. “En ese entonces, tanto él como casi todos en el ámbito académico para mí estaban a mi izquierda. Yo pasé a la izquierda sin cambiar demasiado, porque Brasil se inclinó hacia la derecha”, atestigua.
Docente del Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (Iesp-Uerj), Soares relata que le gusta escribir: “Antes me preocupaba por escribir elegantemente, ahora pretendo llegarle al alma a la gente que me lee. Yo creo en el alma”. Padre de cinco hijos y abuelo de seis nietos, en esta entrevista, que concedió en el apartamento donde vive con su esposa, la politóloga Dayse Miranda, en frente de la sede del club Fluminense, en la zona sur de Río, habla de su trayectoria profesional y de su nuevo objeto de investigación.
Especialidades
Sociología política y criminología
Institución
Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Universidad del Estado de Río de Janeiro (Iesp-Uerj)
Estudios
Graduado en derecho en la Universidade Cândido Mendes (1957), con estudios de sociología y política en la Pontificia Universidad Católica de Río de Janeiro (1958), maestría en derecho por la Tulane University (1959) y doctorado en sociología (1965) por la Washington University en St. Louis
Producción
11 libros escritos o compilados, 43 capítulos de libros
Usted estudió derecho, sociología y ciencia política. Cuando tiene que consignar su profesión, ¿cómo se define?
Bromeo un poco con eso. A veces pongo sociólogo. En los últimos años trabajé bastante en criminología, pero no el derecho penal ni el derecho procesal penal. De ninguna manera me defino como jurista. Mi desencanto con el derecho llegó muy pronto.
¿Por qué?
Porque el derecho no contempla afirmaciones esenciales como por ejemplo: “No lo sé, por lo tanto quiero saber”. Es “yo ya lo sé”. Va más allá de las diferencias entre las ciencias del ser y del deber ser. La postura en la cual “yo admito mi desconocimiento actual, y por eso necesito investigar” es para mí la representación de la ciencia. También constituye una barrera con la cual me topo. No solo disciplinaria, en el caso del derecho, sino teórica. Algunas teorías fueron importadas como respuestas y no como planteos de problemáticas.
¿No hallaba un reto científico en el derecho?
No creo que haya un desafío científico. Aquí en Brasil lo que siempre vi es una aplicación de códigos. Hice una maestría en derecho comparado y hoy en día ese conocimiento me sirve como parámetro. Al conocer desde adentro la manera de pensar de un estudioso del derecho, yo la contrasto con la manera concreta de pensar de un investigador. O sea, sobrevino un desencanto, pero también le hallé utilidad.
En su producción se transluce cierta preocupación con los métodos de investigación de las ciencias sociales. ¿Cuál es el origen de eso?
Quedé pasmado con las primeras lecturas, incluso antes de ir a perfeccionarme a Estados Unidos. Por un lado, había afirmaciones gratuitas, en nombre de la sociología y de la ciencia política, y, por otro, preguntas por responder. Mi planteo fue: ¿no sabemos todo esto? Por supuesto que no. Recuerdo que discutía con marxistas ortodoxos, que para buscarle una solución a los problemas brasileños leían, por ejemplo, El manifiesto comunista, de 1848. Los más inteligentes recurrían a los Grundrisse, el estudio que [Karl] Marx [1818-1883] publicó al final de la década de 1850. La gente no conoce al Marx investigador. Conoce al Marx teórico, al revolucionario.
¿Y a usted solo le interesa el Marx investigador?
Así es, de hecho es lo que más me interesa de él, que se pasó 13 años en una biblioteca buscando, por ejemplo, historiales de sueldos. Eso lo descubrí en París, casi por casualidad, al toparme con esa obra en una librería.
Volviendo a su interés por los métodos de investigación, en un artículo que salió publicado hace 15 años, usted registró lo que consideraba una “precariedad en la enseñanza de técnicas de investigación y métodos cuantitativos”. ¿Qué cambios hubo desde entonces?
En todo este tiempo quizá se ampliaron las diferencias entre las distintas disciplinas. Hubo un momento en la ciencia política en que un grupo de profesionales que tenían una buena maestría hecha en Brasil volvían de Estados Unidos con un buen doctorado, pero no ocurrió lo mismo con la sociología. En Minas Gerais, Júlio Barbosa creó un programa de becas en el posgrado cuando eso prácticamente no existía, y propició la conformación de una elite intelectual, una generación que hoy tiene 70 años, como mínimo. Cada uno de ellos, que retornaban con una buena capacitación en métodos, me suscitaba nuevas esperanzas. Porque hay mucho por dilucidar. No tenemos que quedarnos filosofando todo el día leyendo a [Johann Wolfgang von] Goethe [1749-1832] y [Friederich] Nietzsche [1844-1900]. En Brasil, el uso de los métodos en ciencia política ha mejoradop un poco. En la sociología no dispusimos del desarrollo que tuvieron los métodos cualitativos en la antropología.
Por lo tanto, a su juicio, observando ahora a las ciencias sociales, la sociología aparece en desventaja.
En términos de rigurosidad metodológica sí. El uso de clásicos europeos, que se enseñaron como norma, resultó muy perjudicial. En la sociología ocurrió lo mismo que, en cierta medida, sucede en el derecho, en donde lo que más pesa es la autoridad. La idea de la autoridad es dañina para la ciencia. En ella no interesa quién, sino qué y cómo. El nombre de quien la hace es irrelevante y, cuando algo se convierte en mito, el alumno tiende a tomar ese conocimiento como una verdad. Podemos verlo en el caso de [Émile] Durkheim [1858-1917], un gran investigador y pensador francés, por cierto. En la academia brasileña, cuando se menciona al suicidio, la primera obra que se nos viene a la mente es El suicidio, publicado por él en 1897. Pero en la propia Francia, 50 años antes de Durkheim, [André-Michel] Guerry [1802-1866] introdujo datos interesantes. Basta con tipear el término suicide en el Google Académico para encontrar centenas de miles de trabajos de investigación sobre el tema. Hace cinco o seis años, elaboré un análisis, que no publiqué, sobre el contenido de las asignaturas que se dictan en el posgrado que reveló cosas interesantes.
¿Por ejemplo?
Hice un mapeo nacional sobre programas y bibliografías de las carreras de sociología en las que hay posgrado, y verifiqué quiénes eran los autores recomendados. Los principales eran europeos. También figuraban algunos estadounidenses, pocos brasileños y prácticamente ningún otro latinoamericano. No había africanos ni asiáticos. Eso no quiere decir que en Asia y en África no haya sociología, pero significa que sencillamente ignoramos esa producción. El título del estudio sería sociología arcaica. No lo publiqué porque debía dedicarle más tiempo del que disponía para finalizar el trabajo, actualizando los datos, y generaría muchas disputas. No estaba dispuesto a involucrarme en esa pelea.
Pero fue su pasión por la sociología lo que lo indujo a salir de Brasil al final de la década de 1950.
Así es, quise irme en pos de mi desarrollo. Esa fue una decisión arriesgada. Antes de partir, la única charla que tuve sobre el tema fue con el padre [Fernando Bastos de] Ávila [1918-2010], el cura fundador del Instituto de Sociología y Ciencia Política de la PUC. Cuando le planteé mis dudas, él me dijo: “Los recursos en el exterior son tantos que no importa qué, pero vas a aprender”. Mi destino inicial fue la Tulane University, en Estados Unidos. Hice una maestría en un año. Luego me trasladé al National Opinion Research Center [Norc] para aprender a investigar.
Muchos académicos se ubicaban a mi izquierda. Yo viré a la izquierda sin salir de mi lugar, porque Brasil se inclinó hacia la derecha
¿Cómo fue ese aprendizaje?
La primera lección fue que en las ciencias sociales se puede producir conocimiento a partir de los datos recabados por entrevistadores, organizados por codificadores y evaluados por estadísticos, así nunca se haya visto ni entrevistado a nadie. La segunda vino con la práctica e impone un límite a la primera. Aquel que no entrevista pierde mucho. Salí a hacer trabajo de campo para subsistir, me pagaban por entrevista, en el hielo de Chicago. Uno de los autores de la investigación era el sociólogo Elihu Katz y en la encuesta que él había elaborado figuraban muchas preguntas sobre el aborto. Me tocó entrevistar a los habitantes de un barrio italiano. Una mujer se negó a responder, llamó a un montón de tipos que se me vinieron al humo y tuve que huir. Entonces comprendí que había formulado preguntas que, en ese entonces, no podían hacerse en esa comunidad. Ahí fue que me di cuenta de que el tema del aborto podía estudiarse, pero la metodología tendría que ser diferente.
Usted también fue uno de los pioneros de los estudios electorales en Brasil. ¿Cómo surgió eso?
Eso surgió para las elecciones de 1960. La elección de gobernador en lo que entonces era el estado de Guanabara era durísima. Por la derecha iba Carlos Lacerda [1914-1977], de la UDN [Unión Democrática Nacional]. Por la izquierda, Sérgio Magalhães [1916-1991], del PTB [Partido Laborista Brasileño]. Y había un tercer candidato, algo carismático y violento, y con mayor arraigo en la Baixada Fluminense, que era Tenório Cavalcanti [1906-1987], por el PST [Partido Social Laborista]. Había varios estudios, que por aquella época se denominaban prévias (tendencias). Uno de los más ambiciosos lo llevaba a cabo el periódico Correio da Manhã. Pensé: esta es mi oportunidad. Me puse mi único traje formal y fui a presentarme en el Correio. Me contrataron para ese trabajo. Entré en el periódico por la mañana y salí a la noche con el cuestionario imprimiéndose. Eran cuarenta y tantas preguntas. Capacité a los entrevistadores y tuve muchos problemas con la veracidad de las informaciones y con la deshonestidad. Detecté dos tipos de engaño. El más común: el tipo iba al sitio en donde debía realizarse la encuesta, formulaba dos o tres preguntas iniciales y se iba, y luego completaba los cuestionarios en su casa. Otros ni siquiera iban, los completaban todos en su casa. Teníamos un sistema de chequeo que me permitió detectar los fraudes y rehacer las entrevistas. Con los datos oficiales del TRE [Tribunal Regional Electoral], hicimos una estimación de los resultados teniendo en cuenta las circunscripciones electorales. Hubo cierto desvío, pero acerté con precisión el resultado de la contienda: triunfó Lacerda, pero por escaso margen.
¿Esa fue su consagración?
No, salí corriendo. Tenório Cavalcanti, a quien se lo conocía como el tipo de la capa negra, era un político agresivo, andaba siempre armado con una ametralladora a la que apodaba Lurdinha. Él me envió una misiva al periódico donde decía algo así como: “Los intelectuales generan sus mentiras y acaban por creérselas. Usted está equivocado y me está perjudicando”. No sé si el miedo guió mi lectura o si la lectura aumentó mi temor. El caso es que resolví irme de Río. Me fui a Brasilia, para asistir a la inauguración de la capital. La gente del Correio da Manhã quedó furiosa conmigo porque les había prometido otros dos artículos que finalmente no les entregué. Pero la calidad de la investigación fue reconocida incluso por el periódico de la competencia.
Usted tuvo la oportunidad de dedicarse a esa área de las encuestas electorales y sondeos de mercado, pero la dejó de lado. ¿Por qué?
En aquella época, cuando Marplan me invitó a sumarme a su plantel, yo vivía con mis padres, y prácticamente no tenía ingresos. Esa fue una elección crucial en mi vida. Si hubiese aceptado, en algunos meses habría podido comprarme un auto, alquilar un departamento en un buen barrio, satisfaciendo a mi burguesismo reprimido, y no hubiera retornado rápidamente al mundo académico. Pero opté por seguir resistiendo, y nunca me arrepentí.
¿Qué le brinda la ciencia que el mercado no podría darle?
Una identificación con el fruto de mi trabajo. Me da alegría y tristeza. Es mucho más emotiva, pero yo controlo los efectos de esa emotividad con técnicas firmes. Recurro a ellas incluso cuando hago análisis de contenidos. Cuando estuve en la Washington University, Gilbert Shapiro, mi profesor de sociología, por ejemplo, estudiaba los cuadernos [Cahiers de Doléances], de 1789, donde la población de Francia registraba sus quejas, durante la Revolución Francesa. Era un scholar. Eso me encantó. Nadie trabajaba en forma tan cuidadosa y detallista, por eso pensé: ¡algún día quiero hacer eso!
La enseñanza de clásicos europeos como si fuesen verdades irrefutables es dañina. La idea de la autoridad perjudica a la ciencia
¿Cuándo comenzó usted a realizar análisis de contenidos?
Hace mucho. Sin embargo, más acá en el tiempo, cuando Google facilitó el acceso a sus 30 millones de libros, surgió la posibilidad de un nuevo tipo de análisis para aquellos que, como yo, anhelaban estudiar la evolución del marxismo como teoría, y sus conceptos. Seleccioné contenidos fundamentales, que podrían hallarse en los libros investigados, tales como, por ejemplo, conciencia y conflicto de clases, proletariado, burguesía, etc. Usé cinco idiomas: inglés, alemán, francés, español e italiano. La idea consistía en verificar cuál es el efecto del final de la URSS [Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas] en la difusión del concepto. Yo no disponía de un conjunto integral de hipótesis, tenía curiosidades. Por ejemplo, quería saber si el declive había comenzado antes de la caída del Muro de Berlín, en 1989. Luego me propuse descubrir, apelando también a ese mismo análisis empírico del pensamiento, que ocurrió con el pensamiento de la Cepal [Comisión Económica para América Latina y el Caribe] y con los cepalinos. Y también con la censura a [León] Trotsky [1879-1940] en la Alemania nazi.
¿Cuáles fueron sus hallazgos?
La Cepal no murió, se reinventó. En cuanto al marxismo, emergieron dos conclusiones: ninguna teoría sociológica tuvo tanto impacto, ni durante tanto tiempo. El marxismo siguió la trayectoria esperada para una gran teoría: dominó el pensamiento sociológico durante décadas, resultó afectado por los acontecimientos de la política mundial y de las políticas nacionales, y sufrió una decadencia acelerada, que continuaba al comienzo del milenio actual. La gran orientación teórica general fue sustituida por varias perspectivas con alcances y ambiciones más acotadas. Este instrumento, que analiza la frecuencia de menciones, menos sofisticado, es el que utilizo para reflexionar sobre el rumbo de las ciencias políticas y de la sociología. La versión más sofisticada, más exacta, es un cálculo del propio Google, el Ngram, un algoritmo. Esa fue la herramienta que utilicé para el análisis sobre el ascenso y la caída del marxismo. Las referencias a Trotsky en ruso cayeron en picada luego de la ruptura. Comenzaron a caer ya en los años previos al ascenso de [Adolf] Hitler [1889-1945] y solo volvieron a crecer con posterioridad al nazismo.
Su tesis doctoral, sobre desarrollo económico y radicalismo político también continúa inédita.
No publiqué mi tesis, que defendí en 1965. En aquel entonces aún coqueteaba con lo que sería una forma más inteligente y creativa del marxismo. Recurrí a un concepto del sociólogo estadounidense Robert Merton [1910-2003] para explicar el voto radical de izquierda en el exterior. Analicé muchos indicadores. Como resultado, surgieron dos factores que no son ortogonales, no son independientes uno del otro, son correlativos, aunque no idénticos. A uno lo denominé desarrollo económico y al otro, desarrollo social. La grieta entre uno y otro es lo que explica el voto radical.
¿Cuándo surgió su interés por la temática de la violencia?
Yo vi lo que [Augusto] Pinochet [1915-2016] hizo en Chile. Cuando estaba en Flacso [Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales], viajé a Argentina y comprobé lo que hicieron los militares argentinos. Y también acá, en Brasil: fueron 21 años recolectando datos con cautela. Mis artículos iniciales sobre el tema mostraron, por ejemplo, que las destituciones políticas que hubo durante la dictadura [1964-1985], estuvieron signadas en primera instancia por la relación con el FPN [Frente Parlamentario Nacionalista], en segundo término con el partido al cual el parlamentario estaba afiliado. Años más tarde, predominaba la manera en que votaban los proyectos que le interesaban al gobierno. Eso definía si perdía el cargo o no. La fase legislativa de esa investigación la hizo Sérgio Abranches. Mi interés por el tema, que surgió a la par de la violencia política en Chile, Argentina y Brasil, luego derivó hacia la violencia en la sociedad.
La disminución de la violencia comienza por el control de las armas e involucra al conocimiento científico
Fueron más de dos décadas de investigación en esa área. ¿Qué trabajos puede destacar?
El libro Não matarás [editorial FGV, 2008], en el cual trabajé durante más de 10 años. También me gusta una investigación sobre el impacto del Estatuto del Desarme, que elaboré junto con Daniel Cerqueira, del Ipea [Instituto de Investigación Económica Aplicada]. Nuestras estimaciones indican que, durante los 13 primeros años de vigencia, es decir, hasta 2016, el estatuto salvó 121 mil vidas. Se trata de un trabajo de divulgación científica, que hace hincapié en la necesidad de debatir sobre los efectos del estatuto no solo a partir del momento en que el mismo entró en vigencia, sino en evaluarlo en función de la tendencia previa en la tasa de homicidios, que apuntaba a un crecimiento mucho más rápido. Los resultados no dejan dudas: las armas de fuego son una calamidad. Su posesión eleva dramáticamente la cifra de accidentes domésticos. El libro intitulado As vítimas ocultas da violência no Rio de Janeiro [editorial Civilização Brasileira, 2007], que publiqué con la autoría de Dayse Miranda y Doriam Borges, es de gran importancia en tanto y en cuanto revela el sufrimiento, ampliamente ignorado, de la cantidad de gente que ha quedado destrozada, por cada muerte violenta registrada.
En el caso de Brasil, ¿es posible resolver el problema de la violencia?
En cuanto a acabar con la violencia no podemos resolverlo. Pero podemos reducirla y eso arranca por el control de las armas e involucra al conocimiento científico puesto al servicio de políticas públicas. Sabemos, por ejemplo, que quien termina la enseñanza media tiene un tercio del riesgo de ser asesinado que quien no asiste a la escuela. Los muchachos son 12 veces más susceptibles que las chicas y ser negro es un factor importante de riesgo. Si imaginamos la imagen de un hombre montado en los hombros de otro, y así sucesivamente, las vidas salvadas llegarían a una altura de 10 kilómetros si la tasa de homicidios entre los negros fuera idéntica a la de los blancos. Junto a Doriam Borges utilizamos esos datos en el artículo que titulamos “El color de la muerte”.
Usted dio clases en el exterior durante varios años. ¿Cómo fue esa experiencia?
Di clases en Estados Unidos, en Inglaterra, en Chile y en México. Enseñé más en Estados Unidos que aquí, en Brasil. Fueron 40 años dando clases afuera y haciendo investigación. Los alumnos estadounidenses son cuadrados, en el mejor sentido de la palabra. Son obedientes, cumplen con lo preestablecido, leen lo que uno les dice que lean. En tanto, la gente de Flacso reflejaba la América Latina de la época: los estudiantes del Cono Sur llegaban mucho mejor preparados que el resto.
En cuanto al posgrado, dirigió 31 maestrías y 11 doctorados. ¿Le agrada esa labor como director de tesis?
Dirigí a muchos, es un trabajo placentero, pero también es algo que genera ansiedad. Acepté regularmente supervisar a alumnos “complicados”, basándome en un estudio que llevamos a cabo en la Flacso al comienzo de la década de 1960. Ese estudio apuntaba que la universidad perdía más alumnos por problemas personales que por dificultades académicas. A partir de mi experiencia, me arriesgaría a decir que a lo largo de estos años hubo un deterioro de la educación universitaria en Brasil. Pero ese es un precio necesario, que debe pagarse. La democratización de la sociedad significa que la universidad ya no le pertenece solamente a una elite.
La sociología brasileña tomó recaudos para evitar ocuparse de las emociones. El ser humano vivencia el amor. ¿Por qué no se estudia el amor?
¿Cómo lidió con la financiación de la investigación científica a lo largo de su carrera?
Hoy en día solo hago investigaciones artesanales. Creo en esa forma de proceder. Fui muy influenciado por C. Wright Mills. Pocas veces pude contar con financiación. No me caracterizo por saber detectar fuentes de financiamiento. Trato de cubrir todas las etapas de la investigación en forma personal. Cuando fui a Tulane, en Nueva Orleans, conté con una beca de la Fundación Rockefeller que me asignaba 132 dólares mensuales. Aquí en Brasil tenía una beca de la Faperj [Fundación de Apoyo a la Investigación Científica del Estado de Río de Janeiro] Es un estímulo que se le otorga a todos los veteranos del Iesp, a partir de la incorporación del Iuperj [Instituto Universitario de Investigaciones de Río de Janeiro]. La beca no llega a 5 mil reales y yo la apodé como la beca sepultura, porque para recibirla uno debe ser mayor de 70 años, tener cierto prestigio ganado en el medio e idealmente, morir en tres años. Yo no me morí, pero casi, y la beca caducó.
Usted escribió, cierta vez, que para usted era “un peligro” separar las áreas política y académica. ¿Por qué?
Porque se trata de una conjunción cuya intersección es significativa. Uno aprende y trae al mundo académico realidades no trabajadas profesionalmente, a partir de la simple observación de conversaciones, por ejemplo. Todo eso sirve para enriquecer el ámbito académico. Si uno se encierra en una torre de marfil pierde el contacto con la realidad. De ahí deriva mi interés por lo empírico. En cierto modo, lo empírico es uno mismo cuando toma contacto con la realidad continuamente.
¿De ahí también proviene su elección por temas considerados poco ortodoxos en el mundo académico? ¿Qué está investigando ahora?
Desde hace tres años estoy inmerso en un proyecto denominado “Migajas de amor”. La sociología brasileña tuvo mucho cuidado en evitar ocuparse de las emociones. Fuera del salón de clases hablamos de amor todo el tiempo. El ser humano vivencia el amor. ¿Por qué no se estudia el amor? ¿Cuánta gente estudia el amor en Brasil? Empecé por las revistas de ciencias humanas indexadas en la biblioteca científica electrónica SciELO y, luego de utilizar sus dispositivos de búsqueda, descubrí que menos del 1% de los artículos menciona la palabra amor. Tampoco estudiamos la felicidad en Brasil. En las ciencias sociales no estudiamos las emociones. Hay un contraste con Holanda, por ejemplo, donde hay un centro dedicado al estudio de ese tema. Yo veo al amor como algo extremadamente poderoso y empecé a elaborar un análisis de la literatura académica; allí donde hay datos secundarios, los tomo.
¿Qué se propone entender a partir de esta investigación?
Varias cosas. Por ejemplo: ¿cuál es el efecto del amor en las relaciones sociales? Hoy en día se sabe que los hijos que tienen ambos padres en casa se ven menos afectados por problemas tales como bajas calificaciones en la escuela, alcoholismo, tabaquismo y drogadicción. Lo que surge de la literatura científica va más allá: los padres que leen con sus hijos, les dedican tiempo, los elogian cuando tiene éxito y pueden imponerles disciplina, producen hijos con menos riesgos. La presencia física y las muestras de afecto son importantísimas. Reducen mucho, por ejemplo, el riesgo de suicidio. Fuera de la familia, las expresiones de amor también son importantes. Los ancianos que no tuvieron hijos y, por ende, no pueden tener nietos, pero que ayudan a otra gente viven más, según surge de los estudios. La soledad, un tema emergente en el análisis de la bibliografía de los últimos 200 años, es la gran asesina en la tercera y cuarta edad. También son muertes evitables a la espera de la introducción de políticas públicas inteligentes.