Si la porción más pobre de una población determinada incrementa sus ingresos un 20% en un cierto período, mientras que la ganancia del segmento más rico es del 50%, ¿puede afirmarse que la sociedad está en una situación mejor o peor? La respuesta depende del ángulo desde el cual se mire la cuestión: si todos ampliaron sus ingresos, se podría afirmar que el conjunto de la población se benefició. Este enfoque, que hace hincapié en la ganancia de los más pobres, es en lo que se basan los argumentos de aquellos que sostienen que, si la economía crece, todos ganan siempre. Otra perspectiva considera que el aumento de la desigualdad es problemático, independientemente de que todos ganen.
En las últimas décadas, la investigación económica viene demostrando que el problema de la desigualdad no es el mismo que el de la pobreza. Los efectos deletéreos de la desigualdad acumulativa –aquella que genera nuevas desigualdades– son vastos. Ella destroza la movilidad social al restringir el acceso a las oportunidades para los más pobres y, en casos extremos, también para la clase media. Como consecuencia de ello, el crecimiento de la economía también resulta afectado, dado que, si las oportunidades se reducen, los mercados también ven mermada su dinámica. Finalmente, cuando un grupo selecto de personas concentra suficiente patrimonio e ingresos, puede controlar el sistema político, asegurándose la perpetuación de su riqueza, así como la pobreza del resto.
Hay un planteo fundamental que orienta los estudios sobre la desigualdad: ¿cómo mitigarla o revertir su tendencia de crecimiento? Para encarar este desafío, los gobiernos disponen de dos herramientas principales: el gasto público y la tributación. El rol que cumple cada uno de ellos sigue siendo materia de debates, pero se trata de dos caminos inseparables, ya que la inversión del Estado se financia, en gran medida, mediante la recaudación tributaria.
“Todo depende del objetivo”, dice el economista Rodrigo Orair, del Instituto de Investigación Económica Aplicada (Ipea). “Para llegar a la población de bajos ingresos, la inversión social es claramente el mejor camino, mediante asignaciones tales como las se realizan con el programa Bolsa Familia. Si el objetivo es crear una sociedad más ecuánime, en el sentido de las oportunidades y posibilidad de acceso a los bienes públicos, que beneficie no solo a los pobres, sino también a la clase media, el camino es la inversión en salud, educación y transporte. Si el problema es la concentración excesiva de los ingresos en la cima de la distribución, en particular, del patrimonio que proviene del capital, el instrumento por excelencia son los impuestos”, enumera. Los impuestos progresivos, con alícuotas superiores para los ingresos y los patrimonios más altos, permiten compensar la concentración de la riqueza en la cúspide.
El caso brasileño
Si la desigualdad es algo que debe combatirse, no solo por razones éticas y sociales, sino también económicas, entonces Brasil, un país al cual se lo señala como uno de los más desiguales del mundo, constituye un caso aparte. Luego de dos décadas de descenso, la desigualdad volvió a aumentar en el país de la mano de la recesión de 2015 y 2016. La concentración de ingresos, que se mide por el coeficiente de Gini (lea el glosario de términos), que pasó de 0,633 a 0,519 entre 1989 y 2015, según el Banco Mundial, volvió a crecer a 0,539 en 2018.
Con todo, incluso en el período en el que el coeficiente de Gini se redujo, la caída de la desigualdad no se vio reflejada en toda la extensión de la distribución del ingreso. Estudios como el del sociólogo Pedro Herculano Ferreira de Souza, también del Ipea, que utilizó los datos del impuesto a las ganancias, revelan que, para el 1% más rico de la población brasileña –o sea, la cima de la pirámide– la concentración del ingreso no solo se mantuvo estable sino que es una de las más pronunciadas del mundo. Esos datos fueron publicados en el libro intitulado Uma história da desigualdade: A Concentração de renda entre os ricos no Brasil – 1926-2013.
Según Orair, la batalla contra la desigualdad debe hacerse por medio de la recaudación tributaria aplicada precisamente a ese sector de la población. Sin embargo, “los estudiosos han puesto énfasis en el alto grado de regresividad de nuestra estructura tributaria, en especial, por la mínima incidencia de la tributación directa, decir, a los ingresos y al patrimonio, pero también por una serie de especificidades, exenciones y regímenes especiales que distorsionan el perfil progresivo del impuesto directo”, dice la economista Débora Freire, investigadora y docente del Centro de Desarrollo y Planificación Regional de la Universidad Federal de Minas Gerais (Cedeplar-UFMG).
En definitiva, el segmento más rico de la población aporta un porcentaje menor de su ingreso que los más pobres. Como las alícuotas de los impuestos sobre el consumo son las mismas para todos, los pobres pagan proporcionalmente más impuestos que los ricos. En simultáneo, las alícuotas de los impuestos sobre los servicios son más bajas, beneficiando a los más ricos, que consumen proporcionalmente más servicios. Finalmente, la renta financiera, característica de los contribuyentes más ricos, también paga menos impuestos que los sueldos, reforzando la injusticia del sistema.
En diciembre de 2019, un artículo del expresidente del Banco Central, Armínio Fraga, que salió publicado en la revista Novos Estudos Cebrap, le dio un nuevo impulso al debate sobre la relación entre desigualdad, inversión pública y sistema tributario en Brasil. Fraga aboga por la idea de que el Estado debe ser capaz de invertir mucho más en el área social y en infraestructura. Para el acopio de recursos para esas áreas, él propone un ataque en tres frentes: menor gasto en empleados públicos, reducción del costo del sistema previsional y reforma del sistema tributario, tornándolo progresivo y eliminando los subsidios a los ricos.
“De esa manera, Brasil podría ordenar sus cuentas fiscales. También se podría consolidar una escala de intereses más baja. Así sobraría mucho dinero para invertir mejor en promoción social: educación, saneamiento y salud, incluso reforzando el SUS [el Sistema Único de Salud]. También podría complementarse al sector privado en lo que este no pueda hacer en infraestructura”, dice Fraga.
“Nuestro sistema tributario se convierte en un generador de desigualdades y no al contrario. Nuestros impuestos directos son poco progresivos, entonces la regresividad de la tributación indirecta no se ve compensada en forma suficiente”, dice Freire. “Una reforma que incidiese afectivamente sobre las inequidades del sistema tributario, transformándolo en redistribuidor, debería ampliar la base participativa del gravamen directo [sobre el total de los impuestos recaudados] y mejorar el perfil progresivo de esos tributos”.
Para el economista de la UFMG, sería necesario “reformular el impuesto a las ganancias y a la renta financiera, un mayor impuesto a los bienes sucesorios o herencias, un impuesto a las grandes fortunas, un canon más alto para los ingresos de mayor cuantía en el impuesto a las ganancias de personas físicas, una reconfiguración de los impuestos al patrimonio, tales como el IPTU [Impuesto Inmobiliario y a los Bienes Territoriales Urbanos], IPVA [Impuesto a la Propiedad de Vehículos Automotores] e ITR [Impuesto Territorial Rural]”, enumera.
Por consiguiente, la medida más directa para combatir la concentración de los ingresos y patrimonio sería el impuesto directo a esas formas de riqueza. No obstante, las propuestas de reforma del sistema tributario en debate en el Congreso se centran exclusivamente en los impuestos indirectos. Tanto la Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC) 45, en la Cámara de Diputados, como la PEC 110, en el Senado, pretenden unificar varios tributos en uno solo, instaurando el Impuesto sobre los Bienes y Servicios (IBS) o Impuesto al Valor Agregado (IVA).
La motivación principal para que la reforma se enfoque en los impuestos indirectos radica en la complejidad de los impuestos a los bienes y servicios en Brasil. El sistema contempla una miríada de beneficios fiscales, regímenes especiales y alícuotas diferentes. También existe lo que se denomina “impuesto en cascada”, cuando las distintas etapas del proceso productivo pagan tributo unas por encima de otras. Por eso, “más allá del impacto en la eficiencia, también habría cierto impacto distributivo, dado que la unificación de alícuotas y el fin de los impuestos acumulativos generarían, en promedio alícuotas menores”, dice Freire. En la PEC 45 también está prevista la creación de un sistema de devolución del impuesto para las familias más pobres y la igualación del impuesto sobre bienes y servicios.
“Un buen sistema tributario genera el mínimo daño posible al crecimiento y, simultáneamente, es progresivo, es decir: los estratos más ricos contribuyen proporcionalmente más”, dice el economista Bernard Appy, director del Centro de Ciudadanía Fiscal (CCiF). “La modificación del impuesto al consumo en Brasil es importante para suprimir las distorsiones que tanto perjudican el crecimiento del país. Eso generaría potencialmente un incremento mayor al 20% del PIB [Producto Interno Bruto] en 15 años”, estipula. Appy también destaca que no hay incompatibilidad entre la reforma de los tributos directos y la de los indirectos. “Son agendas complementarias, no competitivas”, considera.
Al sistematizar el cobro de impuestos a las ganancias y al patrimonio, una de las dificultades para cualquier legislador reside en evitar las maniobras contables que les permiten a los contribuyentes con ingresos más altos pagar alícuotas más bajas que el promedio. Eso es lo que sucede actualmente en Brasil. El uso de empresas por personas físicas para abonar menos impuestos es una estrategia frecuente, un fenómeno al cual se lo conoce como “pejotización” (término derivado de “persona jurídíca”) de las relaciones laborales. Beneficios tales como la asignación por residencia también pueden constituir “sueldos disfrazados”, que no abonan impuestos, dice Orair. Diversas inversiones financieras, como es el caso de los fondos inmobiliarios, están exentas de abonar tributos.
“Una persona física que posee un inmueble alquilado paga un 27,5% de impuesto a las ganancias por ese alquiler. Pero si esa persona es propietaria de 10 inmuebles, puede montar una empresa en el régimen de lucro presunto y paga un tributo que va del 11,3% al 14,5%, recurriendo a la figura jurídica de la empresa. En cuanto al reparto de dividendos, como persona física que es, estará exento. Y si fueran más de 100 inmuebles, puede asociarse con otras personas y montar un fondo de inversión inmobiliario, y así no paga nada en concepto de impuesto a las ganancias”, explica Appy. “En Brasil, cuantos más inmuebles posee una persona y cuanto más complejo sea el modelo mediante el cual cobra alquileres, menos impuestos abona”, resume.
“En el caso del impuesto a las ganancias, necesitamos un sistema que trate más o menos de la misma manera a los beneficios provenientes del capital y a los que se perciben mediante el trabajo”, dice Orair. “Caso contrario, la gente seguirá tratando a sus beneficios de capital como ganancia laboral o viceversa, dependiendo de cuál sea menos gravado”, dice. En Brasil, la mencionada pejotización y otros fenómenos similares constituyen ejemplos de ingresos laborales que se tratan como beneficios de capital: al ser posible deducir menos impuesto a las ganancias como empresa que como individuo, muchos optan por recibir una remuneración laboral como si fueran empresas obteniendo utilidades. Si los ingresos provenientes del capital y el del trabajo tributaran por igual, eso no sucedería.
En la tesis intitulada El capital y el trabajo en Brasil en el siglo XXI: El impacto de las políticas de transferencia y de tributación sobre la desigualdad, el consumo y la estructura productiva], Freire argumenta que la reducción de las asimetrías entre el impuesto procedente de los ingresos del trabajo y los del capital contribuiría para el crecimiento y la reducción de la desigualdad. “Si hubiera al mismo tiempo un aumento en la participación del impuesto directo en la carga tributaria, la disminución de la desigualdad sería significativa”, añade. En un estudio realizado en 2016, en colaboración con el economista Sérgio Gobetti, Orair estimó que la desigualdad brasileña, medida por el índice de Gini, podría reducirse en un 4,31% si se estableciera una alícuota de un 35% del impuesto a las ganancias de personas físicas (IRPF) para los ingresos superiores a 325 mil reales anuales. Para ello, se necesitaría que, a la par, la renta financiera tributara según la misma tabla de valores. Eso afectaría a 1,2 millones de personas y la Receita Federal, la agencia federal tributaria, incrementaría su recaudación en 72 mil millones de reales. Los resultados fueron publicados en el texto para debate intitulado “La progresividad tributaria: La agenda olvidada”.
Un mundo desigual
Estas preocupaciones giran en torno a un principio económico tradicional: que la remuneración sea un incentivo a la productividad y a la innovación. Esto significa que un cierto grado de desigualdad es aceptable, porque si todos fueran iguales –la pretendida “igualdad de resultados”– no habría motivo para mayores esfuerzos o para producir más. Por otra parte, las sociedades excesivamente desiguales también son menos eficientes, porque desperdician talentos, al concentrar las posibilidades de éxito en un grupo circunscrito de personas que ya pertenecen a las clases más altas, haciendo inviable la “igualdad de oportunidades”.
¿Cuánta desigualdad es aconsejable? “No hay cómo calcular o determinar una desigualdad óptima”, dice Fraga. “La relación entre crecimiento y desigualdad no es universal y no ocurre en todos los países a través de los mismos mecanismos”. Por ende, se debe diferenciar la desigualdad provocada por la dinámica de la economía competitiva de otras, tal como aquella denominada “rent seeking”, es decir, la apropiación de los mecanismos de generación de la riqueza por los grupos de poder. El problema de determinar cuánto va a combatir la desigualdad una sociedad, o bien si va a fomentarla, es fundamentalmente de naturaleza política. “En el artículo, sostengo la tesitura de que, en Brasil, combatir la desigualdad ayudaría colaboraría para acelerar el crecimiento”, enfatiza.
Las dos caras de la desigualdad quedan en evidencia en países que atraviesan procesos pronunciados de enriquecimiento, como en el caso de China. Antes de las reformas en la década de 1970, el país era mayormente agrario y había poca desigualdad. A partir de la industrialización y el rápido crecimiento, la concentración de la renta se expandió y, simultáneamente, toda la población se enriqueció. “Pero en China también brotan los ejemplos de fortunas multimillonarias”, algo que puede conducir, según Fraga, a una rigidez de la economía. Al igual que en Occidente, la concentración del ingreso podría ser un factor de pérdida de dinamismo para el gigante asiático.
En los países donde un crecimiento acelerado no saca a la gente de la situación de pobreza, el aumento de la desigualdad no se traduce en ninguna mejora de las condiciones de vida. Al contrario, pone en riesgo la democracia y el sistema económico al bloquear la movilidad social. En el libro intitulado Capitalism, alone, publicado en 2019, el economista serbio Branko Milanovic, docente de la City University de Nueva York (Cuny) y exfuncionario del Departamento de Investigación del Banco Mundial, argumenta que tanto el capitalismo de Occidente, al cual lo describe como “liberal-meritocrático”, como el capitalismo asiático, al que tilda como “político”, van en camino a convertirse en plutocracias, es decir, sistemas en los que las elites políticas y económicas se convierten en “una misma elite autosostenida”.
“Dos de los mitos más preciados de los economistas se desmoronaron. El primero se basa en que la desigualdad tendería a disminuir a partir del desarrollo. El segundo sostiene que la desigualdad sería beneficiosa para todos, especialmente para los más pobres”, pondera la economista Celia Kerstenetzky, directora del Centro de Estudios sobre la Desigualdad y el Desarrollo (Cede) del Instituto de Economía de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). “En los últimos 30 años, el incremento recurrente de la desigualdad en el mundo, con esa característica de concentración extrema y creciente en la cúspide y la percepción de que el destino del 1% más rico y del 99% restante están vinculados, de un modo perverso para estos últimos, fue la causa del declive de esas creencias”, dice.
En el libro Le Capital au XXIème siècle [El capital en el siglo XXI], publicado en 2013, el economista francés Thomas Piketty sostiene que el sistema económico ostenta una tendencia concentradora intrínseca y expresó esa idea apelando a una fórmula sencilla: (r>g). Esto es, los beneficios del capital (r) crecen más rápido que la economía en su totalidad (g) y, por ende, que los beneficios emergentes del trabajo. Para evitar el retorno a una sociedad oligárquica, en la que solo los herederos de las familias ricas tienen posibilidades de éxito, Piketty alude a la necesidad de implementar un sistema tributario que no solamente sea progresivo, sino que además compense la tendencia innata del sistema a la concentración del ingreso entre los más ricos.
Para Freire, gran parte de la desigualdad evidente en Brasil subyace en su estructura productiva, en la que los sectores exportadores de commodities tienen amplia incidencia. “La desindustrialización, que viene desde la década de 1990, consolida la estructura concentradora, porque propició un incremento de la participación de los sectores exportadores de commodities en el conjunto de la producción”, sostiene. En su tesis, Freire explica que, como esos segmentos tienen una estructura de remuneración desigual, es decir: en comparación con la industria, generan más beneficios por capital que ingresos del trabajo, por eso, cuanto mayor es su peso en la economía y en la exportación, mayor es también la tendencia a extremar la concentración de la riqueza.
Los modelos de distribución
Hoy en día, en Estados Unidos, los diputados del partido Demócrata, como es el caso de Alexandria Ocasio-Cortez, avalan iniciativas para apuntalar el rol de las inversiones estatales con miras a garantizar el pleno empleo, además de propender a una transición de la economía estadounidense hacia la sostenibilidad, mediante lo que denominan Green New Deal, en referencia al programa de recuperación económica de Franklin D. Roosevelt (1882-1945) durante la Gran Depresión de la década de 1930, el New Deal.
Las propuestas en torno al Green New Deal se basan en las ideas de una escuela económica reciente, para la cual el gasto público no debe limitarse a la capacidad de financiación del Estado y la tributación sirve, principalmente, como instrumento para administrar la economía. Se trata de la teoría monetaria moderna (MMT, por sus siglas en inglés). Para los economistas que adhieren a esta corriente, “el rol de la tributación no consiste en financiar los gastos del gobierno, sino en gestionar el monto total de los gastos en la economía, que incluyen los gastos de las familias, de las empresas, del gobierno y del sector externo, para evitar tanto el desempleo como la inflación”, dice la economista Simone Deos, del Instituto de Economía de la Universidad de Campinas (IE-Unicamp).
La gestión de los gastos en la economía comprende la elección de a cuáles segmentos de la economía tributaria y a cuáles grupos sociales debe estar dirigida la inversión pública, una decisión que deviene en efectos distributivos. Con todo, “siempre y cuando la economía disponga de recursos reales, sobre todo mano de obra, es posible y aconsejable ampliar las inversiones orientadas hacia el sector más pobre, sin que exista una contrapartida en el aumento de la recaudación, a los efectos de mitigar las desigualdades”, argumenta Deos. Esto significa que, para financiar las inversiones en salud, educación y generación de empleo, no es necesario el uso explícito del impuesto a las clases altas cuando existen recursos ociosos: gente sin trabajo, máquinas sin uso, infraestructura operando por debajo de su capacidad. La tributación y la financiación son dos iniciativas independientes, a no ser que sea el caso de una economía en pleno empleo, cuando el retiro de recursos de un lado debe compensar la inversión del otro.
En el libro intitulado Consenso e contrassenso, el economista André Lara Resende recurre a la historia de las teorías del dinero y de las políticas monetarias para argumentar que el equilibrio de las cuentas públicas no constituye un obstáculo para la inversión social. Es decir, no hay un impedimento formal para incrementar el gasto público con miras a una disminución de la desigualdad. “La restricción sobre la emisión primaria es puramente administrativa. Se trata de una disposición amparada en una decisión política de establecer un límite para el gasto público”, escribe.
A lo largo de la historia, la inversión pública y los impuestos progresivos han sido utilizados masivamente para garantizar sociedades menos desiguales y oportunidades similares para todos. Ese fue el caso del modelo adoptado por el régimen socialdemócrata, principalmente en Europa luego de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), durante el período que pasó a la historia como “los 30 años gloriosos del capitalismo”. La fuerte inversión pública en educación, transporte y salud provocaron la expansión de las clases medias y la recuperación de los países europeos arrasados por la guerra.
“La investigación de Piketty en su último libro, Capital et idéologíe, publicado en 2019, revela que el rol del sistema tributario es mayor de lo que se suponía. El régimen tributario progresivo, vigente entre la Primera Guerra Mundial [1914-1918] y el final de la década de 1970 y el comienzo de los años 1980, fue una de las causas principales de la disminución de las desigualdades en las economías avanzadas del siglo XX”, dice Kerstenetzky. “La tributación no solo fue importante para financiar la reconstrucción en la posguerra y las políticas sociales urgentes. También fue un mecanismo de reducción directa de las desigualdades porque, por ejemplo, desalentó los sueldos muy altos y redujo la renta financiera neta”, sostiene.
“La socialdemocracia utiliza el mercado para aquello que el mercado es capaz de hacer, es decir, para generar riqueza. Pero también corrige las fallas del mercado, generando un ambiente con más oportunidades para la gente, mayor movilidad social y una red de protección”, describe Fraga.
Déficit primario
Las cuentas del Estado tienen déficit primario cuando los gastos superan a los ingresos, previo al pago de intereses de la deuda pública, y superávit primario si los ingresos superan a los gastos. Cuando se incluyen los intereses de deuda, se habla de un déficit o un superávit nominal.
Índice de Gini
El coeficiente o índice de Gini, desarrollado en 1912 por el estadístico italiano Corrado Gini (1884-1965), es un indicador de la distribución de los ingresos que hoy en día se utiliza fundamentalmente para calcular la desigualdad de los ingresos en una sociedad. Fluctúa entre 0 (cero) y 1 (uno). Una distribución de “0” representa una perfecta igualdad, mientras que “1” corresponde a una concentración absoluta.
Ingresos y patrimonio
El ingreso es el término genérico que agrupa los réditos del trabajo (de los asalariados y de los autónomos) y los dividendos que reporta la propiedad (acciones, empresas, inmuebles, títulos). Mientras que todos los ingresos son flujos, la propiedad (o el patrimonio) es una reserva estática. A modo de ejemplo, al declarar el impuesto a las ganancias sobre una persona física, se paga sobre el flujo (el monto que se percibió en ese año). Si el individuo adquirió un patrimonio en el mismo período, este se declara en el apartado de bienes, que consigna su reserva de riqueza, es decir, cuánto tiene hasta la fecha.
Impuestos progresivos y regresivos
Un sistema tributario se denomina progresivo cuando el porcentaje de la población que recibe mayores ingresos abona proporcionalmente más impuestos. Cuando el gravamen tributario es más pesado para quienes ganan menos, se dice que el sistema es regresivo.
Tributación directa e indirecta
Se dice que un impuesto es “directo” cuando impacta sobre los individuos y empresas en forma directa, es decir, sobre sus bienes y fuentes de ingresos. Ejemplo de ellos son en Brasil el impuesto a las ganancias (de personas físicas o jurídicas), el IPVA, el IPTU, el ITR y el impuesto a la herencia.
El tributo “indirecto” es aquel que grava la producción y el consumo, tal como en los casos del Impuesto a la Circulación de Mercaderías y Servicios (ICMS), del Impuesto sobre los Productos Industrializados (IPI) y del Impuesto sobre las Operaciones de Crédito, Divisas y Seguros (IOF).