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Humberto Torloni

Humberto Torloni: En los bastidores de la oncología

Léo RamosA punto de cumplir 90 años en marzo, el médico que ayudó a establecer las bases institucionales y conceptuales de la oncología en Brasil trabaja todos los días con entusiasmo en el segundo subsuelo del Hospital A.C. Camargo ‒rebautizado como A.C. Camargo Cancer Center en 2013‒, uno de los principales centros de investigación y atención especializada de Brasil en el área. Como si estuviese cribando oro, Humberto Torloni revisa los volúmenes de registros de casos de personas tratadas desde que el hospital comenzó a funcionar, en 1953 y, junto con su equipo, observa el cambio del perfil epidemiológico del cáncer en el país. A medida que se analizan los informes emergen nuevas directrices de tratamiento del que probablemente sea el mayor banco brasileño de datos y muestras de tumores. “Se cosecha lo que se siembra”, dice él.

Edad:
89 años
Especialidad:
Anatomía patológica
Estudios:
Escuela Paulista de Medicina, actualmente Universidad Federal de São Paulo (título de Grado), 1948
Institución:
A.C. Camargo Cancer Center (São Paulo)
Organización Mundial de la Salud (Ginebra, Suiza)
Organización Panamericana de la Salud, Opas (Washington)
Ministerio de Salud (Brasilia)
Instituto Ludwig de Investigaciones sobre el Cáncer (São Paulo)
Producción Científica:
52 artículos publicados en revistas indexadas (PubMed)

Humberto Torloni todavía era un estudiante de medicina cuando ayudó a recolectar dinero para la creación del Hospital del Cáncer, concebido y dirigido por el cirujano Antonio Prudente. El joven médico se especializó en patología, dirigió el equipo de patólogos del hospital ‒”empecé lavando muertos”‒, diseñó técnicas y dispositivos de trabajo y colaboró en la capacitación de jóvenes investigadores que actualmente ocupan puestos de liderazgo en las facultades de medicina y centros de investigación de São Paulo y de otros estados. En 1962 se trasladó a Ginebra, en Suiza, junto a su familia, y en la Organización Mundial de la Salud (OMS), coordinó un equipo de patólogos de distintos países que determinaron los criterios para lo que por entonces era una caótica terminología de tumores, fundamental para definir los tratamientos y realizar comparaciones de casos. Luego trabajó en la Organización Panamericana de la Salud (Opas) en Washington y en el Ministerio de Salud de Brasil, donde conoció al millonario estadounidense Daniel Ludwig, quien deseaba patrocinar un centro de investigación sobre el cáncer en Brasil. Torloni lo ayudó a elegir el hospital que podría albergar el centro de investigaciones y a su director, Ricardo Brentani, quien muchos años después fue presidente de la FAPESP. En 1984, invitado por Brentani, regresó al hospital como coordinador de programas del Instituto Ludwig de Investigaciones sobre el Cáncer.

Torloni, quien fuma en pipa algunas veces al día, de buen talante y provocador, no reúne los requisitos para un título académico ni posee currículo Lattes, aunque la base PubMed registra 52 artículos científicos donde él es autor o coautor. Se define a sí mismo como “cocinero del Gran Hotel”, por haberse desempeñado siempre entre bambalinas y corredores de importantes instituciones de la salud. Médicos e investigadores con dudas o en aprietos lo consultan con frecuencia. Como humanista nato, en una de sus conferencias, en noviembre del año pasado, recordó que la relación de confianza entre el médico y el paciente debe situarse por encima de la tecnología. Sus ideas sobre cómo ejercer la medicina echaron raíces en su propia familia: tiene un hijo y una hija médicos y otro se desempeña como administrador; también tiene un nieto médico y otro que es administrador y abogado. Es una familia de longevos. Su padre, Matheus Torloni, cuyo nombre designa a un viaducto en el barrio paulistano de Jabaquara, vivió hasta los 102 años. Y él es tío de la actriz Cristiane Torloni.

¿Qué hace usted en el hospital, a sus 89 años?
Rescato la memoria para escribir la historia. Ese diagrama que la muchacha [señala a su colega Hirde Contesine, en la mesa de enfrente] está escribiendo es igual a éste que tengo aquí en la mesa. El de ella es de 1958 y éste, de 1959. En estos cuadros se encuentran registrados todos los datos transcritos de los historiales de los pacientes. Queremos construir un banco de datos con todos los casos atendidos en el hospital desde 1953, cuando fue fundado, hasta 2000. De 2000 en adelante ya está todo digitalizado. Lo que hacemos se basa en los códigos de clasificación de tumores, que constan en los libros de referencia de la OMS, la CIE-10 y la CIE-O. Hay unos 800 tipos de tumor, con varios subtipos. La ficha con una síntesis de cada caso atendido se digitaliza y sirve para tratar de cometer menos errores, para que el médico desarrolle el mejor tratamiento basándose en las características morfológicas, celulares y moleculares de cada tumor. Corremos contra el tiempo, porque el color de la tinta cambia y dos o tres mapas se mojaron accidentalmente y están manchados. Los datos se recuperarán a través de la lectura de los microfilmes. Todos los casos identificados que pueden interesar al cuerpo clínico serán revisados por medio de los cubos de parafina con muestras de tumores extraídos de los pacientes, que serán reanalizados por medio de la inmunohistoquímica y otras técnicas moleculares con las que no contábamos en la época del diagnóstico inicial.

¿Y qué es lo que está descubriendo?
Veo muchos errores de diagnóstico, que antes eran comunes por falta de experiencia. En un caso de absceso de mama, de tipo tuberculoso, extirparon la mama creyendo que era cáncer. No era necesario. Aprendemos con el error. Cuando observo un caso así, noto que es pedagógico, porque ahora ya no ocurre. Hay muchos informes descartando el cáncer en medio de todo esto. Los pacientes llegaban aquí con miedo al cáncer, pero tenían blastomicosis [una infección por hongos], esquistosomiasis del recto, tuberculosis, leishmaniasis, lepra, sífilis congénita, todos creyendo que padecían cáncer. También hallamos casos de cáncer de piel y lepra, por ejemplo. Ahora las enfermedades infecciosas están controladas, pero proliferan las crónicas. En 2007, cuando me fui del Instituto Ludwig porque Ricardo Brentani dejó de dirigirlo, dije que quería trabajar en el hospital y rescatar lo que hay aquí. En el primer análisis que hice, con pocos datos, con pocos datos, revisamos 225 mil historias clínicas, de las cuales el 49% eran de cáncer; 50 mil eran varones y 61 mil mujeres. Hicimos un balance sencillo. Por ejemplo: en 16 mil casos de cáncer de mama, la inmensa mayoría pertenecían a mujeres y solamente 11 a hombres. Para establecer un historial sobre cualquier tipo de cáncer se necesita rescatar estas informaciones. En 50 años registramos 1.051 casos de cáncer de pene, que llegaban en fase avanzada y el índice de mortalidad era enorme. Quedamos perplejos, porque es una localización atípica, en rangos etarios jóvenes. ¿Quiénes son esos hombres? Eran todos jóvenes trabajadores que habían llegado del norte y del nordeste en busca de trabajo y aquí desarrollaron el cáncer. Se contaminaban con VPH (virus del papiloma humano) e infectaban a la mujer, que podía desarrollar cáncer de cuello uterino. La importancia de nuestro trabajo radica en realizar un historial basado en hechos.

Rescate de la historia: libro de registro de los pacientes tratados, analizados uno por uno

Léo RamosRescate de la historia: libro de registro de los pacientes tratados, analizados uno por unoLéo Ramos

¿Cómo ingresó al Hospital del Cáncer?
Ingresé en la antigua Escuela Paulista de Medicina [la actual Unifesp] en 1942 y me recibí en 1948. Mi padre era carpintero, un inmigrante italiano que se fue de Italia a los 16 años, en 1897, porque su hermano dijo que quería ser cura. En aquél tiempo, cuando algún miembro de la familia manifestaba ese deseo, toda la familia pasaba a vivir en función suya y mi padre no deseaba eso. En primera instancia emigró hacia Nueva York (Brooklyn) y fue a cortar hielo en el río Hudson para las heladeras de aquella época. Luego de dos años decidió viajar a Argentina. No le gustó el sitio y se vino a Brasil. Se casó en el interior de São Paulo y tuvo 10 hijos. Mi madre nació en el sur de España y vino de niña para acá, se casó con mi padre y empezó a tener hijos cuando tenía 16 años. Un día, mi padre abrió un anuario y nos mostró cuánto había gastado con cada hijo. Decía en broma que si hubiera invertido en burros sería un hombre rico rodeado de asnos. Tales cosas nos enseñan liderazgo. El liderazgo se logra de dos maneras: por respeto o por temor. Somos nueve hermanos y una hermana. Uno de nosotros, Hilário Torloni, fue vicegobernador de São Paulo, entre 1966 y 1971. Yo nací en el interior, en Itapuí, antiguamente Bica de Pedra, en 1924, e hice el secundario en Santos, donde mi padre era representante de los plantadores de café.

¿Y por qué eligió medicina?
No sabía qué seguir. Mi hermano Hilário ya estudiaba medicina y un día vine a la pensión en la avenida Rio Branco donde él alquilaba una habitación. Hice un curso, rendí en la Escuela Paulista de Medicina y en la USP. Entré en la Paulista. En esa época yo tenía que ayudar a mis hermanos para que pudiesen estudiar. Entonces me junté con un compañero y comenzamos a armar y vender resúmenes para los alumnos que rara vez asistían a las clases teóricas. Por ese entonces, mi padre ya no lograba vivir del café en Santos y abrió una escuela de comercio en el barrio de Brás, la escuela Barão de Mauá. Yo trabajaba ahí, de 19 a 23 h. Los hijos ya graduados eran contratados como profesores y su sueldo pagaba los estudios de los otros. Nos graduamos todos. Los tres mayores fueron contadores y ya fallecieron. Hilário y yo somos médicos. Mi hermana Tereza es docente y abogada. Geraldo, que es el padre de la actriz Cristiane Torloni, eligió hacer teatro. Mi padre dijo que podía hacer lo que quisiera, siempre y cuando trajera un diploma de una carrera superior. Geraldo se graduó como abogado en la Facultad de Derecho de Largo de São Francisco, le dio el diploma al padre y se dedicó al teatro. Otro de los hermanos fue docente de la USP y otro, del Instituto Tecnológico de Aeronáutica, en São José dos Campos.

¿Y usted?
En 1946, cuando estaba en el cuarto año de carrera, pensaba qué especialidad elegiría. No quería ser cirujano, porque notaba que la vida de la gente dependía de un bisturí. Pensé en oftalmología, pero los equipamientos eran carísimos. Meditaba si debía irme al exterior cuando vi un anuncio en el periódico. La Asociación Paulista de Lucha contra el Cáncer necesitaba dinero para construir un hospital. Había una competencia para estudiantes de medicina y el premio era una beca de estudios al finalizar la carrera, para donde quisiera. Yo quería ganar la beca e irme al exterior, porque era algo raro y al que regresaba le iba bien.

¿Qué hizo?
¿Dónde hay dinero?, pensé. En los bancos. Fui a los bancos y los nenitos de papá que competían conmigo ya habían ido a todos. Como yo daba clases en Brás, por la noche, fui a la periferia, a visitar fábricas y tejedurías. Recorrí Brás por completo y llegué hasta São Bernardo do Campo. Para obtener recursos, Antonio Prudente instituyó el “día de trabajo”. Aquel empleado que donara el valor correspondiente a un día de trabajo, si en el futuro padeciera cáncer, sería tratado gratis cuando el hospital estuviera funcionando. Con esa moneda de canje fui a las fábricas. Le contaba sobre la campaña de recaudación al jefe del departamento de recursos humanos de la fábrica y él me autorizaba a hablar en el comedor, a la hora del almuerzo. No necesitaban donar nada en el acto, solamente había que hablar con el jefe de RR.HH. y autorizar la donación. Yo regresaba en tres meses para recoger el dinero. También utilicé la red escolar: conversaba con las maestras, la directora y los niños. Ese trabajo me costó el triple, porque tenía que estudiar, trabajar por la noche y también recaudar el dinero. Llegó el último día de la campaña. La sede de la tesorería estaba en la calle Benjamin Constant, donde estaba el consultorio de Antonio Prudente. Teníamos que dejarle el dinero recaudado al tesorero. Lo pensé y deposité tan sólo una parte del dinero recaudado. Porque imaginaba que los niños bien pondrían más dinero de su propio bolsillo si sabían cuál era la diferencia entre los competidores. Hablé con Nicolau, mi hermano mayor, que era contador, y lo convencí para abrir una cuenta corriente conmigo en la Caixa Econômica Federal, en Praça da Sé. Si me ocurría algo, el dinero sería entregado a la Asociación Paulista de Lucha contra el Cáncer. Llevaba tan sólo un 10% de lo que recaudaba para la tesorería y guardaba el 90% en la Caixa. Sólo había 10 postulantes. El último día de la competencia, me dirigí a la Caixa con Nicolau, retiré el dinero y los comprobantes y lo llevamos a la tesorería. Llegamos poco antes de las seis de la tarde, el tesorero ya nos estaba esperando. Le pregunté cuánto se había recaudado en total y dije que en el maletín tenía más dinero. Me preguntó si estaba loco por andar con tanto dinero por ahí y le expliqué que estaba todo en la Caixa. Él me llevó a conocer a Prudente, quien me preguntó qué quería hacer y me dijo que faltaba gente en anatomía patológica, un tipo de profesional ligado directamente al cirujano. Le dije que no sabía si eso me gustaría. Él me sugirió que trabajase con el profesor catedrático de anatomía patológica Moacir de Freitas Amorim, que había realizado una pasantía en Alemania y era fanático de la patología alemana. Prudente me recomendó y Amorim me dijo que iba a comenzar aprendiendo a lavar cadáveres. Lavé, aprendí a suturar, a hacer autopsias, todo mientras todavía estudiaba. Un negro de cabellos blancos que se llamaba Davi hacía las autopsias y me enseñó, me hice amigo de él. Como yo tomaba apuntes en la facultad y daba clases por la noche, lavar cadáveres fue excelente. Ese aprendizaje resultó fundamental cuando me hice cargo del departamento de anatomía patológica del hospital.

O sea que triunfó en la competencia y obtuvo la beca. ¿Qué hizo con ella?
Quedó guardada hasta que me gradué. Era una beca de especialización en anatomía patológica. Después de practicar acá, viajé para Estados Unidos. Prudente conocía a uno de los mejores patólogos de Estados Unidos, Lauren Vedder Ackerman, y me envió hacia la Universidad Washington en Saint Louis, Missouri. El monto de la beca era de 300 dólares por mes y no cubría los pasajes, era sólo para mantenerse. Prudente me ayudó: fui y volví en barco, sin pagar, acompañando cargamentos de café. De los 300 dólares, me sobraban 150, porque comía tres veces por día gratis en el hospital y pagaba 60 dólares en una pensión donde había médicos de Tailandia. Me quedé allá un año y medio, y regresé en 1952, unos 10 meses antes de que se inaugurara el hospital. A mi regreso tuve que darle clase al grupo de patólogos del hospital. Abrí un laboratorio experimental detrás del consultorio de Prudente y me fue bien, porque él me enviaba a sus pacientes. Con eso sobrevivía, mientras esperaba que abriera el hospital. Confeccioné una lista con todo lo que necesitaba para el laboratorio de anatomía patológica del hospital y le avisé a Prudente: “Abra la cocina, la lavandería y el sector de anatomía patológica, porque cuando funcione el centro quirúrgico puede haber óbitos”. Los cirujanos, en aquel tiempo, querían mostrar quiénes eran. Y en las autopsias, en el subsuelo del hospital, nosotros detectábamos dónde habían fallado. Realizamos 1.953 autopsias entre el 4 de agosto de 1953 y el 31 de marzo de 1976, un promedio de 7,5 por mes. Había una gran mortalidad causada por el estado avanzado de los casos. Como el hospital del cáncer cumplía una misión triple ‒asistencia, enseñanza e investigación‒ y el sistema de diagnóstico por imágenes resultaba insuficiente para un diagnóstico real de la enfermedad, utilizábamos la autopsia como el libro de estudio más realista. La información se registraba a mano en este libro y luego se mecanografiaba y se archivaba [muestra el libro y el primer registro]. El 4 de agosto de 1953, a las cinco y veinte de la mañana, falleció una paciente de 27 años. Mientras se construía el hospital, nosotros nos preparábamos y capacitábamos a los equipos en el Hospital Santa Cruz. Vinimos aquí en junio y en agosto esa paciente murió. Ella había sido operada a las 15 horas del día anterior por dos médicos, tenía un coriocarcinoma, un cáncer en la placenta, actualmente muy raro. Ya existía el departamento de anatomía patológica, con cuatro patólogos. La primera autopsia que hice fue la número 3, el 16 de agosto. Se trataba de un tumor maligno en el húmero, en un hombre de 60 años. Las autopsias eran hechas por los patólogos de pie y los asistía un residente del departamento responsable por el tratamiento de aquel paciente. Los resultados se seleccionaban para las reuniones anatomoclínicas, que se realizaban una vez por mes, entre las siete y las ocho y media de la mañana, para indicar que el paciente no estaba afectado por una única dolencia, el cáncer, sino que padecía otras comorbilidades, tales como insuficiencia renal crónica y cicatrices pulmonares por tuberculosis, más allá de otros hallazgos inesperados, que incidían en la evolución de la enfermedad. Hicimos 363 reuniones anatomoclínicas, y el contenido se grababa en cinta, se taquigrafiaba y luego mecanografiaba, y se publicaban en la Revista Brasileira de Cirurgia y más adelante en el Boletim de Cirurgia.

Microscopio portátil: una lupa para ver diapositivas con imágenes de tejidos

Léo RamosMicroscopio portátil: una lupa para ver diapositivas con imágenes de tejidosLéo Ramos

¿Cómo eran Antonio y Carmem Prudente?
Él era un gran cirujano plástico. Vivió durante un tiempo en Alemania y trajo de allá el bisturí eléctrico. Muchos tumores se ulceraban y se infectaban. Sólo existía la penicilina como antibiótico y algunos pocos más. Para reducir el tamaño del tumor, él utilizaba el bisturí eléctrico, para cauterizar. También fue profesor en la Escuela Paulista de Medicina, contaba con gran preparación y era muy sencillo, no tenía hijos y no era ostentoso con lo que ganaba. Era muy católico, conservador, vivía en función del trabajo. Doña Carmem era el motor que empujaba, porque lo que él tenía de sosiego y tranquilidad, ella lo tenía de alborotada. Era periodista, hija del médico personal de Getúlio Vargas, un cardiólogo. Gaúcha [nacida en Rio Grande do Sul], escribió varios libros donde relataba las visitas que hacía acompañando a su marido. Él viajaba mucho, tenía buenas relaciones internacionales, a tal punto que en 1954 organizó en São Paulo el 4º Congreso Internacional del Cáncer, que, por primera vez, recibió a una delegación de oncólogos de la que entonces era la Unión Soviética. Ese congreso comenzó a cambiar mi vida.

¿Por qué?
Prudente, quien se ocupaba de montar toda la infraestructura del congreso, me dijo que yo sería el secretario de la mesa de estandarización de la nomenclatura de los tumores. Tuve que traducir un manual con los nombres de los tumores y el código. En ese entonces estaban la escuela francesa, la alemana y la inglesa, y la OMS quería establecer el uso de una clasificación universal. El presidente de la mesa era un patólogo estadounidense llamado Harold Stewart, pero había representantes de varios países. Fui anotando, lo ayudé a Stewart, y cuando concluyó el congreso él se fue. En 1957, Stewart me escribió para avisarme de una reunión en Oslo, Noruega, a pedido de la OMS. Era patrocinada por la Unión Internacional Contra el Cáncer, la UICC, una agencia no gubernamental. El congreso de la UICC obligó a la OMS a hacerse cargo de normalizar la clasificación internacional de los tumores y Stewart me recomendó para el nuevo congreso. En esa reunión también habría representantes de la India, Australia, América Latina y Oriente. Tomé un avión y después de 29 horas llegué a Oslo. La reunión fue muy política, educativa, en la línea de la clasificación de los tumores, y yo que era joven, me quedé callado aprendiendo con quien había sido mi profesor, con autores de libros. En 1961 me llamaron para una reunión internacional en la OMS, en Washington, que trataba sobre la clasificación de leucemias. El jefe de la División del Cáncer era un ruso llamado Aleksandr Chaklin, director del Instituto del Cáncer de Moscú. Yo fui nuevamente en representación de América Latina, no entendía mucho de leucemia, porque quien la diagnosticaba, generalmente era el hematólogo. Conocí a famosos especialistas en leucemia y me quedé en silencio. Chaklin me invitó a almorzar y dijo: “Nosotros le enviamos una carta a usted pidiéndole que nos sugiriera un patólogo para trabajar en el proyecto de estandarización y nomenclatura del diagnóstico del cáncer. Usted nos envió algunos nombres, pero no fueron aprobados”. Entonces me preguntó por qué no me postulaba. Le pregunté si eso era una invitación y asintió. Me estaban evaluando y yo no lo sabía. Eso fue el 8 de diciembre de 1961. El 4 de abril de 1962 desembarqué en Ginebra con mi mujer y mis tres hijos, para trabajar en la OMS.

¿A Antonio prudente le pareció bien?
Quedó encantado, porque mi trabajo acá era rutinario, trabajaba y capacitaba a residentes en patología oncológica. Lo que hacía yo lo podría hacer otro. En Brasil, no se respetaba demasiado a la anatomía patológica. Los profesores Alípio Correia Neto, Benedito Montenegro y otros, trabajaban con un patólogo formando parte de su equipo. El liderazgo en anatomía patológica comenzó a modificarse cuando varios profesores de Europa vinieron a enseñar en las facultades de medicina de Ribeirão Preto y Belo Horizonte, entre otras. Así es como surgieron líderes y se reconoció el valor de la anatomía patológica brasileña, pues aquí no se la reconocía.

¿Qué hizo usted en la OMS?
Mi trabajo consistía en la sistematización en los criterios de clasificación de los tumores. Los principales investigadores de la patología internacional se reunían para decidir al respecto de esos criterios. Aprendí mucho. Conocí a los pioneros de la anatomía patológica del mundo. Yo era el secretario en las reuniones. Las sociedades nacionales eran las responsables de elegir los líderes y nosotros chequeábamos si la elección se hacía por padrinazgo o por mérito. Había gente con alto nivel de todo el mundo. Había un líder fantástico en linfomas, de Alemania, otro adalid de la leucemia, de París, y otro más en leucemia, de Estados Unidos, todos, todos juntos en un mismo salón.

El coordinador de cada grupo de trabajo (mama, huesos, etc.), encargado de la estandarización de la nomenclatura de clasificación de los tumores, enviaba las muestras histológicas para que el resto de los colaboradores las examinaran y discutieran en las reuniones. Había divergencia en cuanto a comas, puntos, nombres. Tardábamos cinco años en corregir todos los detalles y llegar a una definición con una imagen fotográfica ejemplificando de qué se estaba hablando. Y todos los líderes debían ponerse de acuerdo en cuanto a la definición. Cuando estaba listo, la OMS lo proclamaba como clasificación oficial de la organización. Se imprimían los textos y se los distribuía entre los médicos y escuelas médicas de todo el mundo. Cierto día me sentí apenado porque, conviviendo con los mejores patólogos del mundo, con las mejores muestras, yo no tenía un microscopio. Envié una queja a Marcelo Candau, brasileño, director de la OMS y le pedí un microscopio. Fue difícil. Un patólogo sin microscopio es lo mismo que nada. Le expliqué que mi currículo no progresaría si no tuviera un microscopio para controlar los trabajos. También solicité figurar como coautor de los libros por haber participado no sólo en la organización sino también en los debates. Cada clasificación de tumores de la OMS tardaba alrededor de cinco años y exigía dos o tres reuniones de trabajo con los 10 mayores expertos del área. Una vez aprobada la nomenclatura y la definición de cada tipo de tumor, el patólogo líder permanecía conmigo una semana para escoger cuál era la fotografía que mejor representaba al tumor. Contratábamos a una compañía de fotografía para que realizase las microfotografías con la misma calidad de la lámina histológica.

Con tal grado de compromiso con las investigaciones científicas oncológicas, ¿por qué no hizo el doctorado?
Nunca me interesó. Más tarde me otorgaron el título de notorio saber en la USP, firmado por el gobernador. No le doy importante a esas cosas. Le dije a Ricardo Brentani, quien por entonces era el director del Instituto Ludwig de Investigaciones sobre el Cáncer y del Hospital del Cáncer, que aquello no servía. Uno es lo que es, no lo que aparenta. Yo era una especie de “cocinero del Gran Hotel”.

¿Y nunca le ofrecieron un título formal?
No. En 1960, dos años antes de ir a la OMS, había aquí en el hospital un director clínico llamado Osvaldo Ramos de Oliveira, un excelente clínico, a quien Prudente le encargó comandar las reuniones anatomoclínicas. Aquel año, cuando nos conocimos, Ramos me dijo que yo debería ser docente de la carrera de Medicina de la Pontificia Universidad Católica (PUC) de Sorocaba. Le conté que no poseía el título y él me dijo que eso no era un problema. Me quedé ahí todo el semestre, después, otro año, una vez por semana, dando clases de histología. Ahí me di cuenta de la responsabilidad de ser profesor. Les dije a los alumnos que si yo no sabía alguna respuesta, sabría dónde encontrarla en los libros y la leeríamos juntos. Un profesor no puede mentir. Les advertí que no estaba ahí para quedarme, que la cátedra era responsabilidad de ellos. A fin de año, les pedí a los alumnos que escribieran comentarios y críticas. Podía ser en forma anónima. Todos enviaron sus comentarios firmados. Había un canal de comunicación. Después tuve que dejar Sorocaba y São Paulo para irme a Ginebra.

¿Y después de la OMS?
Fui a trabajar a la Opas, en Washington. Mis tres hijos pequeños llegaron con 4, 6 y 8 años a Ginebra y allá recibieron educación infantil, en la escuela pública de Ginebra, donde aprendieron francés. Ginebra es un paraíso y queríamos quedarnos allá. Pero mis hijos no conseguirían trabajo, porque las leyes suizas son muy cerradas. El secundario [la actual enseñanza media] ellos lo hicieron en Washington. En la Opas, ingresé en el área de educación médica, en 1972. Un pediatra carioca que yo ya conocía y residía allá, Maurício Martins da Silva, me pidió que trabajase con él en el área de investigación y desarrollo. Le respondí: “Bueno, ¿cuál es el presupuesto?”. Me dijo: “Deberás conseguirlo”. Tenía que generar y desarrollar proyectos y conseguir que el gobierno estadounidense los financiara. Recién llegaba desde Ginebra y un patólogo no cuenta con la misma inserción social de un pediatra, un clínico o un cirujano. Pensé que no lograría sobrevivir. Pero entré en contacto con el sector de enseñanza médica e investigación de la Opas y hablé con Ramón Villarreal, un mexicano extremadamente dedicado al área. Cuando todavía me hallaba en Ginebra, en la OMS, él me confió que quería hacer una investigación sobre la enseñanza de la anatomía patológica en Latinoamérica. Me pidió entonces que confeccionara un cuestionario sobre cómo, dónde, cuándo y qué era necesario hacer para mejorar la enseñanza de la anatomía patológica en las facultades de medicina. Solicité una licencia por un mes en la OMS y viajé por América Latina visitando laboratorios de anatomía patológica. Yo les explicaba que, dependiendo de la necesidad, la OMS podría ayudar. Como no había un manual, la OMS firmó un acuerdo con la editorial y con el autor para traducir el Tratado de histología, de Arthur Ham, un clásico en Estados Unidos. Trabajé en la comisión que organizó la publicación. Mencioné que no servía que enviaran láminas, porque las facultades no contaban con microscopios, entonces confeccioné una segunda tapa en el libro, fabricando una lupa con un soporte de cartón negro, donde se colocaban las diapositivas de histología que pueden verse al trasluz. Esta lupa se utilizaba con fines comerciales y la adapté para que la usaran los estudiantes. Concebí un instrumento de comunicación para la enseñanza médica. Ése fue mi aporte a la enseñanza y la investigación en la Opas, en Washington.

Usted fue quien lo contrató a Ricardo Brentani ¿Cómo ocurrió eso?
Queríamos quedarnos en Estados Unidos, pero yo ganaba 4 mil dólares por mes, y no me alcanzaba para pagarles la universidad a mis hijos, que costaba 1.500 dólares cada uno. Entonces, luego de 6 ó 7 años en Washington, comencé a buscar otro empleo. Siempre pensaba en São Paulo, nunca en Brasilia, pero un médico, el profesor João Sampaio Góes, me invitó a reemplazarlo en su cargo, dentro del Ministerio de Salud, y regresé, en 1973. Yo estaba en la División Nacional del Cáncer y un día me llamó el ministro, Paulo de Almeida Machado. Poco tiempo antes, Golbery do Couto e Silva, jefe de Gabinete de la Presidencia, le había avisado al ministro Paulo Machado que un millonario excéntrico llamado Daniel Ludwig quería abrir un centro de investigación sobre el cáncer en Brasil. Concertamos una entrevista con Ludwig y su abogado. Yo no sabía quién era, y le hice algunas sugerencias de inversión en el área de la salud en Brasil. “Quiero un centro de investigación sobre la enfermedad del siglo, que es el cáncer”, dijo él. Lo quería en Río de Janeiro, porque siempre que descendía del avión veía una facultad enorme, las instalaciones de la Universidad Federal de Río de Janeiro, la UFRJ, en Ilha do Fundão. Le comenté que aquello también le pertenecía al gobierno y dijo que no quería saber nada.

¿No quería tener nada que ver con el gobierno?
No. Quería hacer algo en la esfera privada. Como yo haría varios viajes al exterior junto al ministro de Salud, Ludwig me sugirió que visitara los institutos que él ya patrocinaba. Sólo tuvimos tiempo de ver dos, uno en Lausana, en Suiza, y otro en Londres, en Inglaterra. Le comenté que en Brasil existía la posibilidad de hacer investigaciones muy diferentes, porque somos un país tan grande que un cáncer que predominaba en el sur no lo hacía en el nordeste. Cuando mencioné el cáncer de pene, él se asustó, no sabía ni que existía. En esa época apareció un trabajo de un epidemiólogo famoso en Londres, Richard Doll, refiriéndose al posible virus causante del cáncer genital femenino y ahí teníamos al gran responsable de ese cáncer en el hombre sin saber que estaba provocado por un virus. Como en el nordeste había muchos casos de cáncer de útero y de pene, era posible que hubiera una relación, pero no teníamos pruebas. Cuando le propuse esa posibilidad de investigación a Ludwig, él se mostró entusiasmado. Me invitaron a colaborar con la comisión para seleccionar la ciudad, el hospital donde funcionaría el nuevo instituto y su posible director. Solicité un tiempo, le envié el reglamento de varios hospitales al equipo de Ludwig en Nueva York y ellos respondieron que deseaban visitar el Hospital del Cáncer aquí en São Paulo. El director era Fernando Gentil, quien vivió muchos años en el Memorial Hospital, en Estados Unidos, pero no conocía a Ludwig. La comisión vino, realizó una inspección, lo aprobaron, pero faltaba elegir quién lo iba a dirigir. Yo estaba en el Ministerio de Salud y acepté realizar una investigación para escoger un director. Hice una extensa búsqueda entre becarios investigadores de los últimos 5 ó 10 años en el área de la salud y adyacencias, descubrí a  quienes se habían marchado al exterior, investigué en publicaciones serias. Me quedé con 10 nombres, les adosé sus currículos científicos, una planilla con sus datos y mis consideraciones personales, y lo envié hacia Estados Unidos, donde me pidieron entrevistar a los candidatos. A Brentani yo ya lo conocía de Washington, del tiempo en el Opas. Yo estaba muy conectado con el NCI [National Cancer Institute] y como allá había brasileños, de vez en cuando me señalaban alguno para que yo lo conociera y lo llevara a cenar. Era un tal Brentani, conversamos bastante, el charló con mi mujer y terminó sentado en el sofá de casa con mi gato al cuello. Todavía no sabíamos nada sobre Ludwig. Años después, cuando lo entrevisté, él trabajaba en la USP como profesor de oncología. Era un académico, el investigador brasileño más joven que había publicado en la revista Science. Cuando lo eligieron, él me llamó para contarme y me preguntó: “¿Y ahora?”. Le dije en broma: “¡La culpa es tuya!”. Me pidió ayuda para redactar un informe de lo que precisaba para el nuevo instituto. Yo acepté ayudarlo, pero no escribiendo, porque él contaba con un grado académico y un modo de expresarse propio. Brentani llegó al hospital y descubrió un montón de talentos, que necesitaban una ayudita para convertirse también en académicos. “El equipo de aquí es espectacular, ¿por qué no forman cuadros académicos?”, se preguntaba. Él capacitó a muchos aquí. Me invitaron para ser el director científico y yo no acepté, porque no tenía formación científica actualizada como para asumir. Entonces me ofrecieron la coordinación de programas, justamente porque sabía hacer de puente entre el hospital y el académico Brentani. Más adelante le confesé a Brentani que era una pena que yo lo hubiera conocido tan tarde en su vida profesional. Era un soñador, con grandes dotes de liderazgo. Tenía un temperamento volcánico. Él fue el responsable de la proyección nacional e internacional de los servicios, de la enseñanza y de la investigación en el hospital. El hospital siempre contó con el apoyo del trabajo asistencial y con donaciones voluntarias que permitieron atravesar años difíciles, principalmente  durante la década de 1960. Como la educación especializada de los médicos tenía un alto costo, los residentes de los años 1950 estaban subsidiados por la Fundación Antonio Prudente y vivían aquí. El reconocimiento a la enseñanza y la investigación en el área de la oncología permitió el reconocimiento  por medio de proyectos con instituciones de Brasil, como en el caso de la FAPESP, y de otros países, tales como Italia, Estados Unidos e Inglaterra.

Varios médicos e investigadores manifiestan que aún hoy lo consultan cuando tienen dudas. ¿Qué hace, en su rol como consejero?
En cualquier instancia de nuestra profesión, debemos responder a algunas preguntas: ¿Cómo era uno? ¿Cómo estoy ahora? Son preguntas que obligan a un autoanálisis, pero no necesariamente a una autocrítica. En cualquier profesión se necesita hacerlo. En noviembre del año pasado brindé una conferencia aquí en el hospital sobre la relación entre el médico, el paciente y la tecnología. Ahora estamos hablando de una generación de médicos que, si no son inteligentes, van a escudarse detrás de la tecnología para ganar dinero y dejar que el paciente se vaya al infierno. En esa conferencia hablé acerca de cómo debía ser la primera consulta, de la importancia de saber escuchar y cuándo hablar, saber qué decir y cuándo. De tener paciencia. De lo absurdo de tratar mal al paciente. Cuando el paciente habla, su relato tiene comienzo, medio y fin. El médico debe tener paciencia y control del tiempo de la consulta. Si uno trabaja bajo convenio debe atender a muchos pacientes para ganar 100 reales. Es un problema. El enfermo tiene sentimientos, hay que tratarlo con dignidad, porque nadie va al médico para pedir un certificado, acude porque tiene dudas. De nada sirve ser solamente un especialista del pulmón. Eso es pura técnica. El paciente es el sabe dónde le duele el pulmón. Hay algo importante que es el comportamiento social comparado con el comportamiento celular. Cómo es que las células del epitelio se transforman en cáncer, nosotros nacemos para vivir en equilibrio, pero si uno consume una gran cantidad de grasa sufre un trastorno intestinal, porque desequilibra la sintonía funcional de las células. El mayor desequilibrio celular que existe es el cáncer, porque no tiene solución. La célula enloquece, comienza a dividirse rápidamente, destruye a las otras, acaba con la piel, con el estómago, con los huesos y con la vida. En esa conferencia para los médicos relaté la historia de una paciente de 29 años, una empleada doméstica, diagnosticada con un tumor benigno en su mama derecha. Seis años después ella regresó, con un tumor benigno en su pecho izquierdo. En 1981 vino otra vez con un cáncer en la mama izquierda. Pasó por radioterapia, cirugía y, en 1984 apareció con metástasis ósea, en 1985 hizo una metástasis generalizada y en 1986 falleció, con 52 años. Comenzó a los 29. Durante 23 años de su vida, el 44%, permaneció ligada al hospital. Fue uno de los 1.600 casos de cáncer registrados en aquel año. Un caso así no requiere sólo de médicos, de patólogos. Es para sociólogos, poetas, para los que quieran. Porque detrás de cada caso hay un nombre, un sexo, una edad y una profesión. Era una empleada doméstica de la ciudad de São Bernardo. No podemos leer esos registros como un robot.

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