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Tapa

La dura poesía

El Grupo Brutalista paulista cuestionó la arquitectura después del triunfo internacional

Si en 1978 Caetano Veloso todavía se quejaba de la “dura poesía concreta” de las esquinas de São Paulo, se puede imaginar el tamaño de la osadía de un grupo de arquitectos paulistanos, en plenos años dorados, al renegar de la levedad elegante de la conmoción nacional e internacional arquitectónica: Brasilia, la capital bossa-nova, alabada por Vinicius y Tom Jobim, en Sinfonia da Alvorada, como la “ciudad blanca y pura” construida en medio del “desierto yermo” en oposición directa al racionalismo del trazado carioca y de las formas flotantes de la moda brasiliense, ellos proponían cajas de concreto, de absoluta austeridad, donde todos los equipamientos funcionales, en especial las canalizaciones, siempre oculto a las miradas burguesas, aparecían con una sinceridad desconcertante, orgullosa de su función.

El Brasil de la garota de Ipanema estaba transformándose en una nación de consumidores, con el ascenso de las clases media y alta, que se reforzaría con la llegada al poder de los militares en el 1964. Gusto y dinero no siempre andan juntos, en especial en los tiempos en que los mayores intermediarios entre el feliz propietario de una casa y su construcción eran las revistas de decoración. Pero en las escuelas de arquitectura se desarrollaba una generación que quería cambiar el país, construir para el pueblo, “sin la separación entre el arte, la sociedad y la acción individual, que siempre debe reflejar una toma de posición filosófica en términos utilitarios en el plano práctico”, como le gustaba explicar al mentor de esta nueva arquitectura, Vilanova Artigas en 1950, cuando Le Corbusier y Gropius eran vistos como dioses del diseño, el paulista publicaba artículos rabiosos contra ellos, acusándolos de “burgueses vendidos a los intereses del imperialismo norteamericano”. Con el golpe y las persecuciones políticas, a muchos arquitectos les parece poco el confort del tablero y pasan a denunciar las relaciones de producción capitalistas en la construcción, rehusándose a poner su saber al servicio de esas relaciones. El nuevo ideal es la revelación de lo que estaba escondido detrás de los ornamentos, la “verdad” arquitectónica que muestra las marcas del trabajo en las casas burguesas y lo que éstas escondían. No sin razón, Artigas sería considerado el líder de un grupo de jóvenes arquitectos cuyas innovaciones serían bautizadas como “brutalismo paulista” (un epíteto execrado por casi todos ellos), en verdad un amor por los materiales sin revestimiento, por la austeridad draconiana del concreto expuesto que daban en su simplicidad, una monumentalidad a las construcciones, consiguiendo en una curiosa paradoja, con que formas geométricas rígidas y estructuras desnudas, brutales, que superaran el sueñoque Oscar Niemeyer y Lúcio Costa intentaron conseguir sin éxito, en Brasilia: una arquitectura que facilitaba el contacto humano y privilegiaba el espíritu comunitario.

Basta con mirar hacia las calles de la capital para percibir que él no está allá. Aún así, el paulista admiraba, para estupor de sus colegas de izquierda, al creador de la Pampulha: “Oscar y yo tenemos las mismas preocupaciones y encontramos los mismos problemas; pero mientras que él siempre se esfuerza en resolver las contradicciones en una síntesis armónica, yo las expongo claramente. En mi opinión, el papel del arquitecto no consiste en una acomodación; no se debe cubrir con una máscara elegante las luchas existentes. Es necesario revelarlas sin temor”. Poética brutalidad.

La influencia de Artigas se concretizó en el edificio que proyectó para la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU – USP) y en la concentración  de un grupo de discípulos de sus ideas. Uno de los primeros fue Joaquim Guedes, un arquitecto de la FAU que hizo su carrera en la Escuela de Sociología y Política. Sus proyectos reúnen al brutalismo paulista con la levedad de la arquitectura brasileña “moderna”, en la cual el cemento crudo entra como un digno invitado de la casa, un elemento de la sofisticación, pese a su rudeza originaria. Su colega Carlos Millan era un seguidor severo de la severidad de Artigas, no haciendo concesiones a la plasticidad pura, de sinceridad total. Fue un digno “brutalista”. Sin ser alumno de Artigas, Paulo Mendes da Rocha anduvo el mismo camino. “El arquitecto Vilanova Artigas me legó esa visión crítica. Mi arquitectura siempre se inspiró en ideas; no evoca modelos de castillos ni palacios, sino la habilidad del hombre en transformar el lugar que habita, con un fundamental interés social, a través de una visión abierta, volcada hacia el futuro”, escribió Mendes da Rocha. Las casas que proyecta en los años 1960 son de un rigor extremo, donde las fachadas de cemento se lanzan a la cara de los transeúntes a punto tal de provocar malestar, por su atmósfera paulistana de ciudad de concreto. Su casa, casi como en la música de Vinicius, “no tenía puertas, ni tenía paredes”: los cuartos no eran aislados y el arquitecto, observa el historiador  Yves Bruand, “impone su ideal de vida comunitaria, impidiendo a cualquier habitante de esa casa escapar de él, hecho éste que hizo a Flávio Motta describirla como ‘favela racionalizada’; pero Artigas jamás había ido tan lejos”. Como él, vendrían otros.

Sérgio Ferro, Ruy Ohtake y Cándido Campos, entre otros, cada uno a su tiempo y manera, iban a adoptar el mentado brutalismo, visto por Bruand como “el primer cuestionamiento de la arquitectura por parte de los brasileños después del triunfo internacional después de la Segunda Guerra, y merece respeto en razón de su honestidad básica”. También según el autor de Arquitetura Contemporânea no Brasil, el movimiento apuntaba a “una vuelta a los principios de un funcionalismo estricto, de una esencia decididamente técnica y aspirando a una industrialización de la construcción, aun cuando se expresa por el camino artesanal, y de una estética que valora la fuerza, la masa y el peso, que ama los contrastes violentos y la psicología del shock”. Curiosamente, Artigas y sus seguidores recorrieron un camino inverso al de Niemeyer y Lúcio Costa. Sin embargo, volvieron al punto de partida racionalista, de la mismidad mecánica arquitectónica pesada de los diseños de los años 1930, tan criticados por el dúo que creó la “ciudad blanca y pura”. Los brutalistas, dignos o no de su apodo, eran la imagen de la metrópolis en donde vivían, el reverso del reverso del reverso. De cualquier modo, y como lo prueba Caetano Velos, fue capaz de suscitar la  imaginación y de “crear cosas bellas”. “La arquitectura es una visión poética de la forma, que sobrepasa la estricta necesidad en su dimensión humana. La arquitectura no desea ser funcional, sino oportuna”, en las palabras de Mendes da Rocha. La imaginación de lo concreto.

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