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Cine

La historia en el oscuro del cine

Un estudio muestra la extensa ligazón entre el séptimo arte y el Estado en Brasil

El primer gran evento del flamante Estado Novo fue la creación del Altar de la Patria, en noviembre de 1937, escenario en que se encendió una pira para la quema de las banderas estaduales, en una demostración de que el poder estaba entonces en manos de Vargas. Una semana después estrenaba el film O descobrimento do Brasil, del cineasta Humberto Mauro (1897-1983). “No fue por casualidad, porque reúne simbólicamente los lazos entre política, historia, educación, religión y arte (cine y música), como si pusiese en escena esa comunión nuevamente en el momento del descubrimiento y les mostrase a los espectadores que lo que vieron y vivieron en 1937 tenía su origen en 1500”, analiza el historiador Eduardo Morettin, docente de la Escuela de Comunicación y Artes (ECA) de la Universidad de São Paulo (USP) y autor de Humberto Mauro, cinema e história, que será publicado en 2011 por editorial Cosac & Naify. “La idea de nación en las películas de aquella época se relacionaba con la supresión de los derechos civiles y de todo lo que representase lo regional o las visiones particulares a las que el régimen veía como divergentes ante el interés nacional”, explica. Conciente de ese inmenso poder del cine, Vargas lo bautizó “el libro de imágenes luminosas”.

“El cine se transformó en propaganda de los símbolos nacionales del Estado y de sus instituciones de cultura. Las imágenes cinematográficas cobraron un estatuto igual al de las artes plásticas y al de los libros didácticos”. Entre los diversos productos de esta visión se destacan O descobrimento y Os bandeirantes (1940), ambos de Mauro, pero poco asociados al cineasta de Cataguases. “Esas películas producidas en pleno Estado Novo y totalmente en sintonía con su ideología fueron olvidadas por la crítica pues, comparativamente, son precarias y desentonan con lo que el director de Minas Gerais hizo antes y después. Empero, olvidarlas sería dejar de lado la faceta conservadora de la producción de Mauro”, dice el investigador. Al fin y al cabo, será el movimiento del Estado y el de los intelectuales conservadores entre los años 1920 y 1930, sostiene Morettin, cuando ambas películas tuvieron función ejemplar, lo que acabará por dotar al cine brasileño de su legitimación cultural. “Ambos se insertan en un proyecto más amplio de discusión acerca del uso del cine con fines educativos, en el cual era importante validar el discurso cinematográfico. A tal fin, se echaba mano de estrategias de autenticación para diferenciar entre la película educativa y el melodrama de la época, en el cual no existía una preocupación con la verdad histórica”. El cine nacional dio entonces sus primeros pasos de manos dadas con el Estado. “La década de 1930 puede haber sido el momento en que se creó la política cultural para consolidar el cine brasileño, pero fue antes, en los años 1920, que tuvo inicio la ligazón entre él y el Estado.”

El evento fundador de esa unión acaeció durante la Exposición internacional del centenario de la Independencia en Río de Janeiro, entre 1922 y 1923, cuando el gobierno puso en marcha distintas iniciativas de apoyo a la producción: la contratación de camarógrafos y productores; la subvención a la realización de películas, con la exención del arancel de importación de negativos; la compra y la producción de documentales, etc. Todo eso para que el país tuviese cintas que les revelasen a los brasileños y a los extranjeros “nuestro progreso”. “Esto demuestra que existía una sintonía entre Brasil y EE.UU. o con los países europeos, en donde las cintas cinematográficas se usaban como vehículos de propaganda. Para los organizadores de las exposición, el cine aportaba el necesario aggiornamento en el mundo contemporáneo”. De acuerdo con la crítica de la época, la dificultad de aceptación del cine en Brasil derivaría de una supuesta insistencia del medio en hacer visible la desigualdad y la falta de armonía, como en las populares “películas naturales”, dedicadas a la exuberancia de la naturaleza y a la vida en el campo, una “oportunidad” para visualizar lo indeseable. Los educadores pedían la creación de un cine digno del país idealizado por la elite y que representase sus “cualidades”. Ese discurso moralizante se alienaba con el movimiento de los años 1920 y – 30 de intelectuales como Edgar Roquette-Pinto y Fernando de Azevedo alrededor de los educadores de la Escuela Nueva, que exigían la inclusión del cine en el currículo escolar.

“En ese contexto se destaca la acción de Roquette-Pinto, quien fue el gran pensador del uso de los medios masivos de comunicación, como la radio y el cine, en el desarrollo de la transformación de la sociedad, y en 1910 creó nuestro primer archivo de cintas cinematográficas científicas en el Museo Nacional, afirmando que el cine extendería el conocimiento a todos los ciudadanos”, afirma la historiadora Sheila Schvarzman, docente de comunicación contemporánea de la Universidad Anhembi Morumbi, autora del libro Humberto Mauro e as imagens do Brasil (Editora Unesp). “Él reconocía el potencial educativo del cine, pero negaba que éste tuviese un estatuto artístico. Llegaba a decir que el cine de ficción era un ‘agitador de almas’. Al fin y al cabo, para Roquette-Pinto y para Vargas el cine era un instrumento que llegaba al pueblo directamente, – enseñaba independientemente de la voluntad de aprender y llegaba muy lejos en el espacio – debido a su lenguaje visual, que hasta los niños y los analfabetos comprendían”. Sus imágenes serían la expresión de progreso, ya que eran capaces de reproducir fielmente lo real, con la posibilidad de “generar progreso” por los ejemplos que transmitirían. Con su carácter de espectáculo, advertían, el cine era eficaz en la transmisión de mensajes, y por ende, capaz de vencer las “resistencias de la ignorancia, del poder local y del atraso”. Eso, por supuesto, en caso de estar en “manos concientes y capacitadas”: urgía “salvar al cine del propio cine”, alejándolo de la ficción y poniendo su poder al servicio de la educación.

“Empero, las personas se verían obligadas a tener con el cine una relación pautada por la razón fría, no por el sentimiento. Se pretendía formar al público, visto como un todo homogéneo, que no sufriría la influencia ‘negativa’ de los filmes llamados comerciales. Se preocupaban mucho con los niños, que eran para los educadores ‘presas fáciles’. Bastaba con ver las ‘manifestaciones descontroladas durante las matinés’: ‘es un griterío ensordecedor en la sala, una exaltación desvariada de los jóvenes, presos de una intensa emoción'”. El Estado fue convocado a hacerse cargo. Inicialmente mediante el decreto nº 2.140, de 1932, que entre otras medidas creó la obligatoriedad de la exhibición de un cortometraje nacional antes de la proyección de un largometraje de ficción. En el texto se destacaba la importancia de la película educativa, – instrumento de grandes ventajas para la instrucción del público y de la propaganda del país, dentro y fuera de sus fronteras –, alcanzando a todos: “La escuela de los que no tienen escuela”. En 1936, el gobierno fue más allá y resolvió producir sus películas, con la creación del Instituto Nacional de Cine Educativo (Ince). Roquette-Pinto, director del órgano, llamó a Humberto Mauro para ser director técnico y el cineasta produjo en tan sólo 11 años alrededor de 300 películas sobre zoología, educación artística, física, literatura, danza, geografía e historia, además de reportajes que exaltaban la figura de Vargas.

Hollywood
Mauro era un director de prestigio: había creado obras tales como O tesouro perdido (1927), Brasa dormida (1929) y Ganga bruta (1933). “Eran películas con el lenguaje del cine narrativo de Hollywood, pero en el espíritu ideológico de la revista Cinearte, de Adhemar Gonzaga, que privilegiaba temas vinculados a las ‘cualidades nacionales’, y escondía la pobreza. Lo que se debería hacer era mostrar un Brasil ‘civilizado’ como EE.UU. y Europa, distante de todo aquello que, para las elites, era la cara de nuestro atraso”, sostiene Morettin. “Algunos años más tarde, Mauro optó por una nueva visión, en la cual el cine era una vía de modernización por medio de la educación, ya que no sería suficiente ni posible crear imágenes modernas en una sociedad arcaica, como quería Gonzaga. En el proyecto del Ince, el cine no era un fin en sí mismo o una forma de expresión; era más bien un medio”, acota Sheila. “A partir del trabajo conjunto con Roquette-Pinto, el director entró en contacto con el proyecto salvacionista de llegar a la modernidad a través de la educación. Mauro se persuadió de la idea de que la nación y sus valores eran capaces de redimir al hombre corrompido por el pecado original”. La primera gran exhibición del nuevo ideal no surgió del Ince, sino de un pedido del Instituto del Cacao de Bahía, que invitó a Mauro a producir un cortometraje de propaganda que terminó transformándose en O descobrimento do Brasil. “La obra era parte de un proyecto destinado a encontrar la manera correcta y científica de retratar la historia, es decir, mediante la visualización del hecho histórico. Para validar la inserción en el mercado, dentro del concepto de cine con fines educativos, la película contó con las consultorías de Afonso de Taunay, director del Museo Paulista, y Roquette-Pinto. Villa-Lobos fue autor de la banda sonora”. Referentes iconográficos de cuadros como A primeira missa (1861), de Victor Meirelles, o el uso de la carta de Caminha como referencia primordial del guión (llega incluso a aparecer literalmente en la pantalla), fueron rescatados para dotar de autenticidad y valor educativo a la producción. “Lo que se pretendía era sacar de la película cualquier rasgo del entretenimiento del melodrama. Las películas históricas, de acuerdo con sus idealizadores, deberían escenificar documentos, para poner a los espectadores en contacto con la historia ‘como fue’.” Para Taunay, por ejemplo, bastaba con animar pinturas de objetos históricos para dotar de veracidad a las imágenes en movimiento. Esto explica la composición estática de las películas, en tableaux, plagados de referencias pictóricas. “No era simplemente una obra de propaganda, sino que la producción de Mauro y la música de Villa-Lobos se encajaban perfectamente en la idea de la formación de un cuerpo unido alrededor de objetivos comunes, con un líder por encima de las divergencias sociales”. ¿Mauro sería una versión nacional de Leni Riefenstahl?

Villa-Lobos
“Existen semejanzas, pero al contrario de la cineasta alemana, Mauro era solamente un técnico, con autonomía restringida, alguien capaz de transformar en imágenes las teorías de los intelectuales, sin grandes autorías. Villa-Lobos sí, fue un artista que mitificaba el rol del Estado como sujeto de la historia; pero Mauro no veía en su trabajo en el Ince una identidad entre su creación como cineasta y la ideología del régimen”, cree Morettin. Asimismo, en ambas películas, el director, aunque de manera inconsciente, revelaría ser un adepto incierto del proyecto ideológico. “Esto aparece en algunos pocos rasgos de autor que se pueden ver en la película, como la melancolía y la ausencia de finales felices, típicas de su estilo. Esas interferencias impidieron que las películas fuesen el medio apropiado para el sentido épico que los intelectuales del régimen pretendían ver retratado”. En O descobrimento, sigue, existe efectivamente una lectura armoniosa del momento fundador de la nación: basta con ver la escena de la recepción que brindaron los portugueses a los indios, cuando Cabral y fray Henrique de Coimbra parecen mecer el sueño de los nativos. O en Os bandeirantes, en la cual la ideología varguista se manifiesta en el discurso de Fernão Dias Paes al ahorcar al hijo para mantener la disciplina y el orden de la expedición, como hacía Vargas, el “padre” de la sociedad brasileña. A contramano, el director enfatizó inesperadamente el costo de la empresa de los bandeirantes (enfermedades, muertes, hambre), e incluso el momento del descubrimiento de las piedras preciosas, el supuesto clímax, recibe dos meros planos a distancia. La muerte melancólica de Fernão Dias Paes igualmente, no se encuadra en una esperada apología histórica. Esto se repite en el final ambiguo de O descobrimento, cuando, en el contratiempo de la música jactanciosa de Villa-Lobos (con coros de “¡Brasil! ¡Brasil!”), el público ve la imagen de la cruz con tres desolados desterrados a su alrededor. Son disonancias fuertes. “Pero no creo que fuese una crítica conciente o un sabotaje al proyecto ideológico, sino que refuerza la idea de que el cine es polisémico y no puede ser amordazado”. Después de que Roquette-Pinto salió del Ince, en 1947, Mauro logró nuevamente filmar cosas notables como Canto da saudade (1952), y refuerza la idea de que las películas históricas fueron solamente un interregno en su carrera. La ambivalencia de esas películas impidió que se identificasen totalmente con el Estado Novo. Tardó para que el mundo evocado en películas como Ganga bruta resurgiese y el Cinema Novo rescatase a Mauro como “el padre fundador del cine brasileño”. Leni Riefenstahl, en el trópico, recibió el perdón.

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