Diversas investigaciones han venido mostrando que la desigualdad económica en renta corriente (aquélla proveniente de salarios, pensiones e intereses) ha disminuido sistemáticamente en Brasil desde comienzos de la década pasada. Investigadores estiman que, de mantenerse el ritmo observado recientemente, en 2030 llegaremos a un nivel de desigualdad económica similar al de algunos países desarrollados, tales como Canadá, donde existen pocas diferencias entre los ingresos de los ciudadanos y se registra un altísimo nivel de bienestar social.
Con todo, no es fácil vislumbrar que seremos como Canadá a mediano plazo desde la ventana del coche. “Pese a la disminución, todavía estamos entre los 12 países más desiguales del mundo: el 1% de los brasileños se apropia de la misma renta que el 50% más pobre, y el 10% más rico tiene el 40% de la renta”, explica el economista Claudio Dedecca, docente titular del Instituto de Economía de la Universidad Estadual de Campinas (Unicamp). Los indicadores obtenidos en el marco de la investigación intitulada La desigualdad socioeconómica en Brasil, financiada por el Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CNPq) y la Coordinación de Perfeccionamiento del Personal de Superior (Capes), y coordinada por el citado economista, cuyo desarrollo metodológico se ha incorporado a otros proyectos llevados adelante en equipo junto a los profesores Walter Belik y Rosana Baeninger, de la Unicamp, apuntan la necesidad de efectuar un abordaje multidimensional de las desigualdades en la sociedad brasileña, que no contemple únicamente la renta. “No se puede negar la declinación de la desigualdad en la distribución de la renta durante la última década y que esa recomposición ha tenido como resultado una reducción de la pobreza de índole monetaria”, dice el economista.
“Pero es necesario hablar de desigualdades en plural en lugar de referirse a la desigualdad. Los bajos ingresos constituyen tan sólo uno de los riesgos sociales a los que se halla expuesta la población pobre. Debemos analizar también el acceso que tiene dicha población a bienes y servicios públicos tales como educación, salud, tierra, trabajo, alimentación, transporte, saneamiento, agua y vivienda. La pobreza es una situación de fragilidad socioeconómica de naturaleza multidimensional”, sostiene Dedecca. “No alcanza con el combate contra la pobreza monetaria: debemos reducir los riesgos socioeconómicos de la población en situación de miseria extrema. Los datos de la investigación indican que este grupo sufre todavía debido a la elevada vulnerabilidad en lo que respecta al acceso al mercado de trabajo y a los bienes y servicios públicos y sociales. La disminución de estos riesgos sociales, que es el objetivo real del crecimiento, ha sido pequeña, y los elementos de desigualdad de 2003 siguen estando presentes en la actualidad”, explica.
“Si bien ha aumentado el poder de compra de la población pobre, ésta sigue lejos del acceso a los bienes sociales. ¿De qué sirve tener una renta canadiense sin tener salud, educación, vivienda y saneamiento de una calidad mínima? Los resultados que se obtuvieron en el marco de nuestra investigación muestran el mantenimiento de una elevada desigualdad en la mayoría de los indicadores”, dice el investigador. “La experiencia de los países desarrollados muestra que el fortalecimiento de los ingresos reduce la pobreza, pero no la desigualdad”, coincide la economista Celia Kerstenetzky, de la Universidad Federal Fluminense (UFF), coordinadora de la investigación intitulada El Estado de bienestar social en Brasil en perspectiva comparada. “Los Estados con mejor estándar de bienestar social optaron por un nivel de consumo digno, pero con políticas sociales amplias, universales y de elevada calidad.”
Saneamiento
“Una parte de la población con mayor poder adquisitivo puede acceder a algunas modalidades de bienes y servicios vía ingresos monetarios. Pero, de cualquier modo, algunos de dichos bienes o servicios no son pasibles de individualización en su provisión, como son los casos del saneamiento y el transporte público. Los segmentos más pobres de la población necesitan esos suministros gratuitamente o subsidiados”, pondera Dedecca. Es decir que desigualdad no es sinónimo únicamente de falta de renta, sino que es falta de acceso a la ciudadanía y a los servicios públicos que, en el caso de los más pobres, dependen de la acción del Estado. “De este modo, aun cuando los programas de transferencia de renta hayan sacado a 1.300.000 personas de la miseria, los indicadores multidimensionales revelan la permanencia de una elevada vulnerabilidad de inserción en el mercado y de acceso a los servicios públicos básicos”, dice. En 2009, 3,2 millones de familias estaban en esa situación, buena parte no encuadrada en los criterios de los programas del Estado.
La política social brasileña pasa por una ampliación de objetivos y cobertura desde la promulgación de la Constitución Federal de 1988. Durante el período de inestabilidad y crisis económica del país, la misma avanzó en términos de cobertura, imponiendo con todo una baja calidad de los servicios prestados. A partir de 2003 adquirió una mayor centralidad en las estrategias de los gobiernos, que ampliaron las inversiones a los efectos de elevar la calidad de las acciones y los programas. “La reanudación del crecimiento con generación de empleos formales y con una política de valoración del salario mínimo fortaleció los mecanismos de distribución de renta, fortaleciendo las políticas sociales”, dice Dedecca. De entrada, la disminución de la desigualdad se dio con un empobrecimiento de los más ricos, al tiempo que los más pobres fueron protegidos mediante la revaluación del salario mínimo. “Lo que se pretende no es dar lugar a la caída de la desigualdad a costa de los ricos, sino acercar a los pobres a los niveles más altos de ingresos.”
A partir de 2008, las nuevas condiciones del crecimiento económico, caracterizadas por la disminución de la desigualdad en renta corriente y de la pobreza de índole monetaria, se erigieron merced a la valoración de las políticas sociales y de trabajo y renta, lo que redundó en una relación menos desequilibrada de éstas con la política económica, modificando así, aunque sea de manera incipiente, los parámetros adoptados por los técnicos y expertos en los presupuestos públicos. “A tal fin, aumentamos mucho los gastos federales con transferencia de renta, que actualmente representan un 9% del PIB. Pero no se vio una eficacia distributiva en función de ello. La mejora en la distribución de renta poco tuvo que ver con el Programa Beca Familia [Bolsa Família], por más que el programa mejore la vida de las personas en situación de pobreza extrema”, sostiene el economista Claudio Salm, de la UFRJ, autor del libro Políticas sociais em tempo de crise (editorial Brasília, 1990). “Lo más importante en este proceso fue el aumento de las oportunidades de trabajo, con más y mejores empleos creados a partir del crecimiento económico”, argumenta.
“Habrá que mantener índices de crecimiento elevados durante mucho tiempo para aumentar los gastos con los programas de transferencia de renta del gobierno. Es la ‘teoría de la torta’: los avances sociales quedan supeditados al crecimiento económico”, evalúa Salm. Dedecca coincide en que, al lograr la cobertura completa de la población a la que se dirigen, los nuevos avances de la política de combate contra la pobreza pasaron a depender de los aumentos de los beneficios y del objetivo de los programas. Factores que, con seguridad, requieren un gasto mayor que el PIB y muy superior al presupuesto del gobierno. “Pero no podemos quedar sujetos al crecimiento y al factor renta: debemos encontrar instrumentos que reduzcan la desigualdad con inserción productiva y acceso a bienes públicos de calidad”, pondera el investigador.
Inserción
Pero existen divergencias. “El acceso a los bienes públicos contribuye al bienestar de la gente, pero resulta innegable que la variable destinada a atacar la desigualdad es la renta”, considera el economista Sergei Dillon Soares, del Instituto de Investigación Económica Aplicada (Ipea), autor de la investigación Erradicar la pobreza extrema (Texto para Discusión, Ipea, 2011). “Luego de ‘darles los pobres a los mercados’ en carácter de consumidores, es hora de darles ‘los mercados a los pobres’ como trabajadores. Esto es, tratarlos más como protagonistas de su historia que como receptores de dinero público”, analiza Marcelo Neri. “Necesitamos un ‘shock de capitalismo’ para los pobres. La pregunta de la PNAD (Investigación Nacional por Muestreo de Hogares) es sencilla: “¿Cuánto dinero tiene usted en el bolsillo?”. Eso es la suma del ingreso percibido por el trabajo, de lo que el jubilado de la familia gana y del valor de la asignación proveniente de los programas sociales. Para el ciudadano común, eso es lo que importa: el confort que puede proveerle al hogar, a la familia. Y uno nota que los bolsillos de los pobres han crecido más proporcionalmente que los de los ricos”, afirma.
Los indicadores de la investigación realizada por el equipo de Dedecca demandan mayor cautela y menos prisa. “Los programas de distribución de renta siempre existirán en el país. Se necesitará un tiempo razonable hasta que esa población consiga retornar por sí sola al mercado de trabajo”. El foso de renta existente entre las familias pobres con relación al promedio del total de familias es significativo. Las primeras obtienen un ingreso promedio per cápita correspondiente a menos del 4% del valor promedio. Con relación a los ingresos producto de las políticas públicas, las familias pobres perciben un valor correspondiente al 1,4% del que se registra en el promedio total de las familias. De este modo, la inserción productiva, vista como “la puerta de salida” de los programas de transferencia de renta, es compleja y limitada.
“Asimismo, los indicadores muestran que la inserción no es la solución ante la fragilidad social y es de difícil consecución: uno de cada cuatro miembros de las familias pobres está desempleado, y los que trabajan lo hacen en la informalidad”, advierte Dedecca. Sin vínculo laboral formal, disminuyen las posibilidades de obtener ingresos adecuados y de acceso al crédito, a los servicios bancarios o a una cobertura social mínima. Las diferencias regionales no atenúan las dificultades. Según la investigación, la densidad de la pobreza no tiene relación directa con el grado de desarrollo económico: los estados de Bahía y São Paulo, que poseen un notable contraste industrial, son responsables por una cuarta parte de las familias que se encuentran en la miseria.
Incluso el “bono demográfico” (lea “Brasil en transición demográfica”, en la edición 192 de Pesquisa FAPESP), la caída de la fecundidad general en el país, que haría posible una mayor oferta de empleo, no se producirá si la desigualdad se mantiene. “Las familias son menores, pero hay problemas en su composición: los pobres exhiben ‘índices de dependencia’ elevados: la proporción de familiares en edad inactiva es muy superior al promedio brasileño, lo que reduce las probabilidades de inserción productiva”, comenta Dedecca. Asimismo, existe un alto índice de jefas de hogar y de negros en esos estratos. Con la discriminación de género o de raza, caen más todavía las probabilidades de inserción. Para las mujeres, esto se refleja en el tiempo que demanda la organización de la familia, que genera una doble jornada e informalidad.
Informalidad
Por cierto, la informalidad en general se convierte en desigualdad en todos los géneros y razas. La exclusión de la formalidad del mercado implica necesariamente en una exclusión de la protección social derivada de ello. Éste es un factor que puede influir sobre otro indicador: la elevada tasa de mortalidad perinatal en los segmentos pobres, muy superior al promedio del país y que va en aumento: de 2003 a 2009, dicho índice subió de 25,57 muertes por cada mil nacidos a 36,90 muertes por cada mil nascidos. La falta de acceso al sistema previsional apunta cifras muy altas como para que cualquier programa social dé cuenta de ello: más de 9,5 millones de familias sin ninguna cobertura.
Existen indicadores positivos, pero con algunas salvedades, tales como el aumento de la escolarización de los niños con edades entre 4 y 16 años, cercano al promedio nacional, lo que apunta hacia la universalización de la educación de la nueva generación. Al mismo tiempo, ha crecido el indicador de desfase escolar, prueba de que la universalización se ha concretado, pero sin calidad. Incluso el factor más celebrado, el aumento de la renta, llega con atenuantes. El poder de compra de los pobres ha aumentado, pero no los ha vuelto más sanos. Se registran índices crecientes de mala nutrición y obesidad. En este caso, hay más dinero para alimentarse, pero la dieta es pobre y con un exceso de carbohidratos. “Los pobres reciben el influjo de las propagandas y comen mal. Estos datos apuntan problemas futuros de salud”, advierte Dedecca. El área rural, sumamente afectada en los indicadores, al menos en este caso corre con ventajas, pues produce para el consumo propio, lo que le permite un acceso a los alimentos de mayor valor nutritivo.
Esta ventaja ha llevado a que el gobierno federal estimule esa producción como una manera de insertar al medio rural en el mercado. “No rechazo la idea, pero, según los índices, es una tarea casi inviable, ante la ausencia de demanda y las precarias condiciones de mercado. Esta práctica atenúa la pobreza rural, pero es insuficiente para mejorar indicadores sociales tan desfavorables”, dice el investigador. Lo que es malo en las metrópolis es peor en las áreas rurales. “Brasil se ve erróneamente como una sociedad urbana. Tenemos más de 30 millones de personas en el área rural”, dice Dedecca. “Incluso con transferencia de renta, es sumamente compleja la acción de las políticas públicas y el acceso a los bienes sociales en esas regiones”.
En lo que atañe a la vivienda, pierden tanto el campo como la ciudad, aunque algunas cifras son alentadoras: los hogares pobres tienen hoy en día paredes y techos como el promedio nacional, así como indicadores positivos de baños por vivienda y habitantes por dormitorio. “El problema es la localización de las casas, en general en regiones sin acceso al alcantarillado, sin asfaltado ni agua corriente. También se ubican por debajo del promedio en lo que hace a la recolección de residuos, el uso de combustible adecuado para cocinar y la existencia de heladeras destinadas a la conservación de los alimentos”. Las viviendas se construyen sin orientación técnica, lo que incrementa las situaciones de riesgo, ya de por sí potenciadas por la ubicación en áreas peligrosas tales como cuestas de cerros. Un dato referente a las viviendas sorprende: la proximidad de los índices de familias pobres y de familias ubicadas en el promedio nacional que viven más de cuatro años en el mismo municipio. “Esto indica que la migración no es un factor determinante de la desigualdad”, analiza.
Todos estos factores cuestionan la entusiasta visibilidad pública dada a la cuestión de la disminución de la desigualdad durante la década pasada. “De todos modos, la evolución reciente de las desigualdades en Brasil, aunque no haya producido los resultados positivos esperados, muestra por primera vez una fase de crecimiento con capacidad distributiva”, recuerda Dedecca. “La reproducción de la relación entre crecimiento y distribución con mayor calificación de las políticas públicas podrá traducirse en resultados socioeconómicos más significativos, con la posibilidad de una transformación social que se traduzca en una disminución de las desigualdades, una mayor justicia social y la constitución de un efectivo Estado republicano, donde la ciudadanía sea un bien común para toda la sociedad”. Entonces sí será posible vislumbrar Canadá.
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